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Natercia le sonrió:

– ¿Cómo te llamas?

La cría la miró enfurruñada, pero tal vez la sonrisa de Natercia la animó a contestar:

– Ilda.

– Yo soy Natercia. Mira lo que te he traído.

Y le dio la manzana. Ilda la miró con los ojos asustados, como si aquel regalo fuese una trampa tras la cual se escondiera un pozo muy negro.

– Es para ti, la cogí de mi casa. Tómala…

La niña se decidió al fin y cogió la fruta. Pero atemorizada ante la idea de que alguien pudiera verla y pensar que la había robado, se giró para comerla de espaldas al patio. Estaba acostumbrada a las palizas de su padrastro y a la indiferencia de su madre, y trataba de ocultar cualquier cosa que pudiera hacer parecer que estaba portándose mal, como un cachorro que se esconde debajo de la mesa muerto de miedo cuando sabe que le va a caer una regañina. En realidad, Ilda era igual que un cachorro desamparado y tembloroso. Natercia se acercó a ella y le dio un beso rápido en la mejilla. Luego echó a correr y se incorporó a su grupo de amigas, que habían estado observándola y la interrogaron ásperamente. Pero ella supo salir del apuro haciendo uso de la autoridad materna:

– La manzana me la dio mi madre para que se la diera a alguna de las niñas pobres. Dice que tenemos que portarnos bien con ellas y cuidarlas, que ellas no tienen la culpa de lo que les pasa.

Desde entonces, Natercia se convirtió en la protectora de las crías desdichadas, y especialmente de Ilda. Les llevaba comida de casa muy a menudo, y también la ropa que ya había dejado de ponerse. Las ayudaba a hacer los deberes durante el recreo. Se preocupaba por cómo estaban ellas y sus familias. Sin embargo, nunca logró que se rompiera del todo el muro de aislamiento que las rodeaba. Algunas se negaban incluso a aceptar su ayuda y se burlaban de ella, llamándola blancucha y tonta. Era su manera de mostrar su rechazo a un mundo que les cerraba la puerta, de probar que podían salir adelante solas en el sombrío rincón de la tierra que les había tocado ocupar. Sólo consiguió tener una verdadera amistad con Ilda y, aun así, ella jamás le contó lo que vivía a diario, las palizas del padrastro siempre borracho, la vergüenza de encontrarse a su madre mendigando a la puerta de la catedral, la bazofia de su choza en los suburbios, entre ratas y porquería, las largas noches durmiendo en el suelo, sobre la tierra, acurrucada junto a sus cuatro hermanos, la humillante búsqueda de restos de comida en las cajas de basura de las casas ricas, el dolor en las tripas del hambre, la penuria de saber que lo único que podía hacer en la vida era sobrevivir, sin ninguna esperanza más allá del deber elemental -ligado por un nudo inextricable a la vida misma- de permitir que su corazón siguiera latiendo.

Las niñas pobres fueron dejando poco a poco el colegio. A unas cuantas las obligaron a quedarse en casa para cuidar de los hermanos pequeños mientras las madres salían a trabajar. Otras encontraron empleo como criadas o ayudantes en alguna tienda. Ilda se fue a los diez años. Iba a empezar a fregar platos en una taberna. Quería ahorrar dinero para marcharse de la isla y alejarse para siempre de su madre y su padrastro. Natercia le pidió que se mantuviera en contacto con ella. La invitó a ir a visitarla a su casa siempre que quisiera. Sin embargo, no volvió a verla hasta dos años después, cuando, al salir un día del colegio, se la encontró esperándola en la plaza.

Apenas había crecido. Seguía pareciendo un cachorrito hambriento, con sus grandes ojos asustados y su esqueleto diminuto. Se abrazaron con alegría. Ilda le contó que había ido a despedirse de ella:

– Mañana cogeré el barco para Maio, le dijo. He conseguido ahorrar lo suficiente. Mi madre creía que le daba todo el dinero que estaba ganando, pero yo fui guardando un poco cada semana. Lo fui metiendo en una botella vacía que tenía enterrada en el monte. Todos los domingos, cuando me pagaban, iba hasta allí y dejaba quinientos escudos. Ya tengo bastante para el viaje y para vivir unos días mientras encuentro trabajo.

Natercia sintió una pena tremenda. Ella seguiría volviendo cada tarde a su preciosa casa pintada de amarillo, con sus pequeñas habitaciones alegres mirando al mar y el oloroso jazmín trepando por la fachada. Su madre la besaría y le preguntaría qué tal había ido el día en la escuela. Ella le contaría todas las pequeñas cosas, la discusión con Fátima, su diez en lengua, el enfado de la madre María de las Angustias. Luego subiría a su cuarto, se quitaría el uniforme, se pondría un vestido cómodo y haría los deberes durante un rato. Cuando llegase el padre, se instalarían en la mesa del rincón del comedor, saludarían a los clientes que fuesen llegando, y cenarían todo lo que quisieran, un rico pescado con patatas, un plato de xerém de maíz, un buen vaso de leche. Y entonces se iría a dormir a su cama cómoda, arropada por la colcha de colores que la abuela le había hecho al nacer, oyendo el sonido acunador de las olas que rompían en la playa. Ella seguiría viviendo cada día en su pedacito de mundo protegido y lleno de cosas hermosas, lanzándose hacia el futuro como un pájaro que vuela veloz en busca del agua. Entretanto, Ilda vagaría sola por las calles, pasaría hambre, entraría en todas las tiendas y las tabernas en busca de un empleo agotador y mal pagado, y dormiría en el pórtico de alguna iglesia, desprovista de todo lo que le daba calidez a la vida, la ternura y las risas, un lugar agradable en el que recogerse, el proyecto de llegar a ser una buena persona feliz. Quería arrancarla de toda aquella penuria y soledad, mantenerla junto a ella para poder infundirle un poco del soplo ligero que la acompañaba en su existencia:

– Quédate aquí. Mi madre te dará trabajo en la pensión. Siempre necesita gente. Quédate. Nos veremos todos los días. Mi madre es muy buena, ya lo verás.

A Ilda le pareció que era un magnífico proyecto, tener una amiga y un empleo decente. Estaba ya a punto de aceptar cuando de pronto algo muy turbio borró de su mente la idea y todo lo que significaba. Agachó la cabeza y, por una vez, los ojos se le llenaron de lágrimas:

– No puedo quedarme. Mi madre y mi padrastro me encontrarían. Me obligarían a darles el dinero, y él seguiría tocándome siempre que pudiera. Ahora, cuando voy a casa y mi madre no lo ve, me toca, y quiere que lo bese. Ya sé lo que va a pasar. Tengo que irme.

Natercia comprendió que estaba sola con su compasión. Era un sentimiento tan invasor como inútil, una nube negra que entristece el mundo pero que no es capaz de derramar sobre él el agua benéfica. La realidad era mucho más poderosa que su ansia de hacer algo por su amiga. La abrazó con tristeza:

– Está bien, vete, pero no te olvides de que estoy aquí si necesitas algo. Escríbeme, por favor, escríbeme pronto para contarme cómo te va todo.

Anotó rápidamente su dirección en una hoja de su cuaderno, la arrancó y se la dio a Ilda. Ella la cogió e hizo un enorme esfuerzo para sonreír, como si estuviese luchando contra un peso insoportable que tuviera que quitarse de encima. Luego echó a correr y se perdió al doblar la esquina de la catedral. Natercia observó cómo desaparecía su frágil espalda, que parecía luchar esforzadamente por hacerse un hueco en medio de la hostilidad del aire, y tuvo la impresión de que nunca más volvería a saber de ella. Ilda, en efecto, se desvaneció de su vida para siempre en aquel mismo instante.

Pero, de alguna manera, dejó una marca profunda: al terminar el liceo, Natercia decidió estudiar magisterio. Quería ser capaz de hacer por otras niñas parecidas a su amiga lo que no había podido hacer por ella. Ayudarlas a salir de la miseria, enseñarles que, a través del aprendizaje y el esfuerzo, sus vidas podían ser mejores, que podían llegar a convertirse en mujeres que se respetasen a sí mismas, alejadas de las atrocidades que acarrea la pobreza extrema. Darles esperanza y recursos, y hacer que tuvieran deseos y luchasen por ellos.