Fue el padre Virgilio quien finalmente le facilitó un empleo a São. Un día se presentó en casa de Jovita con una carta que había recibido desde Praia. Era de Joana, una mujer de la aldea que se había ido años atrás a la capital del país. Joana reclamaba alguna muchacha que pudiese ayudarla en la casa donde trabajaba como interna. Se trataba de limpiar y cocinar, por supuesto, pero sobre todo de cuidar de cuatro niños pequeños, cuyos | padres viajaban mucho. La señora quería una chica cariñosa, ordenada y lista, alguien que además hubiese ido a la escuela y pudiera leerles cuentos a los críos y ayudarlos con las primeras letras. Al cura le pareció que São cumplía los requisitos. Hubo un breve intercambio de cartas y, quince días después, São se ponía en camino hacia Tarrafal para coger allí el barco que la llevaría hasta la isla de Santiago.
Los seiscientos escudos del pasaje se los prestó Jovita, con la condición de que se los devolviese en cuanto cobrara su primer sueldo. La vieja se sentía triste, aunque no estaba dispuesta a demostrarlo. El último día le preparó a la niña unas empanadillas, junto con un buen puñado de fruta, para que pudiese comer durante su viaje. También le regaló trescientos escudos, por si necesitaba algo. Ésos no tenía que devolvérselos, le dijo. Mientras se los entregaba a la puerta de la casa, casi avergonzada de su generosidad, notó una punzada en el corazón y a punto estuvo de que los ojos se le llenaran de lágrimas: aquellas monedas eran probablemente lo último que le daba a esa criatura a la que había cuidado desde pequeña, la última vez que extendía hacia ella la mano para otorgarle algo que hiciese que su vida fuera un poco mejor, comida, un trapo para jugar, una pastilla de jabón… Y ahora el dinero, un regalo de persona adulta, aquello que se le da a quien ya tiene su propia vida y debe responsabilizarse de lo que posee. El último gesto generoso. Jovita tragó saliva para no echarse a llorar. São se abrazó fuertemente a ella, y le dio un beso rotundo y largo en la mejilla. Sólo pudo musitar:
– Gracias. Gracias por todo.
Y se dio la vuelta, fingiendo que le buscaba acomodo al pequeño hatillo en el que había metido todo lo que tenía, tres vestidos, una chaqueta, algo de ropa interior y un par de zapatos. Luego, mordiéndose los labios y sintiendo cómo la cara se le mojaba con las lágrimas, se alejó hacia Faja, donde se despediría de doña Natercia y cogería la furgoneta que cada mañana bajaba hasta el puerto de Tarrafal. Acababa de amanecer. Había algunas pequeñas nubes blancas, y a través de ellas la luz se volvía rosada y parecía envolver las cosas en un velo, como si el mundo se meciera durante un rato en una suavidad engañosa, que terminaría en cuanto el sol se abalanzase inclemente sobre la tierra, aguzando las puntiagudas aristas de cada roca, haciendo arder el polvo que se pegaría a los pies como ascuas punzantes, silenciando a los pájaros que permanecerían ocultos entre las ramas de los frutales de las huertas, empujando a los duros lagartos a buscar enfebrecidos el menor atisbo de sombra, obligando a cada criatura a mantener una feroz lucha por la supervivencia.
São caminó a toda prisa. Jovita apartó de un manotazo violento las moscas que se arremolinaban a su alrededor como si percibiesen su repentina indefensión. Soltó una maldición -¡Malditos bichos del demonio, id a pudriros en el infierno!-, echó un vistazo a su mecedora y luego, sintiéndose incapaz de respetar su propia costumbre, entró en la casa y se tumbó en el catre. Y se quedó allí muchas horas, con los ojos penosamente secos, viendo cómo poco a poco el calor iba entrando a través de la ventana abierta e inundaba cada grieta de la pared, cada resquicio de los muebles, cada poro de su piel sudorosa y de pronto maloliente. Un calor que aquel día, quizá por primera vez en su vida, le pareció insoportable.
Durante los siguientes tres años, São cuidó de la familia Monteiro. Los Monteiro vivían en una casa grande en el mejor barrio de la ciudad. Había un jardín lleno de arbustos y ñores, en el que permanecía mucho tiempo jugando con los niños, pues su tarea fundamental era la de ocuparse de ellos. También los llevaba a menudo a la playa, aunque esa parte del trabajo no le gustaba: tenía que vigilar todo el tiempo para que los críos, que eran de piel muy clara, no se quemasen, y también para que no entrasen en el mar, cuyas olas feroces podían englutirlos en un minuto. Y no era fácil mantener bajo control a cuatro niños tan pequeños. A veces São llegaba a pasar verdadero miedo, y sentía cómo el corazón se le ponía en la garganta cuando alguno de ellos se le escapaba y aparecía de repente en la orilla, rebozado en arena y gritando porque una ola lo había tirado al suelo. Un día se le perdió Zezé, la niñita de tres años. Ella estaba haciendo un gran castillo con Sebastião y Jorge, mientras Zezé y Loreto dormían. De pronto alzó la vista, y se dio cuenta de que la cría no estaba allí, arrebujada entre las toallas bajo la sombrilla, donde la había visto unos minutos antes. Miró hacia todas partes, a la orilla del agua y a lo largo de la playa, pero no la vio por ningún lado. Sintió cómo el pánico la invadía, y comenzó a dar voces llamándola y agitando los brazos en el aire como si hubiera enloquecido repentinamente. Enseguida se arremolinaron otras mujeres a su alrededor, y también algunos muchachos que jugaban al fútbol y acudieron al ver el revuelo. Nadie la había visto. Los niños empezaron a llorar. Una mujer mayor, criada de una casa vecina de la de los Monteiro, organizó rápidamente la busca. Los grupos se repartieron por la zona. São recorrió la orilla de la playa en todas las direcciones, mirando desesperadamente el mar, aterrada ante la idea de que pudiese llegar a divisar un pequeño bulto flotando en el agua. Sentía las piernas rígidas, como si fuesen de piedra, y tenía que luchar contra su inflexibilidad para seguir caminando, metiéndose entre las olas hasta la cintura y observando una y otra vez las crestas blancas, los pequeños remansos tranquilos que formaban por un instante al retirarse. Al fin, alguien fue a buscarla y la arrastró hasta la arena. La niña había aparecido. La habían encontrado junto al faro, sentada sobre las rocas, al borde del acantilado, sollozando.
São regresó a casa agotada, con unas enormes ganas de meterse en la cama y dormir muchas horas seguidas y lograr olvidarse durante el sueño de todo lo que había ocurrido. Pero antes tenía que explicárselo a la señora, y la señora la echaría de la casa, estaba segura. Sin embargo, no fue así. La regañó mucho, por supuesto. Le repitió una y otra vez que podría haber sucedido una desgracia terrible por su culpa, le dijo a voces que ella no le pagaba para que se dedicase a pasárselo bien y charlar con las amigas olvidándose de cuidar a sus hijos, la llamó estúpida e irresponsable, pero no la echó. A fin de cuentas, no era fácil encontrar una chica tan cariñosa y preparada como ella, aunque aquel día no se hubiera portado bien.
En conjunto, São no podía decir que fuera desgraciada. Les había cogido mucho cariño a los niños, que le parecían un pequeño tesoro del que le gustaba cuidar. Eran simpáticos y mimosos, y la querían con esa absoluta devoción con la que las criaturas suelen mostrar su agradecimiento a quien se ocupa de ellos, un amor absoluto y ruidoso como un permanente día de fiesta, sin disimulos ni sombras. São era para ellos la comida, los juegos, los cuentos, la confortable cama tibia por las noches, la mano fresca que los aliviaba en las desagradables horas de la fiebre. Era la primera sonrisa por las mañanas, y la alegría y la inquebrantable paciencia a lo largo de las jornadas que, con ella, nunca resultaban aburridas ni tristes. Ella se iría un día de allí, tendría que separarse de ellos, romper aquel precioso lazo de afecto que había surgido entre pañales y baños y papillas y filetes bien cortaditos. Pero esos niños recordarían siempre, en medio de la neblina en la que el tiempo envuelve la memoria, su voz grave y el olor a jabón, mermelada de mango y tortas de maíz que impregnaba sus manos y su delantal. Y cuando alguna vez escucharan una canción de São Nicolau, alguna de aquellas melodías largas y dulces, se despertaría en ellos una inexplicable nostalgia, la añoranza de las tardes soleadas en el jardín de Praia, sentados a los pies del flamboyán enrojecido con sus decenas de flores centelleantes, y la sombra borrosa, ya sin rostro, de una muchacha de la que emanaba una maravillosa aura de tranquilidad y protección, y que cantaba para ellos, sólo para ellos, esas mismas canciones antiguas.