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Dos días después, ya estaba trabajando. Había conseguido un puesto de camarera en un bar cercano a la playa. Nadie le preguntó cuál era su situación legaclass="underline" simplemente la aceptaron, sin contrato escrito, ni derechos, ni Seguridad Social. Desde las nueve y hasta las cinco, São tendría que atender las mesas de la terraza, servir los desayunos tardíos, las cervezas de media mañana, los aperitivos de la una, los bocadillos a la hora de comer y los cafés de la tarde. Al principio estaba nerviosa. Le temblaba la bandeja en la mano, y solía derramar los refrescos y las copas llenas de vino. Pero aprendió enseguida. Pronto se movió con soltura entre las sillas, recordó sin problemas la numeración de cada mesa, desarrolló su propio sistema para anotar los pedidos y se acostumbró a alzar la voz en la barra para ser escuchada. Cumplía con su cometido con rapidez y con toda la simpatía de la que era capaz. Aún le daba un poco de vergüenza su acento isleño, pero fue fijándose en la manera de hablar de los portugueses, y se esforzó en copiar su tono y sus modismos.

En general, la gente era amable con ella. Aunque había algunos que la trataban con evidente desprecio. A veces en su cabeza se despertaba un temor vago, una cierta consciencia de que su aspecto era por primera vez diferente del de los demás. Y esa diferencia era como una barrera que la aislaba, pero que los otros podrían franquear fácilmente si querían atacarla. Sin embargo, fingía no darse cuenta. Le parecía que si negaba el valor de ciertas cosas y no pensaba en ellas, era como si no sucedieran. Pero sólo logró mantener esa falsa ignorancia unos días, hasta que una mañana a última hora tuvo un problema grave con un tipo medio borracho. Acababa de dejarle una copa de vino blanco encima de la mesa y se alejaba ya cuando él la llamó:

– ¡Negra!

São sabía que se estaba refiriendo a ella, pero no se dio por aludida. El hombre subió el tono de voz:

– ¡¡Negra!! ¡¡Camarera!!

Algunas personas los miraron. São, roja de ira, se dio la vuelta y regresó junto a éclass="underline"

– Dígame…

– Este vino está caliente.

– Ahora mismo le sirvo otro.

Entró en el local y le explicó la reclamación al jefe, que refunfuñó pero terminó por sacar una nueva botella del frigorífico. Volvió a la terraza y colocó la copa delante del hombre, fingiendo tranquilidad. Luego se acercó a otra de las mesas. Oyó a sus espaldas el ruido de una silla al caer al suelo, y de nuevo el grito insultante:

– ¡¡Negra!! ¡¡Estoy hablando contigo!! ¡¡Mírame!!

Se giró otra vez hacia él. Sentía la sangre bulléndole en las venas, y el corazón le latía apresuradamente. De haber podido, de haber estado segura de que no se iba a quedar sin empleo, se hubiera abalanzado contra él con toda la fuerza de la que era capaz. El hombre se había puesto en pie y vociferaba:

– ¡¡Sigue estando caliente!! ¡¡Si no sabes servir, vuelve a la selva!!

São dejó de pensar. Era como si toda ella se hubiera vuelto fuego, una llama de orgullo milenario ardiendo contra la inmunda soberbia de un tipejo. Se lanzó hacia él, dispuesta a darle puñetazos, y mordiscos, y patadas, lo que fuera con tal de librarse de aquella herida repentina que le infligían su presencia y su voz. Pero los brazos del jefe y del otro camarero se lo impidieron. El dueño había salido del bar al oír los gritos, y no estaba dispuesto a que se organizara una pelea y, para colmo, acudiese la policía y se viera obligada a ponerle una multa por tener contratada a una inmigrante en situación ilegal.

Lograron retenerla. Al hombre terminaron por llevárselo de allí sus amigos, que al principio se reían ante sus insultos pero que ahora estaban preocupados por el escándalo. La gente regresó poco a poco a sus cervezas y sus bocadillos. El jefe le dijo que se fuera a casa el resto de la tarde. Pero, antes de que pudiera ponerse en marcha, se acercó a ella y le susurró amenazadoramente en voz baja:

– Espero que no seas de las que se dedican a provocar…

São rompió a llorar y echó a correr. Corrió y lloró hasta que llegó al piso, y allí se tiró en la cama y siguió sollozando. No quería hacerlo, deseaba comportarse como una mujer fuerte y digna, pero no podía evitarlo. Era la primera vez que alguien la insultaba por ser negra, la primera vez que la despreciaban por haber nacido en África. Quienes regresaban de Europa no hablaban de esas cosas. No explicaban que ser un negro en medio de tantos blancos era igual que llevar una luz permanentemente encendida, y que había gente que deseaba apedrearla. Quería regresar a Cabo Verde y ser una más, igual a todos, invisible. De pronto, no le importaba la miseria, ni tampoco el futuro. Sólo aspiraba a desaparecer entre la multitud.

Cuando llegó Liliana y escuchó entre hipidos lo que había sucedido, lo primero que hizo fue prepararle un whisky.

– No te puedes poner así por culpa de un imbécil -le dijo-. ¿No ves que eso es justamente lo que pretenden? Que lloremos o, aún mejor, que los ataquemos, para poder decir después que todos los africanos somos unos delincuentes.

São se iba bebiendo a sorbos su copa, mientras unos lagrimones enormes, de niña pequeña, le caían en silencio por las mejillas. Liliana se acercó a ella y le cogió la cara entre las manos:

– ¿Sabes qué les pasa en realidad a todos esos racistas? Que nos tienen envidia. ¿No te has dado cuenta de lo preciosa que eres? ¿Crees que ese tipo va a encontrar alguna vez una mujer tan guapa como tú? Mira qué piel, qué brillante y suave, y ese color maravilloso, al que le sienta bien cualquier cosa… ¿No ves que ellos se pasan el verano intentando volverse negros sin conseguirlo? ¿Y tu culo…? ¿Tú has visto qué culo tienes y qué pechos tan espléndidos? Cuando un blanquito te insulte, acuérdate de tu culo. Verás cómo se te va enseguida toda la rabia…

São se echó a reír. No estaba acostumbrada al whisky, y le había hecho efecto rápidamente. Sentía que la sangre le fluía ligera por las venas, y dentro de su cabeza iba y venía una nubecilla bamboleante, que lo volvía todo acuoso. Se puso en pie y agitó las caderas, como si interpretase una danza feroz:

– ¡Mira, blanquito, mira, esto es lo que soy…!

Pusieron música, salvajes batucas de la isla de Santiago, y bailaron fervorosamente, el ritmo de los tambores penetrándoles dentro del cuerpo, dominándolas, haciéndose dueño por entero de ellas, rápido, cada vez más rápido, como si se hubieran convertido en aire veloz, hasta que cayeron al suelo, exhaustas y muertas de risa.