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Cuando estaba a punto de morirse, se lo dije. No fue por venganza: ni siquiera le odiaba. El miedo que me daba de pequeña había pasado a expandirse con los años a la vida entera, y por él acabé sintiendo tan sólo indiferencia. No sé qué me ocurrió. No lo había planeado, pero sucedió, como si todos aquellos a los que él había causado dolor me hubieran designado silenciosamente a mí para hacérselo saber en el momento final. Estaba acompañándole en la habitación del hospital. Era mi turno. Él dormía. De pronto se despertó y me miró, y hubo una infinita expresión de desprecio en aquella mirada, igual que si yo fuese una hormiga a la que él podía arrancar las patas, cortar la cabeza, pisotear impune y orgullosamente. Incluso entonces, pensé, cuando estaba a punto de morirse, tenía que mirarme así. Bajé los ojos para evitar los suyos y vi las blancas manos diminutas que siempre me repugnaron recortándose encima del embozo de la sábana, como dos manchas de baba. No se las cogí, no le besé la frente, no acaricié su mejilla ni le susurré al oído, como hacen los hijos amantes con sus padres moribundos. Pero tampoco grité, ni escupí, ni maldije su nombre. Simplemente, algo explotó dentro de mi cabeza, algo frío y duro, igual que un pedazo de hielo que se hiciera trizas, y le hablé como si hablara de la película que había visto el día anterior:

– Nunca nos has querido -le dije-, ni a mamá ni a nosotros. Nos has hecho infelices a todos. No te debemos nada. No creas que vamos a llorar por ti.

Me he arrepentido miles de veces, durante todo el resto de mi vida, de aquellas palabras. He lamentado siempre haberme dejado vencer por aquel arrebato de crueldad, haber empujado a mi padre hasta las puertas de la muerte completamente solo, con esa terrible idea latiéndole en la cabeza, mientras se apagaban los latidos de su corazón: había pasado por la vida como una sombra absurda, y nadie le echaría de menos. Pero entonces lo único que sentí, por unos instantes, fue un alivio inmenso.

No sé qué sintió él. Las pupilas se le dilataron, y me pareció percibir un ligero estremecimiento en su cuerpo. Unas décimas de segundo de temblor. Nada más. Enseguida se recuperó, y me habló con la misma tranquilidad con la que yo le había hablado a éclass="underline"

– La vida es dura. Esto es lo que hay. No creas que lamento que no vayáis a llorar. Nunca lo hubiera pretendido.

Me fui de la habitación y le dejé solo. Y sí que lloré. Lloré muchísimo, hasta el amanecer. Lloré por lo que le había dicho pero, sobre todo, lloré porque a él no le hubiera importado. Lloré por la soledad y el miedo al que me había condenado, por la muerte enganchado a una jeringuilla de mi hermano Ernesto, por los problemas con el alcohol de Antonio, por las rupturas sentimentales de Miguel. Y por la tristeza incurable de mi madre.

Ella no siempre fue triste. Eso al menos contaba mi abuela. Había sido, decía, una niña cantarina como ella misma, y alegre, que trepaba a los árboles igual que un mono, correteaba por los prados y llamaba a voces a las vacas por sus nombres mientras daba enormes zancadas monte arriba. Hubiera sido feliz junto a cualquier hombre de la zona, afirmaba, trabajadora y cariñosa como una mujer y resistente como un muchacho. Pero un verano, cuando tenía dieciséis años, apareció él, mi padre, cerca ya de los treinta, con su buena ropa y sus fajos de billetes ganados en los negocios en México, adonde se había ido de crío con la familia. Había vuelto para montar una ferretería en la ciudad y para fundar una familia. Y decidió fundarla con mi madre.

La razón por la que aquel hombre tan serio -un amargado, decía mi abuela- eligió a la chica más alegre del lugar fue un misterio para todos. Quizá no soportase su alegría y quisiera acabar con ella, asesinarla como se asesina un pájaro que molesta con sus cantos en el jardín. Hay seres tan envenenados que detestan a quienes irradian fortaleza y contento y, en lugar de limitarse a alejarse de ellos, les tienden las redes y los cazan y los sepultan bajo toneladas de tierra por darse la perversa satisfacción de ver cómo muere lentamente todo aquello que odian. Quizá fuera eso.

Pero más misterio aún fue que mi madre lo aceptara. ¿Por qué lo hizo? No lo sé. No creo que se casara por amor. Una chica de dieciséis años a la que le gusta bailar en las verbenas, bañarse en el río y lanzarse en bicicleta cuesta abajo como una loca, no se enamora de un tipo como mi padre, que andaba por la aldea vestido de traje y corbata, gruñendo a la gente en lugar de saludarla y mirándolos a todos desde la dureza como de granito de sus ojos. Ni siquiera hubo lo que mi abuela llamaba un cortejo. Ni flores, ni risas, ni supuestos paseos casuales hasta la casa y charlas de horas bajo el corredor, viendo caer el sol al otro lado de los montes o deslizarse la lluvia como un manto sobre la huerta. Dos o tres conversaciones junto a la iglesia, un par de romerías y, de repente, él se presentó para pedir la mano de mi madre. Mis abuelos trataron de convencerla de que no aceptase. No les gustaba el ricachón americano, a pesar de sus fajos de billetes. Pero ella ya se había decidido, y no hubo manera de que cambiara de opinión.

¿Fue por el dinero? Nunca me ha parecido que le importe mucho. No la han atraído los lujos ni las comodidades. Ha vivido siempre en una casa grande y buena, sí, la que mi padre había comprado en lo que entonces aún eran las afueras de la ciudad al volver de México, pero renunció a cualquier ayuda para cuidar de ella y de nosotros. Nunca tuvo criadas, ni asistentas, ni joyas, ni abrigos de pieles. Incluso después de heredar ha seguido viviendo como siempre, sola ya en la casa, sin permitirse ningún gasto más allá de los imprescindibles. Pero es posible que no le interese el dinero porque un día lo deseó y eso la hizo desgraciada. Quizá sea verdad que fue eso lo que quiso. Puede que mi padre le hablara al oído de una vida bonita y agradable. Tal vez le dijera que no tendría que ordeñar nunca más las vacas, ni dar de comer a las gallinas, ni escardar la huerta, ni recoger las manzanas, ni preparar las morcillas después de la matanza. Quizás ella tenía alguna ambición oculta, y quería ponerse vestidos elegantes y zapatos de tacón, pintarse los labios e ir todas las semanas a la peluquería. Acaso deseara viajar, recorrer el mundo, ver todo lo que había más allá de las montañas verdes que circundan su aldea, los mares inmensos, las ciudades deslumbrantes, las estepas con sus planicies infinitas y sus resecas tierras anaranjadas… ¿Quién sabe qué tonterías se le pueden pasar por la cabeza a una cría de dieciséis años?

Supongo que nunca me lo dirá. Jamás he hablado con ella de mi padre. Él se murió y ella se vistió de negro -sin llorar, como yo había predicho- y asistió a las misas imprescindibles. Limpió los armarios, resolvió el papeleo, puso en venta la ferretería, pero nunca volvió a mencionarlo. Es como si no hubiera existido, o como si todo aquello fuera un secreto que no deseara compartir con nadie: qué ilusiones sintió, qué creyó que podía darle aquel hombre, cuándo se fueron apagando las luces de colores que aquel verano debieron de encenderse de alguna manera en su cabeza. Y cómo aprendió a resignarse al fracaso, el que fuese, y a vivir dentro de aquella burbuja de pena, ella que había sido una niña alegre y cantarina.

Nunca he sabido si es más duro no poseer jamás la gloria o haberla conocido por un momento y perderla después. Cuando Pablo me abandonó y el mundo se derrumbó a mis pies, maldije la fiesta en la que Elena nos presentó, la noche deslumbrante en que nos besamos por primera vez, el día en que decidimos casarnos. Hubiera dado lo que fuese por no haber vivido todo aquello para no tener que echarlo de menos. Mi pasado habría sido silencioso y limpio, aséptico como una tranquila sala de hospital. Sin ilusión ni emociones. Entonces no habría desgarro, y aquel gran pájaro negro que me perseguía no se hubiera abalanzado contra mí, haciéndome sentir que corría aterrada a través de los páramos. Habría llevado una vida solitaria y aburrida, pero no hubiera conocido ese dolor. Durante mucho tiempo me aferré a la idea de que los años que había pasado junto a él habían sido años perdidos. Que toda mi vida a su lado, todo mi amor por él eran un enorme fracaso, un edificio fallido del que sólo quedaban algunas ruinas apestosas, llenas de orines y excrementos y hierbajos. Algo que nunca hubiera debido nacer.