Nada consiguió ya alejarla de su vocación. Mientras estudiaba, tuvo un novio que quería casarse. Aníbal era el dueño de una de las mejores pensiones de Praia, y se encaprichó con ella durante las visitas a su padre, buen amigo suyo. Enseguida obtuvo el permiso para proponerle el noviazgo. Ella lo aceptó con tranquilidad, sin pasión ni deseo: el amor no formaba parte de sus fantasías. Era demasiado formal para ello, demasiado contenida y realista. Suponía que algún día tendría que casarse, pero tan sólo aspiraba a que el marido fuera un hombre bueno y trabajador, alguien que la rodease de respetabilidad y decencia. No soñaba con efusiones ni arrebatos. Aníbal le pareció un buen candidato: era diez años mayor que ella y, al menos desde que estaba en la isla con su negocio en marcha, no se le conocían escándalos con mujeres ni veleidades alcohólicas. Fue un noviazgo aburrido y previsible, pero sólido. La madre de Natercia enseguida empezó a preparar el ajuar de toallas y sábanas, y él le hablaba de cómo arreglarían su dormitorio, con una gran cama y un tocador ante el que ella pudiera sentarse a peinarse, como hacían las damas de las películas.
Pero todo se truncó por causa del trabajo de Natercia. Era un atardecer, y estaban sentados sobre los cantos de la playa. Faltaban seis meses para que ella terminase sus estudios, y Aníbal le dijo que quería organizar la boda inmediatamente después. Ella lo miró muy seria, un poco amedrentada por lo que tenía que decirle:
– No va a ser posible. El primer año de maestra me mandarán fuera de Praia, a alguna aldea en cualquier isla. Habrá que esperar hasta que vuelva. Con suerte, el curso siguiente ya estaré aquí.
Él se puso en pie, enfadado, y casi gritó:
– ¿Piensas trabajar…?
– ¿Cómo que si pienso trabajar…? Por supuesto que sí. ¿Para qué estoy estudiando entonces?
El enfado del hombre fue creciendo:
– ¡Yo no voy a permitir que mi mujer trabaje fuera de casa! ¡Y mucho menos que te vayas a no sé dónde sola! ¡Hay trabajo de sobra en la pensión!
Natercia comprendió que los separaba un inmenso malentendido, algo de lo que nunca habían hablado y que los dos habían dado por supuesto. Aníbal esperaba que ella terminase sus estudios y se los colgara encima como un adorno del cual presumir -mi mujer es maestra, ¿sabe usted?, aunque, por supuesto, no ejerce-, mientras que ella ansiaba pelearse con los niños, aunque fuera en el fin del mundo, y extraer lo mejor de cada uno de ellos. Era su más intenso deseo, y nadie iba a alejarla de él. Ni siquiera un buen marido.
Se levantó. Aníbal la miraba enfurruñado, con los brazos en jarras y los ojos muy abiertos, expectante. Ella se acercó a éclass="underline"
– Creo que no nos hemos entendido. Deberíamos haber hablado de esto antes. Yo quiero dar clases, y no voy a dejar de hacerlo por nada del mundo. Es mejor que nos separemos ahora. -Le extendió la mano, que él sacudió torpemente, anonadado-. Te agradezco tu bondad todo este tiempo, y te deseo lo mejor.
Y se alejó, caminando firme y lentamente sobre los cantos, sabiendo que, en el fondo de sí misma, aunque tuviera que fingir cierta tristeza ante los demás, se sentía liberada y feliz. Ninguna otra obligación ni placer la alejaría ya de su único afán.
São y Natercia se gustaron desde el primer día. A la niña le atrajo la dulzura de su maestra, su manera suave y envolvente de decir las cosas, pero también la energía que se desprendía de ella, como si nadase imperturbable contra las olas, y todos los maravillosos conocimientos que contenían sus palabras. A Natercia le llamó la atención el ansia por escuchar y aprender de São, su carácter tranquilo bajo el que parecía esconderse una gran exaltación, y aquella preciosa sonrisa con la que contemplaba el mundo.
Durante los seis años que permaneció en la escuela, fue una magnífica alumna. Se agarraba al aprendizaje como si fuese la red que había de salvarla de las penurias, y a la maestra no dejaba de sorprenderle aquel precoz entendimiento de la vida en una cría nacida en una aldea remota, que parecía sin embargo haber crecido rodeada de estímulos. Un día, al poco de empezar las clases, a Natercia se le ocurrió preguntar a los niños qué querían ser de mayores. La mayoría ni siquiera se habían parado a pensar que pudiesen tener elección. Casi todos daban por supuesto que harían lo mismo que sus padres: serían campesinos, o vendedores, o trabajarían en una fábrica en Europa o limpiarían casas. Alguno que había llegado a ver el puerto de Carvoeiros soñaba con ser pescador, y una niña dijo que quería tener una taberna para cocinar cosas muy ricas. São en cambio poseía su propio sueño, un afán gigantesco como una inmensa montaña sobre la cual refulgiera la luz del soclass="underline"
– Yo quiero ser médica para curar a los niños pobres, afirmó con su pequeña vocecita serena.
A Natercia estuvieron a punto de saltársele las lágrimas. Pero no por la compasiva ambición de su alumna, que tanto se parecía a la suya, sino porque comprendió lo difícil que sería que aquel proyecto pudiese ser llevado a cabo. A la hora del recreo, llamó a la niña para que la ayudase en el cuidado de las plantas que crecían en el minúsculo jardín de la escuela.
– Me parece muy buena idea que quieras ser médica -dijo, y São asintió, feliz al comprobar que la maestra estaba de acuerdo con su idea-. Pero sabes que tendrás que estudiar mucho. Los estudios cuestan un montón de dinero, tanto que sólo pueden pagarlo los ricos. La única manera de que no tengas que pagar nada es que saques muy buenas notas, y entonces unos señores que viven en Praia decidirán que te mereces estudiar gratis, y te enviarán a Portugal para que allí te hagas médica.
– ¿Portugal es lo mismo que Italia?
– No, son dos países diferentes, aunque los dos están en Europa.
– Pero yo quiero ir a Italia, como mi madre y como Noli.
– Bueno, tal vez lo consigas. En cualquier caso, Portugal es muy bonito. Te gustará. De momento piensa que tendrás que sacar las mejores notas. Las mejores.
– Sí, doña Natercia, las sacaré, se lo prometo.
Y así fue. São se convirtió enseguida en la primera alumna de su clase, y puede que incluso de toda la escuela. Aprendió rápidamente a leer y a escribir, y las nociones elementales de aritmética, y todos los mapas. Le entusiasmaban los mapas. Se pasaba horas observándolos, contemplando la ubicación de Cabo Verde y de Portugal y de Italia, midiendo la distancia que la separaba de esos dos países hacia los que se proyectaba su futuro, un dedo entero para llegar a Portugal, y casi otro más hasta alcanzar Turín, donde vivía su madre. Los viernes por la tarde, cuando llegaba de vuelta a la aldea, subía hasta la ermita del Monte Pelado, desde donde se divisaba el mar. La maestra le había explicado en qué dirección quedaban aquellos lugares. Se sentaba sobre una roca, miraba hacia el nordeste y pensaba en su vida allí, cuando estudiaría cómo se cura la tos que no te deja dormir por las noches, qué hay que hacer para quitar la fiebre de un cuerpecillo tembloroso, o la manera de acabar con las temibles diarreas. Su mente viajaba hacia un espacio hecho de libros y cuadernos de muchos colores, un aula gigantesca donde una maestra como doña Natercia le enseñaría cada una de las dolencias del cuerpo y sus remedios, y una pequeña habitación siempre llena de luz donde ella haría sus deberes durante horas y horas sin fatigarse nunca. Toda su existencia iba dirigida en aquel único sentido, igual que si estuviera siguiendo una gran senda alfombrada que la condujera hacia un paraíso, hacia un territorio lleno de tesoros al alcance de la mano. Entonces cantaba una vieja morna, ¿Quién te enseñó ese camino que lleva tan lejos, ese camino hasta São Tomé? Nostalgia, nostalgia de mi tierra, São Nicolau. Y se echaba a reír. Sabía que ella no sentiría nostalgia cuando se fuera lejos, porque regresaría llevando con ella todo el bien posible.