Jovita se había acostumbrado a sus conversaciones con él. Venía cada domingo, y se hablaban el uno al otro al oído, en voz muy baja para no despertar a São, que todavía dormía. Sócrates no la avisaba de las cosas malas, como solían hacer otros espíritus. Pero esos silencios se debían en realidad a su amor por ella: no quería asustarla. A cambio, la consolaba en los momentos difíciles, la tranquilizaba si estaba nerviosa, la animaba los días bajos y la aconsejaba siempre con prudencia. Y también se reía mucho con ella y le decía un montón de cosas picantes que la hacían sentirse aún deseable. La pena era que, evidentemente, no podían tocarse.
Esperó ansiosa hasta el domingo. Esa noche ni siquiera logró dormir, y cuando él llegó estaba sentada en la cama, con los ojos enrojecidos y un intenso dolor de cabeza latiéndole en las sienes. Apenas le dio tiempo para que se apareciese del todo:
– ¿Ya sabes lo que ha pasado con Carlina?, le preguntó de inmediato, cuando todavía casi ni se distinguía su forma.
– Claro que sí.
– ¿Qué debo hacer? Si me gasto el dinero en São, no podré ahorrar para mí. Pero si no me lo gasto, estropearé sus planes. Es un terrible dilema.
Sócrates respiró hondo y le habló muy despacio, con mucha claridad, como si tuviese miedo de que no le entendiera bien:
– Tienes que pensar en ti. Ella crecerá y, mejor o peor, tendrá su propia vida. Se irá de aquí y te dejará sola. Tú necesitarás dinero para cuidar de ti misma. A lo mejor algún día tienes que ir al hospital. O a ese asilo para ancianos que hay en Vila. Y tendrás que pagar.
– ¿Quieres decir que me pondré enferma?
– No, no quiero decir eso. No sé qué va a pasarte dentro de tanto tiempo. Sólo me imagino cómo pueden ser las cosas. Sé egoísta. Piensa en ti. Pero deja que la niña termine este curso. Ya tendrás tiempo para darle las malas noticias después. Hoy estás muy guapa…
Jovita se atusó el pelo:
– ¡Si no he dormido nada…!
– ¿Te acuerdas de los primeros tiempos, cuando pasábamos las noches sin dormir? Aquel insomnio también te sentaba muy bien… Te levantabas tan preciosa como una guayaba recién madura. Así estás hoy.
– ¡Eres un zalamero…!
Jovita terminó de preparar su maltrecha cachupa. São ya había puesto la mesa. No se había quitado la banda azul, que cruzaba radiante su vestido amarillo. Se sentaron, y la niña comenzó a servir el guiso, dándole las gracias por haber hecho aquel plato tan especial para celebrar el final de su escuela primaria.
La vieja la miró. La cría sonreía llena de alegría y entusiasmo, con su linda carita redonda y sus ojos enormes. Jovita decidió no esperar más:
– No podrás matricularte en el liceo. No tengo dinero. Tu madre ya no trabaja y no puede mandarme nada.
La cuchara de São cayó en el plato. El caldo de la cachupa saltó, ensuciando la banda con decenas de manchas de grasa que en unas décimas de segundo se habían vuelto imborrables sobre el brillante tejido de nailon. La niña las miró atónita, concentrando toda su atención en aquellas diminutas gotas parduscas que acababan de desgraciar para siempre el mejor día de su vida y habían terminado de golpe con su orgullo y su ansia, igual que la riada destroza en un momento el trabajo de muchos años, anega casas y deshace recuerdos y arrancajardines, y se lleva por delante todo el esfuerzo que la gente ha puesto en construirse un hogar, la ilusión de gozar de un refugio contra la ferocidad del mundo. Rompió a llorar desesperadamente:
– ¡Mi banda…! ¡Se me ha estropeado la banda…!
El despertar del sueño
São pasó el siguiente año dentro de una esfera de cristal. Estaba allí, encogida y rígida, y la vida transcurrió por encima de ella, con sus amaneceres y sus crepúsculos, sus juegos y sus obligaciones, sus risas y sus pequeños berrinches. La vida normal de una niña de doce años que vive en una aldea remota de Cabo Verde y que ya no va a la escuela. Pero ella no conseguía atraparla. El hilo que la sujetaba a todo lo que debía ser se había roto aquella tarde de julio, cuando Jovita le hizo saber que no podría seguir estudiando, y no acababa de encontrar la manera de volver a anudarlo. Era aún demasiado pequeña para poder entenderlo, pero lo cierto es que se había quedado sin una parte importante de sí misma, la que habría de desarrollarse en el futuro, la que tendría que surgir del pequeño brote donde todavía estaba recluida, y desplegarse con toda su fortaleza, proyectando una sombra poderosa y benéfica sobre el mundo.
Cada mañana se levantaba sintiendo un vacío profundo. Añoraba desesperadamente la escuela, el largo paseo hasta llegar a Faja en medio del amanecer esplendoroso, el silencio de los otros niños durante las clases y su bullicio en los recreos, el tacto áspero de los libros, el placer de ir rellenando poco a poco su cuaderno, el olor profundo de las tizas, las gomas y los lápices. Añoraba los conocimientos en los que había aprendido a zambullirse como el sediento que busca alivio en el agua fresca. Y la presencia tibia y estimulante de doña Natercia.
A menudo iba a visitarla, caminando hasta la escuela a primera hora de la tarde, para esperar su salida al final de las clases. La maestra solía invitarla a su casa. Se sentaban juntas en el pequeño jardín, rodeadas de buganvillas y grandiosas estrelicias, mientras Homero, el perro, se agazapaba a los pies de São, esperando lleno de ansiedad que se deslizase hasta el suelo alguna gota del delicioso helado de mango, que él se apresuraba a lamer.
Natercia lamentaba mucho la situación de su antigua alumna. Comprendía mejor que ella misma la amplitud de su fracaso y las dramáticas consecuencias que tendría sobre su existencia, condenándola a desempeñar empleos subalternos y mal pagados, a tener que emigrar a países ajenos, tal vez incluso a soportar como tantas otras la presencia de hombres que la dejarían embarazada una y otra vez sin ninguna consideración, que se emborracharían y la maltratarían mientras ella se deslomaba trabajando y cuidando de los hijos, y que la abandonarían luego, cuando se cansasen del sexo demasiado familiar. Tenía miedo de que se convirtiese en una más de las muchas mujeres desprotegidas y esclavizables del mundo.
Después de que São le comunicase la noticia, se pasó un buen puñado de noches sumando y restando, tratando de cuadrar los números para hacerse ella cargo de los estudios de la niña. Pero era imposible: su sueldo de maestra era pequeño. Y hacía años además que se veía obligada a enviar la mitad a sus padres. Su madre había tenido un ataque cerebral, y desde entonces estaba impedida. Con ella en esas condiciones y el padre desanimado y dedicado a cuidarla muchas horas al día, la pensión se había ido viniendo abajo poco a poco, hasta que se vieron obligados a cerrarla. Ahora necesitaban mucho dinero para pagar los médicos y las medicinas de la madre, y, aunque poseían sus propios ahorros, les era también imprescindible la ayuda de su hija. Con lo que le quedaba, Natercia se las arreglaba para pagar el alquiler de su casita y llevar una vida muy austera, sin poder realizar los muchos viajes a Europa con los que siempre había soñado, sin disfrutar apenas de ninguna de las comodidades y pequeños lujos que había conocido en su niñez y su juventud. Tan sólo se permitía dos caprichos: comer carne una vez a la semana y, de vez en cuando, comprarse algún libro, que encargaba por correo a la librería de Vila y que recibía siempre con el corazón agitado como ante la llegada de un amigo querido. Hubiera estado dispuesta a renunciar a esos dos gastos pero, por muchas cuentas que hiciera, aquello no bastaba para pagar matrículas, materiales y alojamiento.