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Liliana suspiró, vencida:

– Espero que tengas razón. Pero si no la tienes, acuérdate de que yo estoy

aquí…

Un día de finales de septiembre, cuando el bar y la pizzería la despidieron, São viajó de nuevo en autobús desde Portimão hasta Lisboa. Se sentía extrañamente tranquila. Tenía unas ganas enormes de ver a Bigador, pero estaba tan convencida de que él la quería, que hizo todo el viaje contemplando con calma el paisaje, sin atravesar ni un solo instante de zozobra, como un pez que se dejase llevar por las aguas del río hacia el único destino posible. Cuando llegó a la estación, él estaba esperándola. Había pedido la tarde libre para ir a recogerla. La forma en que se reconocieron entre la multitud y se miraron, descubriendo esa luz insólita que emana del otro cuando se le desea, la manera como se besaron y se abrazaron, igual que si no existiera nada más en el mundo que sus cuerpos, le hicieron entender que no estaba equivocada.

Durante casi una hora, cruzaron Lisboa en el coche de Bigador, cogiéndose de la mano cada vez que él podía soltar la palanca de cambios. Una semana antes, le había dicho que ya le había encontrado un lugar para vivir. La prima de un amigo suyo alquilaba una habitación. No era gran cosa, pero no costaba mucho y estaba bastante cerca de su casa. De esa manera podrían verse a menudo. Ahora, durante el trayecto, le anunció además que le había organizado una cita para un empleo al día siguiente. Sabía de una panadería donde necesitaban una dependienta. La anterior era amiga suya, y hablaría a su favor. Era una buena oportunidad. São gritó de alegría. No sabía cómo darle las gracias. O sí, cuidaría de él como ninguna mujer le había cuidado nunca. Sería su esposa y su hermana y su madre, si era eso lo que necesitaba. Iba a quererlo como jamás había querido a nadie.

La casa de María Sábado era muy triste. En realidad, todo era muy triste. El barrio de calles sucias, lleno de edificios iguales, desconchados y mugrientos, en los que se hacinaban cientos de inmigrantes, familias enteras venidas de África a costa de muchas deudas y de los ahorros de muchas vidas, amontonadas como insectos en los pisos minúsculos. Hombres que abandonaron un día la aldea de la sabana y cruzaron desiertos y montañas y mares y que malvivían vendiendo paraguas los días de lluvia y abanicos los de sol. Mujeres que huyeron de una ciudad miserable para evitar un matrimonio forzado, y las palizas, y la esclavitud, y que ahora limpiaban casas y escaleras y oficinas y hospitales por unas pocas monedas. Un cúmulo de gentes de orígenes distintos, de tribus enemigas, una colmena de olores y lenguas y músicas diferentes, noches de amor y noches de sexo y noches de muerte y noches de alcohol y noches de llanto y noches de cuchillos, infinidad de sueños rotos y una multitud de esperanzas, almas fracasadas y almas resignadas y almas coléricas y almas deshechas y almas poderosas, un enjambre de gentes sin arraigo, sin razones para quedarse ni para regresar, dueños de nada, sombras perdidas en un camino que debía conducirlas al paraíso y casi siempre las llevó al infierno.

El piso era un quinto sin ascensor. Había tres habitaciones pequeñas y un cuartito de estar. Vivían ya cinco personas, todos angoleños, tres mujeres y dos hombres. De momento, São podría dormir sola. La cama de arriba de la litera de su cuarto estaba libre. Un armario sin puertas y una mesilla desvencijada, ése era todo el mobiliario.

Apenas había luz. Abrió la ventana. Daba a un patio diminuto. Enfrente sólo se veía una pared grisácea y sucia. Una plantita reseca de rabanillo se agarraba aún con una fuerza misteriosa a una grieta. Se oían llantos de niños, gritos de mujeres, una voz cantando una canción muy triste, que parecía nacer del fondo de un pozo muy oscuro.

São volvió a cerrar. Estaba asustada. Había vivido en lugares feos y casi vacíos, sobrios como la celda de un monasterio. Pero ninguno le había resultado nunca tan desolador como aquel espacio agobiante. Le pareció que se iba a ahogar. María Sábado ni siquiera le había sonreído. Los dos hombres que estaban en el sofá de la sala viendo la televisión apenas la saludaron. Tendría que compartir la casa con ellos. Oiría sus respiraciones a través de los tabiques. Vería sus caras sombrías en cuanto abriese la puerta. No habría buenos días, ni risas, ni besos, ni preguntas sobre la jornada o la noche. Luego saldría y caminaría hacia la parada del autobús por aquellas calles amenazadoras, con los niños jugando solos entre los coches que circulaban tocando el claxon, figuras misteriosas en las esquinas, ruido de peleas en los bares… No estaba segura de ser capaz de vivir así.

Miró a Bigador. Él pareció comprenderla. Le sonrió y le acarició el pelo:

– Lo siento, cariño -le dijo en voz muy baja-. Sé que no te gusta y lo entiendo. No es un buen sitio para ti. Tú te mereces mucho más. Pero sólo serán unos días. Quería estar seguro de que estabas con alguien conocido, para que no te sintieras sola, y es lo único que encontré. En cuanto tengas un contrato en condiciones y un sueldo fijo, buscaremos algo mejor. Te lo prometo.

São se abrazó a él. El temor se desvaneció, como si el cuerpo del hombre se lo hubiera tragado.

Él esperó a que deshiciera la maleta y luego la invitó a cenar en un buen restaurante. Terminaron la noche en su casa, en una cama grande y mullida, deseándose y entregándose el uno al otro igual que si la vida empezase en aquel instante.

El mal viento

Consiguió el empleo. Era mucho mejor de lo que ella había esperado. La tuvieron a prueba durante un mes, pero después le hicieron un contrato que le permitía solicitar los permisos de trabajo y de residencia. Cotizaron por ella a la Seguridad Social. Se emocionó al pensar que, si un día lo necesitaba, tendría médicos gratuitos y medicamentos y hospitales. La vida se estaba portando muy bien con ella, y ella trataba de devolverle todo lo que podía. No debía quejarse de nada.

Entraba a trabajar a las ocho y salía a las siete de la tarde. De una a tres, la panadería cerraba. São aprovechaba para hacer la compra y luego callejeaba por Lisboa, mientras se comía un sándwich o un trozo de empanada. Disfrutaba con su trabajo. La tienda estaba en el barrio de Alfama, en pleno centro. Había muchas viejecitas que iban cada mañana a comprar el pan, renqueando, arrastrando los pies a pasitos cortos, apoyándose derrotadas en un bastón. Algunas se quedaban allí mucho rato, y charlaban y le contaban cosas de los tiempos pasados, los padres, el buen marido que se había muerto demasiado pronto, los hijos que habían triunfado o se habían perdido en las drogas, y también los nietos que no venían nunca o venían muy a menudo, y las enfermedades, y los culebrones de la televisión que ella no veía. Le gustaban aquellas mujeres que llevaban la vida a cuestas como caracoles. La conmovían con sus pequeños recuerdos tan importantes, con aquella manera tímida y a la vez entusiasmada que tenían de alumbrar todos los recovecos de sus existencias, e ir recogiendo uno a uno los restos marchitos de las cosas que les habían sucedido, los amores y los abandonos, los tiempos de esplendor y las penurias, los triunfos y las derrotas, las inmensas alegrías y las lágrimas insoportables, cosas comunes que ellas sostenían sin embargo entre las manos como si fuesen delicadas piedras preciosas.

Los ancianos eran en cambio menos comunicativos. Casi todos parecían tristes y un poco perdidos, igual que si el tiempo les hubiera pasado por encima arrancándoles de la memoria los momentos luminosos. Pero había uno, don Carlos, con el que São se reía mucho. Todavía usaba sombrero, y buenos temos algo desgastados de telas claras en verano y oscuras en invierno. Había vivido en Angola en su juventud, y se había casado con una angoleña que había muerto al poco de llegar a Portugal, dejándolo solo y sin hijos. La imagen de São debía de traerle muchos recuerdos, y todas las mañanas le hacía nostálgicas proposiciones:

– ¡ Ay, mi negrita -solía decirle-, si me hubieras conocido hace cuarenta años, me dejarías que te tratase como la reina que eres!