Aquél fue el último rato de diversión en mucho tiempo. Pocos días después, São había encontrado un segundo trabajo. De siete de la tarde a doce de la noche atendía las mesas de una pizzería. Necesitaba ganar más dinero. Tenía que devolverle el préstamo a Benvinda, además de enviar las sumas habituales a Jovita y a su madre, que seguía escribiéndole unas cartas penosísimas, explicándole los muchos gastos que sus hermanos suponían. Y pagar su parte de la casa, y la comida, y también las camisetas y los pantalones que se había comprado para vestirse como las portuguesas. Sólo le quedaban libres un par de horas a media tarde y el tiempo de la madrugada. No dormía mucho. Prefería sentarse un rato a charlar con sus compañeras de piso, aunque a menudo se quedaba dormida en el salón de puro cansancio. Pero no le importaba trabajar tanto. Se alegraba de su buena suerte e incluso se sentía orgullosa de su resistencia física, de aquel cuerpo fuerte y sano que aguantaba lo que fuese.
Con Liliana hablaba muchas veces de lo que haría cuando acabase el verano y en los bares de Portimão dejase de haber sitio para los inmigrantes. Se volvería a Lisboa con el dinero que pudiese ahorrar y buscaría otra habitación en alquiler. No era posible seguir viviendo juntas, porque Liliana compartía un apartamento con su novio, que era profesor de la facultad de Sociología. Pero la ayudaría a encontrar casa y un empleo, y se verían de vez en cuando e irían juntas a caminar por Lisboa y se sentarían en las terrazas de los cafés para ver pasar a los hombres. Todo iría bien, la vida sería agradable, fluiría como un río que atraviesa llanuras blandas, sin sobresaltos ni grandes victorias. Sosiego. Eso es lo que habría, el objetivo cumplido del trabajo esforzado, y un buen puñado de calma.
Los lunes por la mañana, el bar de São cerraba para que el dueño pudiese descansar un poco. Ella solía aprovechar para pasar un par de horas en la playa. Iba siempre sola, porque sus amigas estaban trabajando. Le gustaba aquel rato de aislamiento. Se tiraba allí en la arena, boca abajo, mirando el mar, y aprovechaba para leer alguno de los libros que Liliana le prestaba, novelas complicadas que la aburrían un poco, pero a las que se entregaba esforzadamente, empeñándose en repasar varias veces los párrafos que le resultaban más difíciles hasta que lograba entenderlos. En cuanto empezó agosto, la playa se llenó de una multitud de gentes, niños que correteaban por todas partes, padres protegidos debajo de las sombrillas, mujeres que caminaban a la orilla del mar, jóvenes jugando a las palas… El primer lunes del mes, cuando llegó allí, se sintió molesta por la presencia de aquella multitud repentina, como si le hubieran robado un espacio que le pertenecía por derecho propio. Pero no le quedó más remedio que aceptarlo. Buscó un rincón en el cual extender la toalla, lo más lejos posible del agua donde los bañistas chillaban sin parar, y se echó con su libro.
El hombre se acercó sin que ella se diera cuenta. De pronto, estaba sentado a su lado, y le hablaba:
– ¿Qué estás leyendo?
São se giró hacia él y lo miró. Le pareció como si entre ella y el sol se hubiera extendido una nube de tormenta, oscura y caliente, cargada de energía. Se incorporó rápidamente, con la vergonzante sensación de que su cuerpo tendido resultaba demasiado obvio. Se sentó y acercó las rodillas a su pecho, protegiéndose:
– Es un escritor brasileño, Jorge Amado.
– Ah… ¿Y te gusta?
– Sí.
El hombre hablaba con un acento extraño. La miró sonriendo, seguro de sí mismo, sin timidez ni miedo. Le tendió la mano:
– Me llamo Bigador. ¿Y tú?
La mano de la muchacha cabía entera dentro de la suya, palpitante como un pájaro tembloroso.
– São.
– São… -Y lo dijo igual que si soplara una vela en mitad del océano-. Es bonito.
Un rato después, la acompañó hasta su casa. Le propuso ir a buscarla aquella tarde a la salida del trabajo y estar con ella hasta que llegase la hora de empezar en la pizzería. Aunque le gustaba pasar ese tiempo tranquila en el piso, tomarse un café y darse una ducha, no dudó en aceptar. Al despedirse, Bigador la besó en la mejilla, y a ella le gustó el tacto dulce de sus labios.
De cinco a siete pasearon junto a la playa y se sentaron en una terraza. Cuando llegó al restaurante, São ya sabía muchas cosas de él. Tenía veintisiete años. Había nacido en Angola, en plena guerra civil. De su infancia
recordaba sobre todo el hambre, los tiros, los tanques de los ejércitos en lucha levantando polvo en medio de las calles de Luanda, los escombros sobre los cuales los niños jugaban a dispararse y cazaban ratas que luego las mujeres asaban en los fuegos nocturnos. Desde los seis años robaba frutas en los mercados, y pastillas de jabón. Su madre le regañaba, pero él sabía que sus hurtos eran buenos para ella y sus siete hermanos. Del padre apenas tenían noticias. Trabajaba en las minas de diamantes de Catoca y todos los meses ingresaba algún dinero en una cuenta de un banco. Cuando la intensidad de la guerra disminuía, muy de vez en cuando, aparecía por allí unos días, y luego regresaba de nuevo al agujero después de dejar a su mujer embarazada.
Era veloz como una gacela, ágil, escurridizo, y los pequeños robos se le daban bien. Poco a poco se fue confiando, y aprendió a acechar a los blancos -que siempre llevaban buenas cantidades de dinero- y a cogerles las carteras. La madre no volvió a preguntarle más de dónde sacaba los alimentos con los que luego regresaba a casa. Daba de comer con ellos a sus hijos y se resignaba.
Un día, a los once años, asaltó a un sacerdote católico. Le quitó todos los billetes que llevaba en el bolsillo y luego salió corriendo, como de costumbre, aprovechando la rapidez de sus piernas de kimbundu. Pero no contaba con la fortaleza de aquel hombre que había sido atleta en su juventud. El padre Barcellos lo atrapó fácilmente al cabo de un par de callejones, le hizo una llave y consiguió retenerlo en el suelo. Aquel encuentro cambió su vida. El cura decidió ocuparse de él. Tenía una escuelita junto a su iglesia, en el barrio de Katari, y allí enseñaba a un puñado de chicos que iba pillando por las calles a leer y escribir, pero también a poner ladrillos, instalar un enchufe, colocar un grifo o serrar una madera. Cosas pequeñas que les permitiesen encontrar un trabajo digno. Era uno de esos seres convencidos de que todo el mundo tenía salvación si se le daba una oportunidad. Y él se dedicaba a intentarlo sin contemplaciones.
Bigador se sintió conmovido de que un hombre le prestase atención. Apenas conocía a su padre, y su entorno se reducía a la presencia de otros niños y muchas mujeres. Que un adulto, con su voz grave y sus gestos bruscos, se preocupara por él y le diera órdenes le pareció algo extraordinario. Desde el primer día se puso a seguirlo como un perrillo callejero. Hasta tal punto que el cura a veces, harto ya de su presencia, tenía que echarlo de su lado a gritos. Pronto se dio cuenta de que se le daba bien trabajar con las manos. Le gustaba ver cómo desde la nada, gracias a su esfuerzo, surgía un muro o una mesa. El padre Barcellos le decía que tenía mucho talento para aquello, que no era fácil encontrar trabajadores tan dotados y pacientes como él y que, si se olvidaba para siempre de sus hurtos, tendría un buen futuro por delante. Bigador hinchaba el pecho, pletórico de orgullo, y se volvía aún más delicado y atento en sus tareas.
Un par de años después, cuando ya había aprendido lo suficiente, lo enviaron a Caungula a reconstruir una misión. Era su primer empleo. Ganaría algo de dinero, y le serviría además como experiencia para después seguir trabajando. Le dio pena despedirse del sacerdote, pero aun así se marchó lleno de entusiasmo. Durante muchos meses, levantó paredes, hizo tejados, colocó puertas y ventanas y fabricó muebles. Aprendió además
a ocultarse en la selva cuando la guerrilla se acercaba a la zona, a usar una pistola y manejar el machete. En alguna ocasión se vio obligado a matar, aunque eso no le gustaba recordarlo. Pasos pisando la hojarasca, una sombra que se acercaba enarbolando el kalashnikov hacia el refugio donde él estaba escondido con dos monjas, entre los matorrales espesos, el ansia de vivir, su salto repentino hacia el hombre con el cuchillo en la mano, la pelea, la resistencia de la carne mientras la lama se clavaba una y otra vez, una y otra vez, el olor repugnante de la sangre, el cuerpo sacudiéndose en el suelo hasta que dejó de moverse… Malos recuerdos. Era mejor no hablar de aquello.