La relación con Joana era más bien distante. Aunque habían nacido en la misma aldea, hacía ya más de quince años que aquella mujerona grande y recia había dejado Queimada y trabajaba en Praia. Tal vez la soledad la hubiese vuelto dura. Tal vez había tenido que defenderse contra los sentimientos de tristeza que podrían haberla asolado como una peste al verse obligada a abandonar a su familia para irse a trabajar de sol a sol en hogares extraños, cuidando de gente a la que no la unía ningún afecto sino tan sólo la necesidad, sabiendo que cada uno de sus gestos era vigilado, durmiendo en cuartuchos feos y oscuros, siempre en el rincón de la casa más desaliñado, y comiendo las sobras que quedaban de la mesa de los señores. O quizá fuera simplemente su carácter. El caso es que trataba a São con desapego, incluso con cierto despotismo, como si la niña fuera su propia criada. La obligaba a hacerle la cama y arreglar la habitación que ambas compartían, y también a servirle la mesa. Y jamás la invitó a acompañarla ningún domingo, cuando, aprovechando el único día libre de la semana, iba a la playa por las mañanas y luego, a última hora de la tarde, al baile que se celebraba en la plaza.
Al principio, durante ese tiempo de descanso, São se quedaba en la casa, echada en la cama, leyendo alguno de los periódicos que los señores habían ido comprando los días anteriores. Tan sólo salía para ir a misa muy temprano y dar después un corto paseo por las calles que olían a café y a tortas de maíz. Pero pronto, en cuanto conoció a otras criadas del barrio, comenzó a aprovechar el día para divertirse un poco. Aquellas chicas, todas sin familia, suplían las ausencias llenando los domingos de actividades en grupo: la playa, la comida en alguna de las explanadas de la ciudad, donde hacían fuego y se sentaban en el suelo, alrededor de las ollas, contando historias sin fin de sus vidas y riéndose hasta las lágrimas por cualquier tontería. Luego se arreglaban las unas a las otras, se pintaban los labios y se rizaban las pestañas para acudir excitadas al baile, en el que solían bailar juntas, rechazando las propuestas de los muchachos por miedo a que alguno se les arrimase demasiado y tal vez, si por casualidad una de las señoras pasaba por allí, la atrevida perdiese su empleo. Claro que eso sólo duraba hasta que caía la oscuridad. Entonces, cuando la noche era cerrada y se convertía en un ámbito protector, los cuerpos comenzaban a enlazarse y enseguida, en las esquinas, se enredaban también las lenguas y las manos se deslizaban, ansiosas y calientes, por debajo de las ropas. Era entonces cuando São, demasiado joven aún para dejarse llevar por el deseo de tocar a un hombre, regresaba a casa, algo aturdida y preocupada, preguntándose si algún día ella también sentiría ganas de abrazar y besar y restregarse de aquella manera que, por el momento, le parecía repugnante.
En cuanto a los señores, no se llevaba con ellos ni bien ni mal. Ella, doña Ana, era una mujer más bien seca. Nunca se mostraba cariñosa, ni siquiera con los niños que, cuando sufrían algún accidente, cuando pasaban por uno de esos momentos de pena y desconcierto que suelen asolarlos, preferían refugiarse entre los brazos de São en lugar de correr a los de su madre, que casi siempre solían estirarse para apartarlos: o bien acababa de maquillarse, o se estaba arreglando el pelo, o su esmalte de uñas aún no se había secado. Era una mulata educada en Londres, más europea que africana, que detestaba el contacto físico y la expresión demasiado evidente de los sentimientos. Solía mantener a todo el mundo a distancia, convencida tal vez de que la cercanía suponía una amenaza para su integridad. Así era como trataba a São, siempre desde su superioridad de mujer acomodada, como si los estudios que había podido hacer, el dinero que poseía y todos los privilegios de su situación le hubieran sido debidos por méritos propios, por su belleza y sus muchos cuidados y su astucia, y no fueran el simple resultado de las circunstancias, la afortunada consecuencia de ser hija de un empresario inglés con antiguos negocios de café en la isla que se había casado con una mujer de allí, preciosa y soberbia como una luna llena. Plantada en las alturas de su condición, bien educada y despreocupada de casi todo lo que no fuera su propio aspecto, permitía que sus criadas trabajasen con cierta comodidad, sin perseguirlas con demasiadas exigencias. No solía gritarles ni reñirlas, pero tampoco les preguntaba nunca por sus cosas, sus familias, sus deseos o sus necesidades. Daba por supuesto que aquellas mujeres no valían más que para servir a otros y, en realidad, ni siquiera se había parado a pensar que fuesen algo más que objetos animados a su entera disposición, robots de carne y hueso que la vida, simplemente, les proporcionaba a los seres como ella para que su transcurrir por la existencia resultase más cómodo. Igual que les daba las joyas para embellecerse o los perfumes para seducir. Un aditamento más.
Tampoco el señor se metía mucho en sus asuntos. Don Jorge era un portugués simpático y afable, que las trataba con cierta bonhomía. Por las mañanas, cuando bajaba solo a desayunar, solía preguntarles por sus novios y gastarles bromas. São se sonrojaba ante aquellas palabras que le resultaban demasiado atrevidas, como si en la imaginación del hombre se despertasen las imágenes que ella rechazaba, manoseos y jadeos y sudores en medio de la oscuridad. A veces le parecía incluso que la miraba muy fijamente, dejando que sus ojos se detuvieran en los pechos y en las anchas caderas. Ella solía darse la vuelta y ponerse de inmediato a hacer cualquier cosa en la cocina para alejarse de aquella mirada. Pero luego, cuando él ya se había ido, pensaba que sin duda eran sólo suposiciones suyas: ¿por qué razón habría de mirarla de esa manera un hombre tan mayor que, además, estaba casado con una mujer guapísima y elegante, como ella nunca llegaría a ser?
Era una vida decente. Ni siquiera echaba de menos a nadie. Un poco tal vez a doña Natercia, pero ambas se escribían largas cartas que suplían los ratos pasados juntas en Faja. Lo único malo de aquella situación era que, por supuesto, no había podido volver a estudiar. Salvo los domingos, estaba ocupada todo el día, desde muy temprano por la mañana. Era imposible asistir a clase y ni siquiera abrir un libro. Por las noches, cuando Joana y ella terminaban de recoger los restos de la cena, fregar los cacharros y dejarlo todo preparado para el desayuno del día siguiente, caía rendida en la cama y entraba en el sueño a toda velocidad, con el mismo placer y la misma rapidez con la que hubiera caminado hacia el agua después de un día de temperaturas infernales.
Cuando salió de la aldea, todavía pensaba que aquel empleo en la capital significaría para ella la posibilidad de continuar sus estudios de secundaria. Atravesó São Nicolau, y luego la enorme extensión de mar que la separaba de la isla de Santiago, con aquella idea latiéndole en la cabeza, como una lucecita que iluminara alegre el breve camino hacia el futuro. Se imaginaba a sí misma dirigiéndose por las tardes al liceo, a las clases nocturnas, cruzando las calles con el paso veloz y los libros bien sujetos debajo del brazo, aquellos benditos libros en los que cabían todos los conocimientos del mundo y que contenían además su propia vida, lo que ella llegaría a ser.