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Pero apenas llegó a Praia y tuvo la primera conversación con la señora y con Joana, se dio cuenta de que era imposible: trabajar allí significaba estar ocupada el día entero. Era mucho lo que había que hacer, muchas las horas dedicadas a las faenas de la casa. Aquel lugar no tenía nada que ver con los pobres galpones de la aldea. Estaba lleno de muebles hermosos, más caros cada uno de ellos que una sola de las chozas de Queimada, rebosante de adornos delicados, de grifos, bañeras, lavabos y pilas, de platos y vasos hechos en lejanas fábricas de Europa, de cubiertos de plata, de sábanas de hilo, de ropas exquisitas traídas de París o Nueva York, y zapatos de pieles de Italia que se ajustaban al pie como si fueran de tela. Y era preciso limpiar con sumo cuidado cada una de aquellas superficies, frotar, fregar, cepillar, pasar paños, untar con líquidos especiales, encerar, lavar y planchar suavemente las telas, ocuparse de que cada cosa estuviera en su sitio en el momento adecuado, con el brillo y la textura precisos. Había que ir al mercado cada día, seleccionar los mejores productos y prepararlos luego con lentitud, preocupándose de que todo fuera adecuado, el tipo de olla, la fuerza del fuego, la cantidad de sal, el tiempo destinado a la cocción. Y sobre todo había que ocuparse de los niños todas las horas del día, dándole a cada uno de ellos lo que necesitaba, comida o sueño, juegos o baños, regañinas o mimos.

Fue como un mazazo, un golpe tremendo que alguien le hubiera dado inesperadamente en la cabeza, dejándola aturdida y llena de dolor. Pero ni siquiera se atrevió a decirle a doña Ana que quería estudiar. Se hubiera reído de ella, y tal vez le hubiese negado el empleo, temiendo que fuera una chica displicente y vaga. En un solo instante, comprendió que las ideas que se había estado haciendo durante un año, animada por las palabras de doña Natercia, habían sido un espejismo. Y se dio cuenta de que jamás, nunca, podría estudiar. Era pobre, y en el libro de la vida de los pobres estaba escrito que no tienen acceso a la sabiduría, que deben trabajar desde pequeños para obtener un poquito de aquello que a los ricos les es concedido a raudales, la simple comida, un vestido para cubrir el cuerpo, cuatro paredes y un techo entre los cuales protegerse de los aguaceros o del sol inclemente del mediodía. Cuatro paredes y un techo, con suerte, capaces de albergar los sueños que eran sólo eso, sueños, imágenes absurdas que tan sólo deberían aparecer mientras una está dormida y su razón se descompone. Los malditos sueños que nos hacen creer que el mundo puede ser un lugar luminoso, el ámbito tibio donde transcurre una existencia plácida y justa en la que recibes tanto como das, en la que todo esfuerzo tiene su recompensa y cada lucha en pos de un anhelo concluye en un resplandeciente final victorioso. El suyo, su propio sueño, acababa de desmoronarse en un momento, como si un rayo hubiese caído sobre él desde el cielo, convirtiéndolo en pequeños pedazos que ya no significaban nada, en polvo que volaría enseguida por el aire, fragilísimo e informe, e iría a depositarse absurdamente en cualquier lugar, una miserable mota microscópica que no tenía ningún valor y que a nadie le importaba.

Aquella noche se la pasó sin dormir. Sentía que se le había apagado por dentro la luz, dejándola sola en medio de la oscuridad. ¿Hacia qué parte extender los brazos? ¿De dónde podía extraer la seguridad para seguir avanzando si la rodeaba una inesperada fealdad? Le parecía como si todas las cosas hermosas hubieran desaparecido de la faz de la tierra, las voces de los niños, el sol naciendo sobre el mar, el vuelo de los pájaros en lo alto del cielo, una florecilla minúscula que nace de pronto entre las piedras, el sonido de una morna que alguien canta en medio de la noche, la alegría de estrenar un vestido nuevo. Tenía que seguir caminando en medio de aquel nuevo mundo hostil, y no sabía cómo hacerlo. Ser criada en una casa o cocinera en una taberna, emigrar a cualquier sitio con una pequeña maleta para acabar malviviendo en medio del frío y la riqueza de los otros. Eso era todo lo que le quedaba por hacer. Debía aceptarlo. Resignarse. Ahogar aquella parte de sí misma que un día anheló ser otra cosa, salvar vidas, curar heridas terribles, traer criaturas al mundo.

Joana roncaba en su cama. São se tapó la cabeza con las sábanas, como si se metiese dentro de un nido. No tenía ganas de llorar, no era eso. Se sentía ciega, y sabía que tenía que apañárselas para vivir así. No quería volver a estancarse en un lodazal como durante los últimos meses en la aldea. A pesar de todo, había algo dentro de ella, una feroz energía profunda, que luchaba por lanzarla de nuevo hacia la vida. Aceptarlo. Resignarse. Tenía que seguir adelante como si aquel afán nunca hubiera existido, como si hubiera sido otra São -mucho más pequeña e ingenua, no la São vieja en la que se estaba convirtiendo en aquellas primeras horas de su vida a solas- la que hubiera soñado el sueño ridículo del liceo y la universidad.

De alguna manera, a lo largo de aquella noche, se las arregló para agarrar a esa criatura desprevenida e inocente y prepararle una tumba, una fosa cavada en la tierra rojiza, cerca de la ermita desde donde se veía el mar por el que un día había creído que navegaría hacia su futuro. La colocó bien al fondo. Para que su reposo fuera leve, esparció por encima anaranjados pétalos de flamboyán. Y la dejó descansar allí, dormida para siempre y en paz. Por la mañana se levantó sintiendo que era una persona diferente, una mujer joven que caminaría lo más ligera posible por su nueva vida de criada, llevando en algún recoveco de su cerebro el recuerdo apagado de una niña soñadora y muerta.

Incluso aunque hubiese dispuesto de tiempo suficiente, São no habría podido pagarse la matrícula y los libros, tal y como había previsto doña Natercia. Su sueldo era bajo, sólo 3.000 escudos a la semana, y enseguida llegaron además las peticiones de ayuda. Carlina, en cuanto se enteró de que su hija estaba trabajando, escribió desde Turín. Había tenido dos niños -cuyas fotos, los dos regordetes y preciosos, le enviaba- y, aunque trabajaba por horas limpiando algunas casas, pagaba mucho en la guardería para que le cuidasen a los críos mientras ella iba a fregar váteres ajenos. El marido seguía empleado en una fábrica, pero el sueldo no era muy alto y los gastos resultaban en cambio enormes: la vida en las ciudades europeas era carísima, muchísimo más cara que en Cabo Verde, São no podía ni imaginárselo. Carlina lloraba cada día acordándose de su hija mayor, eso le decía. Le hubiera gustado tenerla con ella, pero las cosas eran complicadas. En Italia, a su edad, los niños todavía tenían que estudiar, y los pobres como ellos no podían permitirse esos lujos. São se mordió con tal fuerza el labio inferior mientras leía aquellas palabras de nostalgia probablemente mentirosas, que llegó a hacerse un poco de sangre. Trató de recordar a su madre. Buscó muy dentro de su cabeza su imagen, los rasgos de su cara, el sonido de su voz, tal vez un gesto particular de sus brazos o el revuelo de una falda en el aire algún domingo, camino de misa. Pero no encontró nada. Ni el rastro de una mirada o la lejana sensación de una caricia. El recuerdo de su madre era un vacío, un enorme agujero que se sentía incapaz de llenar. Ni siquiera sabía si la quería o no. Era su madre, y sentía por ella respeto y preocupación. Deseaba que su vida fuese cómoda y afortunada. Pero querer era otra cosa. Querer era acordarse de alguien que no está y sentir una congoja enorme que no te deja respirar. Y a ella eso no le ocurría. No la echaba de menos porque nunca la había tenido. En realidad, le guardaba cierto rencor sin poder evitarlo, le reprochaba que se hubiera ido tan lejos dejándola con Jovita, como si ella no hubiera sido importante. Estaba segura de que lo había hecho por necesidad, pero aun así percibía una punzada de amargura cuando pensaba en ello, un ramalazo de tristeza que, durante unos instantes, ennegrecía el mundo. Y entonces se decía a sí misma que, si un día tenía hijos, jamás los abandonaría, aunque se viera obligada a mendigar con ellos de la mano.