– ¿Qué quieres, chica?
– El empleo.
La mujer se echó a reír. Era una risa tan grande como ella misma, que pareció llenar la habitación y expandirse más allá de los muros, lanzándose hacia las calles a través de las ventanas.
– De acuerdo, vamos a hablar.
Y hablaron. Al cabo de quince minutos, São salió de allí con el compromiso de empezar a trabajar al día siguiente. Doña Benvinda incluso le había entregado tres mil escudos como adelanto sobre su sueldo. No había hecho falta que se los pidiese: ella sola se dio cuenta de que aquella muchacha que buscaba trabajo desde hacía quince días probablemente estaría necesitada de dinero.
Si algo le sobraba a doña Benvinda, era imaginación para comprender lo que les ocurría a los demás. En realidad, no era una cuestión de fantasía, sino de experiencia. No había tenido una vida fácil. Había nacido en Portela, una aldea miserable y gris de la isla de Fogo, en plena ladera de un inmenso volcán, donde se crecía entre sequías y hambrunas, fiebres y disenterías. Desde muy pequeña se había acostumbrado a que la muerte formase parte de la vida, y a que llegara de una manera cruel. Ella misma perdió a varios de sus hermanos, no recordaba a cuántos, y a los diez años, cuando su madre también murió, se quedó al cargo de los cuatro más pequeños y de la casa. Tenía además que ayudar a su padre, que regentaba una taberna miserable, grasienta y apestosa, en la que se servía a los borrachos del pueblo un grogue inmundo y algunos refrescos calientes. Pronto supo que debía defenderse de los hombres. Algunos de los clientes, en cuanto su padre se ausentaba unos minutos por alguna razón, intentaban entre tambaleos y eructos toquetearla, besarla en la boca y hasta hacer que les agarrara el sexo para darles placer. Aprendió a esquivarlos, a darles empujones que terminaban con su escasa estabilidad, incluso a golpearles con la rodilla en la entrepierna cuando alguno se mostraba especialmente resistente.
Comprendió a la fuerza que sobrevivir era una batalla diaria, una penosa y controlada acción de la consciencia en la que debían entremezclarse egoísmo y generosidad, astucia y confianza: exigirle firmemente a su padre que le diese dinero para comprar comida y ocuparse también de que cenara algo cuando llegaba a casa demasiado bebido. No permitir que los hermanos le robaran su puñado de alimentos pero cedérselo con gusto cuando alguno de ellos estaba enfermo. Ayudar a las mujeres de la aldea si la necesitaban sin dejar que se creyeran que estaba siempre a su disposición. Ponerles límites a los hombres y ser a la vez capaz de fiarles cuando iban a beber y aún no habían cobrado el sueldo. Sí, Benvinda supo desde que era una niña que había que dar y retirar, acariciar y golpear, sonreír y chillar, en un difícil equilibrio que a ella, sin embargo, no le costó nada adquirir. Era como si hubiese nacido sabia.
Fue viviendo así durante años, enredada en una tela de araña en la que lo único importante era no morirse de hambre y conseguir que ningún hombre la violase. Y sin embargo, a su alrededor se proyectaba una asombrosa transparencia, la luminosidad que emana de las personas alegres. A menudo, en medio del silencio de la aldea por las noches, cuando todo el mundo estaba ya acostado, se oían sus carcajadas, aquel estallido de risas que se le escapaban por cualquier tontería dicha por alguno de sus hermanos, y que volaban por el aire como despreocupadas polillas nocturnas. Benvinda reía incesantemente. Había algo en su interior que la protegía contra la desdicha, como si una rara blandura cubriese su mente e hiciera que las tristezas rebotasen contra ella. No es que no las viviera ni las padeciera. Sufría como todo el mundo cuando había que sufrir. Pero en la pena o en el dolor, siempre encontraba un hilo del cual tirar con fuerza, un hilo poderosamente anudado al optimismo, que la rodeaba aislándola de la desesperanza. En medio de la oscuridad de los malos momentos, nunca dejaba de pensar que las cosas mejorarían, y si por la noche lloraba en silencio en la cama, abrazada a alguno de sus hermanos dormidos, por la mañana se levantaba llena de energía, dispuesta a hacer todo lo necesario para que el día resultase soportable, no sólo para ella, sino también para todas las personas cercanas.
A los diecinueve años, cuando los pequeños ya habían crecido y su padre se emborrachaba cada vez más a menudo y le hacía la vida más difícil, conoció a Roberto.
Roberto había nacido en una aldea vecina, aunque hacía mucho que había emigrado a España, donde trabajaba como minero en un pueblo del norte. Había ido como otras veces a pasar unas vacaciones, y al volver a encontrarse con Benvinda en la taberna, convertida ya en una mujer, con aquella risa que resonaba en el aire y aquella solidez que la hacía apoyarse tan firmemente en el suelo, pensó que sería una buena esposa, alguien que acabaría con la soledad que algunas madrugadas, a la hora de ir a trabajar, le paralizaba en la cama, como si un bicho estuviera devorándolo por dentro y dejándolo seco, igual que un árbol podrido y ceniciento. Mientras la miraba trajinar con las botellas y atender a los clientes, se puso a pensar que sería hermoso abrazarla bajo la nieve, y pasear juntos por los bosques los días de sol, enseñándole todo aquel verdor que ella nunca había visto. Sería divertido ver la televisión cogidos de la mano e ir a bailar a las discotecas los fines de semana. Salir a cenar con los amigos y comprar objetos para embellecer su casa descuidada. Y luego tener hijos, dos niños y una niña, eso era lo que quería, tres hijos que dispondrían de médicos y medicinas gratuitas y no se morirían de diarrea ni de hambre, que irían a la escuela y estudiarían y volverían después a Cabo Verde como personas importantes, quién sabe si ministros y gobernadores…
Benvinda ni se imaginaba lo que se le estaba pasando a Roberto por la cabeza. Pero, por alguna razón a la que no supo ponerle nombre, cuando lo vio entrar por la puerta de la taberna, con su gran sonrisa y su buena ropa europea, y darle dos besos para saludarla a la vez que le recordaba quién era -hacía cuatro o cinco años que no se veían-, sintió mucha vergüenza por estar tan mal vestida, con su falda azul de diario, mil veces lavada y remendada, y una fea camiseta negra. Se pasó la mano por el pelo, y lamentó no habérselo recogido en trenzas para estar más guapa. Y algo raro y nuevo, algo así como un extraño deseo de sonreír todo el rato y salir volando, se apoderó de ella.
Una semana después, Roberto y Benvinda eran novios. Cuando llegó el final de las vacaciones, se separaron entre llantos y promesas de mutua fidelidad y espera. En Navidades, el hombre regresó y le pidió que se casara con él. Se había informado de todos los papeleos que hacían falta para que ella pudiese instalarse en España. A mediados de la primavera, en el momento en que las lilas de los jardincillos se cubrían de racimos de flores malvas, y en los bosques se abrían uno tras otro los pequeños brotes de los castaños y los robles, llenándolo todo de verde, y los arroyos que bajaban de las montañas se desbordaban con el caudal del deshielo, Benvinda llegó a su nuevo pueblo.
Durante cinco años, fue una mujer feliz. Todo la entusiasmaba, la mansedumbre del paisaje y el cambio de las estaciones, la luz eléctrica y el agua que manaba por los grifos como una cascada sin fin, las tiendas y los mercados donde podían encontrarse tantos alimentos diferentes, los electrodomésticos que hacían por ella las tareas, el parque en el que jugaban los niños, las cafeterías en las que solía quedar con otras caboverdianas para tomar café y charlar, los abrigos de invierno y los zapatos de tacón, las excursiones en coche con Roberto por un mundo que resultaba al mismo tiempo inabarcable y cercano… Todo le parecía un regalo, como si la vida se hubiese convertido inesperadamente en un precioso paquete del que iba extrayendo una y otra vez cosas deliciosas, pequeños objetos extraordinarios que ella admiraba y cuidaba con devoción, sosteniéndolos firme y delicadamente entre las manos.