Se sentó junto a la ventanilla del avión y no dejó de mirar ni un solo instante. El aparato sobrevoló primero el mar, con sus aterradoras profundidades oscuras. Luego, durante mucho tiempo, pasó por encima de las arenas desoladas del Sahara y las pardas cimas del Atlas. Entonces aparecieron las llanuras cultivadas y las aldeas desperdigadas, y de nuevo el mar. Y al fin Europa, los grandes ríos prodigiosos, las ciudades enroscadas sobre sí mismas, y por último Lisboa, como un mirador sobre el agua. Vista desde el aire, Lisboa era hermosa. Enorme y hermosa. São se sentía feliz. Cabo Verde había quedado lejos, muy lejos. Y se había vuelto muy pequeño.
Bigador
São se instaló en casa de una prima de su madre. Era un piso pequeño, tan sólo dos habitaciones que ocupaban el matrimonio y sus cuatro hijos. A ella le dejaron el sofá de la sala, donde dormía encogida y martirizada por el calor, que merodeaba como un criminal por las calles estrechas de aquel barrio de las afueras de Lisboa, pegándose al asfalto, a las paredes mal protegidas, a los cuartos diminutos en los que el aire no podía circular. Aun así, sabía que había tenido suerte: después de muchos intentos, cartas a su madre y llamadas telefónicas, había logrado localizar a Imelda, y ella se había ofrecido a acogerla durante unos días y ayudarla a encontrar empleo.
Cada mañana leía los anuncios por palabras del periódico. Quería un trabajo como interna: podría ahorrar más y no tendría que preocuparse por buscar una casa. Fue a varias entrevistas, pero no logró nada: lo primero que le preguntaban las señoras era si sabía preparar comida portuguesa. Y aunque les decía que no, pero que aprendería rápido, enseguida la despachaban. Tampoco tenía referencias. Los cinco años que había pasado cuidando a los niños de los Monteiro no servían para nada. Era probable que ni siquiera la creyeran. Todas aquellas mujeres refinadas, con las uñas pintadas y el pelo peinado en la peluquería, parecían tomarla por una salvaje. Era como si las asustase su acento criollo y la ropa demasiado africana que llevaba. No se fiaban de ella.
Cuando salía de las citas, se dedicaba a recorrer las calles de Lisboa. Se sentía deslumbrada por las anchas avenidas y los edificios de piedra, por los jardines ordenados y los altares simétricos de las iglesias, por las columnas de las grandes fachadas y las inmensas estatuas de las plazas. Iba descubriendo la asombrosa geometría de las cosas, el equilibrio implacable, la remota y poderosa armonía escondida tras los trazos diseñados de una ciudad que se va construyendo a lo largo de los siglos. Aquella rara perfección, tan distinta del caos de las islas, con su desorden de rocas desprendidas y árboles perdidos, de casuchas espontáneas y aldeas desparramadas, la impresionaba mucho más que el bullicio de las calles, la afluencia de gentes, el ruido del tráfico o el lujo caprichoso de los escaparates.
Pero también le divertían el metro y los autobuses, el control que lograban mantener sobre el tiempo, exactamente cronometrado, la velocidad a la que le permitían trasladarse de una esquina a otra de la ciudad, rodeada de personas desconocidas a cada una de las cuales tenía la tentación de contemplar como si fuese un cuadro lleno de detalles misteriosos. Observaba la forma como se vestían y caminaban, su manera de saludarse y hablar los unos con los otros, la mirada fija que utilizaban para perderse en un inexistente infinito cuando viajaban solas, la agradable indiferencia con que la trataban. Lisboa le parecía un cobijo. Una trama de vidas y afectos y ambiciones, y también sin duda de ansiedades y desdichas, en la que su propia existencia anónima era rescatada de la vulgaridad por la lucha común. Algún día ella sería un respetable miembro de aquel conjunto, cuando dispusiera de su propio trabajo, su propia casa y sus horas libres.
Pero pasaba el tiempo y no lograba encontrar empleo. Al cabo de diez días, Imelda le hizo saber que no podía seguir alojándola. Fue ella quien tuvo la idea de que se fuera al Algarve. Empezaba el mes de julio, y las playas se llenaban de turistas. Allí había muchas más probabilidades de que lograra trabajar. Los hoteles y los restaurantes solían necesitar personal de temporada. La hija de una buena amiga suya vivía en Portimão y tal vez podría ayudarla. Siempre ayudaba a las recién llegadas. La llamaron. Liliana la animó a que viajara enseguida: era cierto que había muchos empleos. Y ella disponía de una habitación para compartir en el piso que tenía alquilado con otras caboverdianas. Al día siguiente, São cogió el autobús camino del sur.
Llegó a Portimáo cuando ya se había hecho de noche. Liliana estaba esperándola en la estación. Era una mujer tan sólida y hermosa como una estatua. São la admiró desde el primer momento. Iba maquillada, con mucho rímel en los ojos enormes y los labios pintados de un rojo que en cualquier otra hubiera resultado vulgar, pero que a ella la embellecía aún más. Llevaba unos pantalones vaqueros y una camiseta verde muy escotada, ropa probablemente barata que lucía como si procediese de la tienda más elegante de Lisboa. Y, sin embargo, no había en ella ningún envaramiento. Parecía por el contrario fresca y cercana, y São tuvo enseguida la impresión de que estaba junto a una hermana mayor, alguien que la rodearía con su brazo en los momentos de dificultades y la acompañaría de vuelta a la tranquilidad.
Liliana había nacido en Cabo Verde, pero no se consideraba una inmigrante. Sus padres habían llegado a Lisboa para trabajar cuando ella tenía tan sólo cuatro años, de manera que se había criado como cualquier niña portuguesa. Había podido estudiar, y se había licenciado en Turismo. De marzo a octubre trabajaba como recepcionista en un buen hotel de Portimáo. El resto del año regresaba a la capital y ganaba algún dinero como modelo publicitaria. Pero ese mundo no le gustaba. Lo que le interesaba de verdad era la política. Militaba en el Partido Socialista y aspiraba a ejercer algún día un cargo de responsabilidad. Quizá lograra ser diputada. Estaba convencida de que, con el tiempo, en Portugal llegaría a haber muchos políticos de origen africano, gentes procedentes de las antiguas colonias. Era un proceso histórico inevitable, sostenía. Igual que en Francia la Revolución había llevado al poder a los burgueses, que tanto esfuerzo y talento le habían entregado previamente, los africanos, que habían contribuido durante siglos a enriquecer la metrópoli, acabarían por sentarse en sus puestos de mando.
Se sentía profundamente feminista, y a menudo viajaba a Cabo Verde y organizaba charlas con las mujeres de las aldeas y de los barrios más pobres de las ciudades. Entonces se olvidaba de su lenguaje intelectual y se servía de imágenes que ellas pudieran comprender. Estaba acostumbrada a ese mundo. Su propia madre había sido analfabeta hasta los treinta y cuatro años, cuando ella misma le enseñó a leer y a escribir. Trataba de explicarles algunas ideas sencillas pero fundamentales: que no eran propiedad de sus hombres, que utilizar métodos anticonceptivos era bueno y que debían enviar a sus hijas a la
escuela. Sabía sin embargo que casi nunca le prestaban atención. La mayoría de sus oyentes carecían de recursos morales que les permitiesen reflexionar sobre lo que les estaba contando. La vida las había arrojado en medio de un mundo duro y violento, y ellas subsistían enraizadas en él, como frágiles animales desprotegidos. La única idea que palpitaba en sus cabezas era la de sobrevivir, ellas y sus niños: sobrevivir al hambre, sobrevivir a las palizas, sobrevivir a la disentería… Pero, de vez en cuando, alguna de aquellas mujeres parecía escucharla con especial interés, la mirada ansiosa y el cuerpo tenso, y entonces tenía la sensación de que sus palabras servían para abrir nuevos caminos que tal vez en el futuro llegarían a ser anchas avenidas sombreadas por las que caminarían muchas mujeres, libres y fuertes y hermosamente altivas. Liliana y São recorrieron las calles animadas de Portimão hasta llegar al piso. Dos de las tres muchachas que también vivían allí estaban todavía trabajando, sirviendo mesas y poniendo copas en la bulliciosa noche del verano. Le enseñaron su habitación, que tendría que compartir con Lula. Le gustó aquel lugar, las camas tan blancas y la pequeña alfombra anaranjada sobre la cual podría deslizar los pies al levantarse. Nunca había tenido una alfombra, y se imaginó que sería agradable pisarla descalza y disfrutar de su suavidad. Alguien había preparado para ella una rica cena. Comió con apetito, entre preguntas de sus compañeras, que querían saberlo todo de su vida. Se sentía contenta. Era bueno ser recibida así, como si ya formase parte de ese grupo que compartía el verano en aquel piso de paredes luminosas y azulejos relucientes y grandes ventanas que se abrían hacia las terrazas de los bares, repletas todavía a aquella hora de gentes que charlaban y reían con la despreocupación propia de las vacaciones. Era bueno saber que, con toda probabilidad, como insistía Liliana, enseguida encontraría un empleo. Y que tendría un lugar acogedor al que volver por las noches, y una cama limpia y fresca.