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– ¡Vaya! Mira la puritana… ¿Acaso no has estado paseándote por delante de mí durante años casi desnuda, con esos vestidos que te marcan todo el cuerpo…? ¿Y ahora te haces la estrecha? ¿Qué pretendías…? ¿No era esto lo que querías que pasara…?

São se sintió indignada. Siempre había sido una persona pudorosa. No le gustaba exhibir su cuerpo, aunque no podía evitar que, a medida que había ido creciendo, se marcara rotundo y duro por debajo de su ropa. Pero nunca se había contoneado delante de él, presumiendo de la belleza de sus caderas. Ni siquiera le había echado ni una sola mirada a aquel hombre, ante el cual solía bajar los ojos por timidez. No sabía lo que significaba provocar el deseo. Sólo tenía trece años cuando llegó a aquella casa y ahora, a los diecisiete, todavía el sexo seguía siendo un anhelo que desconocía y que sólo alcanzaba a intuir por lo que le contaban sus amigas. En las últimas semanas se había encontrado varias veces en el baile con un muchacho que le gustaba, pero lo único que llegaba a imaginar algunas noches, cuando se metía rendida en la cama, antes de cerrar los ojos, era que él la cogía de la mano. La sensación de su propia mano palpitando dentro de la del chico y la emoción que aquella imagen provocaba en ella era lo más parecido al deseo sexual que conocía. En ese terreno, São era todavía una niña. Pero alcanzaba a comprender muy bien que la mirada retorcida de don Jorge no la veía de esa manera:

– ¡Yo nunca he hecho nada malo! -le gritó al hombre-. Si a usted se lo ha parecido, es culpa suya.

La actitud de São no dejaba lugar a dudas. Él pareció entender que se había equivocado. Se dio la vuelta y se recolocó la ropa, desordenada después de la refriega. Luego la miró de nuevo, largamente, como si estuviera tomando una decisión. Esta vez, ella no bajó los ojos. Sabía que había vencido a aquel ser que no le infundía ningún respeto. Ningún temor. Sólo desprecio, y todavía el asco revolviéndole las tripas.

– Está bien -dijo él, y utilizó su tono más paternal, el de los saludos de las mañanas-. Ha habido un malentendido. Creo que he bebido más de la cuenta. Nos olvidaremos los dos de lo que ha pasado, ¿de acuerdo? Te aseguro que no volverá a ocurrir. Y no le digas nada a la señora. De cualquier manera, no te creería.

Se fue. Se largó de la cocina sin pedir ni siquiera disculpas, fingiendo que aún era el dueño de la situación, el dueño y señor de la casa.

São terminó de fregar los cacharros y de recoger. Luego subió a su cuarto y preparó a toda prisa una bolsa con sus cosas. No quería quedarse ni un minuto más allí y exponerse a que aquello volviera a repetirse. Ni siquiera soportaba la idea de ver de nuevo al hombre y tener que recordar lo sucedido. Joana se agitó un poco en su cama, pero no llegó a despertarse. La muchacha bajó las escaleras de puntillas, para no alertar a don Jorge sobre su partida. Al pasar por delante de las habitaciones de los niños, sintió el deseo de entrar y besarlos, de darles las gracias por todas las cosas buenas que le habían dado en aquellos años y explicarles que, aunque se iba, seguía queriéndolos. Pero comprendió que si entraba, nunca llegaría a marcharse. Los vería dormidos, con sus preciosas cabezas reposando sobre la almohada, viviendo sus buenos sueños, esperando tranquilamente que llegara el día y ella acudiera a despertarlos, y no se sentiría capaz de abandonarlos. Así que siguió por el pasillo adelante, mordiéndose el labio y conteniendo las lágrimas, sintiendo cómo dejaba atrás un valioso pedazo de sí misma, como si estuviera mudando de piel. Era doloroso.

Pasó la noche tumbada en la playa, con la bolsa como almohada, llorando, sintiendo que la añoranza de los críos la asfixiaba, y pensando qué debía hacer. Tenía dos posibilidades: conseguir un nuevo trabajo o regresar a Queimada, cabizbaja y fracasada, y sobrevivir allí como pudiera, con la ayuda de Jovita. Al amanecer, se dirigió al barrio de Plato y buscó una pensión. Por suerte, aún no había enviado ni a su madre ni a la vieja el dinero de la semana anterior, así que, mientras tomaba una decisión, podía pagarse un sitio para dormir. Necesitaba dormir. Encontró un hotel barato, y se instaló en un cuartucho recalentado y sombrío en el que, al menos, se sentía protegida. Se acurrucó en la cama. Estaba agotada. Se había enfrentado por primera vez al abuso, al ansia de dominio de otro ser sobre ella y, aunque había vencido, aquella experiencia había empezado a dejar una huella dolorosa en su mente. Hasta ese momento había sido muy confiada. Había crecido creyendo que la inmensa mayoría de la gente era bienintencionada, y que a los malvados se les distinguía por su aspecto físico, como si llevasen en la mirada y en la voz un estigma, algo intangible pero real que los diferenciaba de las personas comunes, de tal manera que, si una estaba atenta, lograría identificarlos antes de que tuvieran el poder de hacerte daño. Ahora se había dado cuenta de que no era cierto. Incluso alguien tan amable y simpático como don Jorge podía esconder dentro una bestia que surgiría en el momento más inesperado, como la repentina erupción de un volcán. No sabía si era bueno seguir confiando en todo el mundo. Pero no quería que aquella experiencia hiciera nacer en ella el miedo. No deseaba convertirse en un ser atemorizado que anduviera por el mundo de puntillas. ¿Era posible seguir siendo inocente y a la vez cuidadosa?

Se quedó dormida dando vueltas a aquellas ideas en la cabeza, y durmió muchas horas, hasta el amanecer del día siguiente, a pesar del trajín de gentes que subían y bajaban las escaleras de la pensión y recorrían los pasillos, a pesar de los batuques y las sambunas que sonaron aquel atardecer en las calles del barrio y de los golpes y gritos de placer que una pareja dio en el cuarto de al lado durante toda la noche. São durmió un sueño sin sueños, sin pasado ni futuro ni preocupaciones, que permitió que su cuerpo y su cabeza abandonaran el mundo y descansasen.

Cuando se despertó, ya había tomado una decisión: aunque eso era lo que más le apetecía en aquel momento -las voces familiares, el viejo paisaje de lavas negras y tierras rojizas, el drago alzándose solemne y solitario junto a la ermita, la modesta fertilidad de las huertas-, no podía regresar a casa. No era por orgullo, por no querer reconocer que las cosas no le habían salido bien. Era sólo que tenía miedo a acostumbrarse demasiado a la facilidad de vivir en un espacio conocido, un lugar sobre el que podría extender sin ningún temor su dominio, sabiendo siempre a dónde la conduciría cada uno de sus pasos, qué verían sus ojos si se dirigían al norte o al sur, qué olores percibiría en cada punto de aquel paisaje, las tortas de maíz tostándose al fuego en la aldea, la tierra acre en la que los niños se rebozaban, el grogue apestoso de los viejos, la lluvia que vendría pronto cuando soplaban los alisios… Si regresaba, probablemente se quedaría para siempre. Y no deseaba quedarse. No deseaba acomodarse, resignarse a sobrevivir cuidando de la huerta o cosiendo vestidos para las mujeres de Carvoeiros, y buscar un hombre que no fuera demasiado malo y construir una casa y establecerse allí como en una madriguera, inmóvil, paralizada, pariendo hijos a los que apenas lograría alimentar, a los que jamás podría pagar unos estudios, que acaso no soportarían las fiebres y las diarreas. Y luego, cuando llegase un día la muerte, mirar atrás y pensar que su vida no había sido nada, sólo un vacío, un absurdo agujero sin sentido, menos que la huella en el aire del aleteo de un gorrión, menos que la marca en el suelo del paso de una hormiga. Nunca sería médica, pero quería que su existencia tuviese algún valor, que alguien pudiera echarla de menos cuando ya no estuviese y sintiera el peso de su ausencia.

Comenzó a buscar trabajo aquella misma mañana. Visitó una a una a todas sus amigas para comunicarles su situación -aunque se negó a explicarles las razones por las que había abandonado a la familia Monteiro- e incluso fue a ver al cura de la iglesia donde solía asistir a misa. Pero daba la impresión de que todas las familias acomodadas de Praia tenían criadas suficientes, porque nadie sabía de ningún empleo posible. Al fin un día, cuando ya estaba a punto de desesperarse y de quedarse sin dinero -a pesar de que apenas había comido en dos semanas, por ahorrar-, pasó por delante de una oficina en la calle Andrade Corvo y se fijó en un letrero que ofrecía un puesto de recepcionista. Homero Bureau. Así se llamaba la oficina. A São le recordó al perro de doña Na-tercia, y eso hizo que le latiera con fuerza el corazón. Le pareció una señal de buena suerte. Entró. Era una gran sala luminosa, pintada de blanco. Había cuatro mesas ocupadas por mujeres. Una de ellas, una negra oronda, con un vestido de flores azules y anaranjadas que la hacía parecer aún más inmensa, le sonrió: