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Pero aquel sueño enorme se desvaneció como una blanca nubecilla esponjosa un día de julio, cuando São acababa de terminar el último curso de primaria, recién cumplidos los doce años, y comenzaba las vacaciones. El curso siguiente se matricularía ya en el liceo, para iniciar sus estudios de secundaria. Tendría que irse a vivir a Vila, y buscar allí una habitación en alquiler. Esa misma tarde se había despedido con mucha pena de doña Natercia, que la besó repetidamente y le dijo una y otra vez que debía seguir adelante, que ella la apoyaría siempre. Y que esperaba que, cuando fuera viejecita, São fuera su médica, la mejor médica de Cabo Verde.

Llegó a casa llena de orgullo, con la banda azul y el certificado que acreditaban sus estudios de primaria. Jo-vita estaba preparando la cena en el patio. Parecía nerviosa. Aunque apenas se movía ya de la puerta, ese día había ido a la huerta a buscar las mejores hortalizas, había matado una gallina, había molido el maíz de la manera más fina posible, y ahora estaba intentando preparar una rica cachupa. Pero el fuego se le apagaba por más que ella soplase y le diera aire con un viejo abanico, la harina se hacía grumos, las hortalizas estaban a punto de deshacerse y desaparecer, englutidas por el caldo, y la carne, en cambio, no acababa de cocerse. Aquello no iba bien. Era como si nunca hubiese cocinado, como si jamás hubiera preparado ese plato que siempre había marcado los días de fiesta, las fechas de Navidad, la llegada de aquellos de sus hijos que alguna vez habían regresado de Europa a pasar las vacaciones.

Claro que el momento era especialmente difícil. Jovita no era una mujer muy sentimental, pero su afecto hacia São era inquebrantable. Aunque la tratase con rigor, quería a aquella niña tal vez más de lo que había querido nunca a sus propios hijos, quizá porque sabía que ella era su última compañía en la vida. Cuando São se apartase de su lado, cuando se fuera a vivir a otro lugar, ella se quedaría sola para siempre. Era la definitiva oportunidad para gozar de una pizca de ternura, el último lazo con los fatigosos cuidados cotidianos -mantener arreglada la casa y la ropa, procurarse comida, cocinar- sin los cuales, le parecía, su existencia sería mucho más aburrida e inmóvil. Porque cuando São desapareciese, sólo le quedarían los espíritus. Y a los espíritus no les importa que la tierra del suelo esté bien barrida, la cocina libre de cenizas y las sábanas limpias.

Jovita estaba enormemente disgustada. A ella le hubiera gustado que la niña no se moviera nunca de Queimada pero, al mismo tiempo, entendía sus proyectos. El mundo era muy diferente, por lo que oía decir. La gente viajaba con mucha mayor facilidad, y cambiaba rápidamente de pueblo, de isla, de país y hasta de continente. Antes había que caminar largas jornadas a pie y coger barcos de trayectos interminables para llegar a cualquier sitio. Ahora había coches y autobuses en muchas partes, y veloces aviones que llevaban a las personas al fin del mundo en unas cuantas horas.

Y luego estaba el asunto de las mujeres. Había oído contar que en los países de Europa muchas mujeres estudiaban igual que los hombres, y llegaban a tener profesiones que todavía en Cabo Verde eran inimaginables. En Italia y Portugal había muchas médicas, por lo que ella sabía, y el hecho de que São quisiera serlo le parecía extraño, asombroso, pero no malo. No acababa de comprender muy bien cómo sería la vida de una doctora. Se preguntaba si encontraría hombres que quisieran estar con una mujer tan lista, y cómo se las apañaría con los hijos cuando los tuviese. Pero aceptaba que el hecho de que ella no lograra imaginarlo no significaba que no fuera posible. A decir verdad, la probabilidad de que São llegase a ser una mujer importante, alguien que salvase vidas y a quien todo el mundo tuviera que tratar de usted, la llenaba de admiración. Muchas noches, mientras la cría aprendía pacientemente a leer y escribir, inclinada sobre su cuaderno a la luz de la vela, ella había sentido envidia, y a veces se había preguntado si su propio destino habría sido diferente de haber podido ir a la escuela. Le parecía que aquellos trazos marcados sobre el papel formaban parte de un rito mágico, una ceremonia que sin duda hacía cambiar las cosas del mundo, creando energías diferentes y abriendo puertas hacia espacios que, sin la posesión de toda esa sabiduría, permanecían cerrados para siempre.

Y ahora tenía que decirle que su camino hacia aquella vida sin duda mejor se había terminado, que había sido bloqueado por un cataclismo, un inesperado derrumbe que se interponía como una muralla entre São y el porvenir. Dos meses atrás, había recibido una carta de Carlina. Normalmente, cuando llegaban las cartas -cinco o seis al año-, Jovita esperaba a que la niña volviese de la escuela y leyera las noticias en voz alta. Pero en aquella ocasión, un raro presentimiento la llevó a hacer las cosas de otra manera. Acudió en busca de uno de los vecinos que sabían leer. Y entonces se enteró de la desgracia: Carlina había perdido su empleo. Durante seis años, había estado trabajando como interna en una casa, cuidando de tres niños y haciendo todas las faenas domésticas. Pero la situación había cambiado: se había quedado embarazada por error, y al cuarto mes, cuando ya no pudo disimular por más tiempo su estado, la señora la había echado a la calle. Por supuesto, no le dijo que era a causa de su embarazo. Le explicó que sus hijos ya eran mayores y que había dejado de necesitarla, pero ella sabía que ésa no era la verdad. Lo peor era que ahora, con su barriga y sus varices hinchadas, no encontraba trabajo. Eso significaba que no podía seguir enviando dinero. Lo que ganaba su marido en la fábrica apenas les daba para pagar el alquiler y mantenerse. Se veían obligados a reducir gastos, lo cual era muy complicado justo cuando estaban a punto de tener un bebé. Le pedía por favor que mantuviera a São unos meses hasta que ella diera a luz y consiguiese un nuevo empleo.

Después de que le leyeran la carta, Jovita se sentó a la puerta de su casa y reflexionó profundamente. Estaba segura de que lo que le contaba Carlina era verdad: había conocido otras historias semejantes. Quizá fuera que en Europa las mujeres se volvían débiles cuando estaban embarazadas y no sirvieran ya para trabajar. En cualquier caso, también estaba segura de que nunca más le llegaría ningún dinero desde Turín. Si Carlina conseguía arreglárselas para encontrar un trabajo con su hijo a cuestas, necesitaría todo lo que ganase para cuidar de él. Y además, al cabo de unos meses se habría acostumbrado a la idea de que ella seguía haciéndose cargo de São sin recibir nada a cambio, y daría por supuesto que las cosas podían seguir igual. Pero incluso si al final cumplía su palabra, durante una larga temporada ella y la niña no dispondrían de más fondos que los que pudiesen mandarle sus hijos. Y cada vez eran menos. El liceo costaba mucho. Había que pagar la estancia, la matrícula, y un montón de cuadernos y libros. Si se gastaba esas cantidades en la educación de la cría, no le quedaría casi nada para su vejez. Debía tomar una decisión. Y era una decisión importante, en la que se enfrentaban su conciencia y su bienestar, su futuro y el futuro de São. Antes de decirle nada a ella, tenía que consultarlo con Sócrates.

Hacía ya varios años que Sócrates se había dignado venir por fin a visitarla. Había aparecido un domingo de repente, al amanecer, echado junto a ella en el camastro. Jovita, todavía medio dormida, sintió el calor de su cuerpo y percibió claramente su aliento en la nuca. Al darse la vuelta, lo vio allí, sonriente, con sus gruesos labios entreabiertos y una profunda mirada de felicidad. Aquel reencuentro había sido uno de los momentos más dichosos de su vida. Además, al contrario que su madre, Sócrates sí que le hablaba, y mucho, durante el ratito que se quedaba con ella, en medio de la luz acuosa y dorada de la mañana, hasta que desaparecía justo en el momento en que los rayos del sol comenzaban a golpear firmemente los cristales de la ventana y todas las cosas recuperaban su sombra y los pájaros rompían a cantar con entusiasmo, después de los primeros balbuceos tímidos del alba. Entonces se desvanecía en unos segundos, dejando el rastro de su olor entre las sábanas.