Pero ahora, cuando ya me he acostumbrado a saberlo lejano y ajeno, cuando el dolor ya no revolotea a mi alrededor envolviéndolo todo, sino que se ha posado, dejando una gruesa capa de cenizas bajo las cuales, aunque aún me cueste, puedo respirar, me alegro de haber vivido lo que viví. Incluso a veces, por un instante, me siento orgullosa de mis sentimientos. Como si un inmenso marco dorado resaltase la grandeza de mi amor por él. Ahora, muchas noches, al meterme en la cama y percibir todavía su ausencia, esa desoladora frialdad que marcará para siempre su abandono en ese lado del colchón, el suyo, que nunca ocupo, ahora pienso que tuve suerte de haberle conocido y haberle querido y haber sido querida por él. Y entonces, en medio de la terrible añoranza, deseo que su recuerdo vuelva a mí en el momento final, y que su rostro, riéndose, mirándome, acercándose ansioso para besarme, su rostro joven y amado sea lo último que vea en mi vida.
No sé si a mi madre la ha ayudado el haber sido una niña feliz. O si, por el contrario, todos los extraordinarios momentos de su infancia y su adolescencia, la alegría que debió de sentir en aquellos años dichosos, han significado una nostalgia definitiva, un peso excesivo, como una piedra que llevara atada al cuello y que tirase de ella sin cesar hacia el fondo de su sima. Acaso haya lamentado siempre haberle dicho que sí a mi padre aquel verano, tal vez se haya imaginado mil veces habiéndose casado con algún campesino de la zona, o quizá con nadie, soltera para siempre, viviendo entre el barro pegajoso de los caminos y el esplendor del sol llameando sobre las cumbres, con un delantal ajado y unas botas de goma perennes en los pies, levantándose antes del amanecer para ordeñar el ganado y acostándose exhausta, en medio de olores a abonos y a pesticidas, pero canturreando despreocupada por los montes, llamando orgullosa a las vacas por su nombre, chapoteando como una ninfa torpe en las aguas transparentes de la poza…
Es tan fácil arrepentimos de la decisión que tomamos en un momento, del error que cometimos en aquel instante crucial que marcó para siempre nuestra vida. No es que lo hiciéramos sin reflexionar, no. Pensamos mucho. Pusimos en marcha todas nuestras neuronas. Nos tumbamos en la cama durante días, atentos al menor sonido en nuestra cabeza, a la vibración de nuestra sangre, al más leve síntoma de temor o de entusiasmo. Lo decidimos meditadamente, imaginando la secuencia de hechos que ocurrirían después de nuestra elección, pasos firmes y claros que nos conducirían a un lugar luminoso y estable: acepto casarme con este hombre porque le quiero y le querré siempre, estudiaré esta carrera porque podré ganar mucho dinero, rechazo ese trabajo porque debo mudarme de ciudad y no quiero perder este aire ni la perpetua visión de los mismos edificios y los mismos árboles creciendo tímidos sobre los alcorques de la calle ni la compañía cálida de mis amigos cada noche en el mismo bar.
Pensamos, medimos las consecuencias, imaginamos. O no. O tomamos la decisión guiados por un impulso, un arrebato repentino que nos pone el cuerpo en tensión, la sacudida inesperada de los nervios, un pálpito brutal en el pecho, una opresión en la boca del estómago. Una luz que se nos enciende refulgente en el cerebro y lo ilumina todo. No importa. Lo más probable es que nos equivoquemos. La vida seguirá su curso al margen de nuestros planes, como si un grupo de dioses burlones entretuvieran su absurda eternidad en las alturas soplando sobre nosotros, enredando las cosas, complicando las situaciones, retorciendo los sentimientos. El hombre al que jurábamos querer para toda la vida terminará por convertirse en un ser inmundo al que detestamos. La profesión para la que nos preparamos esforzadamente habrá pasado de moda cuando hayamos acabado nuestros estudios. La ciudad que no queríamos abandonar se transformará a toda velocidad, hasta que no la reconozcamos, y nuestros amigos se irán para siempre y el bar cerrará sus puertas y desaparecerá su recuerdo, como si nunca hubiera existido.
La vida tomará su propio impulso, girará sobre sí misma, dará volteretas, irá arriba o abajo repentinamente, enloquecida, brutal, y nos empujará a su capricho, hacia el paraíso o el abismo, al margen de nuestro esfuerzo y nuestros méritos. Es mentira todo lo que cuentan: nuestros actos no tienen consecuencias. Sólo son un derroche de energía, una salpicadura de patéticos intentos por aferrarnos a algo perdurable, la satisfacción, el bienestar, la comodidad… Creamos familias, construimos casas, levantamos negocios, nos dejamos la piel en cada gesto, y todo se desmorona en un instante, sin que podamos hacer nada por retenerlo. O, por el contrario, vemos cómo surge a nuestro alrededor un espacio bendito sin que nosotros hayamos movido un dedo a su favor, partiendo de la nada y sostenido en nuestra nada interior, en nuestra desidia o nuestra maldad que resbalan sobre el mundo, como si a él no le importase en absoluto nuestra manera de acariciarlo o de agredirlo.
¿Qué habría sido de mi madre si se hubiese quedado en la aldea? Quizás habría acabado en el mismo punto, en el mismo rincón sombrío de su tristeza. Mi abuela decía que lo de mi madre era el mal de los niños. Esa desazón, ese no poder con la vida que se les instala a algunas mujeres en el alma después de dar a luz. Cuestión de hormonas, simplemente. Una depresión postparto que empezó después del nacimiento de mi hermano mayor. Algo muy fácil de remediar con los medicamentos actuales. Pero entonces no existían. Ni siquiera se hablaba de esas cosas. La gente se limitaba a asumir sus negruras. O terminaba tirándose un día por la ventana. Los demás susurraban en voz baja, al ver los ojos vacíos, las manos temblorosas, el profundo desaliento que envuelve a los deprimidos, que estaban enfermos de los nervios. Con piedad o con desprecio, pero sabiendo en cualquier caso que nadie podía librarlos de aquel mal. Sólo el destino o las oraciones.
Mi abuela, en cambio, creía en ciertos remedios antiguos. Había heredado de su madre, y ésta de la suya, y así hasta muchas generaciones atrás, el conocimiento de las plantas y sus misterios. A veces, cuando paseaba conmigo por el monte, me iba señalando hojas y frutos, descubriéndome raíces y tubérculos que surgían como poderosos milagros de la tierra que ella removía con sus propias manos. La ruda de los muros, que calma la tos. El culantrillo, que limpia el hígado. La clemátide, cuyos emplastos curan las llagas. El brezo, que suaviza las inflamaciones de la vejiga…
Cuando nació Miguel, mi hermano mayor, mi abuela no pudo estar con mi madre. Ella quería, por supuesto que quería. Todas las madres que conocía habían estado con sus hijas en el momento del parto, sosteniéndoles la mano y limpiándoles la frente y tranquilizándolas y animándolas. Todas habían ayudado durante las primeras semanas de vida del bebé, preparándoles caldos nutrientes a las parturientas, despertándolas suavemente en plena noche para dar de mamar a las criaturas, enseñándoles a cuidar de ese nuevo cuerpo desvalido. Pero a ella mi padre no la dejó. Tras su enésima carta ofreciéndose a acudir a la ciudad, tras las muchas evasivas de mi madre, que no debía de saber muy bien qué decirle, mi padre le escribió haciéndole saber fríamente que no la necesitaban. Ella se quedó muy compungida. Lloró mucho y luego, a última hora de la tarde, bajo el aguacero, recorrió a toda velocidad los tres o cuatro kilómetros que la separaban de la ermita, con un hermoso ramo de perejil envuelto en papel de periódico, vació de hierbas secas el jarrito que siempre estaba junto a la imagen de san Pancracio, lo llenó de agua de lluvia, colocó sus ramas frescas y se arrodilló a los pies del santo. Le rezó para que todo saliera bien y los dolores del parto fuesen leves, y el niño o la niña tuviera todo lo que tenía que tener. Y después añadió en voz alta, rápidamente, un ruego malvado: que mi padre se quedase calvo. Fue todo lo que se le ocurrió. Que no le pasara nada grave, pero que se quedara calvo, que perdiera rápidamente aquella mata de pelo oscuro y rizado, siempre alisado con apestosa gomina, que mi padre tenía en la cabeza, lo único digno de mención de todo su aspecto físico. Era su modesta venganza por haberla alejado del parto de su hija, por impedirle ayudarla y contemplar los primeros minutos de vida de su nieto.