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Cuando se despidió de su cuarto solitario y trasladaron su única maleta al piso en el coche de Bigador, tuvo la sensación de que era la mujer más feliz del mundo. Hacía un día hermoso. La gente caminaba ligera y parecía despreocupada. Tal vez a todos les esperase en casa una amante de piel resplandeciente, un marido con los ojos brillantes de deseo. Sobre el puente y la desembocadura del río se pavoneaban alborotadas las gaviotas. La luz se reflejaba en sus alas y rebotaba luego en el aire, dejando un leve rastro violáceo que se esfumaba en un instante. Pasaron junto a una acacia florecida. Un soplo de viento ligero arrancó algunos pétalos, que entraron por la ventanilla y cayeron sobre su vestido. São se echó a reír: flores africanas bendiciendo su cuerpo. Llevaba un hijo del hombre al que amaba dentro de ella. ¿Podía pedirle algo más a la vida? Cogió una de las manos de él, la separó con fuerza del volante y la besó, muchas, muchas veces, hasta que Bigador logró soltarse y volvió a concentrarse en la conducción:

– No seas pesada -le dijo-, nos vamos a estrellar por tu culpa.

La pesadilla se repetía una y otra vez. Él estaba nadando en medio del océano. El mar era verde y claro, pero ella sabía que bajo aquella aparente calma había cientos y cientos de metros de oscuridad y pavor. Nadaba y jugaba y sonreía y se daba la vuelta. Pero, de pronto, algo sucedía. Su cara se transformaba. Tenía miedo. Se volvía débil como un niño. São sabía que corría peligro. Entonces estiraba la mano desde donde quiera que estuviese para sujetarlo. Él, sin embargo, la rechazaba. Era como si no quisiese que ella le ayudara. Como si prefiriese ahogarse, dejarse tragar por las aguas oscuras, antes de que ella lo sostuviera.

Se despertaba sudando en medio de la noche. La ven-tana estaba abierta, pero no soplaba ni una brizna de aire. No se abrazaba a Bigador por no molestarlo: le costaba mucho dormirse, y se enfadaba si algo lo desvelaba. Así que solía levantarse y sentarse durante un rato en la sala, hasta que se tranquilizaba. Sabía que aquel sueño quería decir algo. Jovita le había explicado muchas veces que las imágenes que nos llegan mientras dormimos son mensajes del otro mundo, advertencias de los espíritus, y que había que aprender a interpretarlas. Pero no era tan fácil. El lenguaje de los muertos era enrevesado y a menudo absurdo. Si lo interpretaba de una manera lógica, la pesadilla parecía querer indicar que a su hombre iba a sucederle algo malo. Sin embargo, estaba segura de que no era eso. Le parecía que tenía que ver más bien con la forma como él la trataba últimamente.

Algo le sucedía desde que ella se había instalado en la casa. Había una especie de mal humor flotando por las habitaciones, silencios y caras serias y algún que otro grito. Portazos y a veces, cuando su equipo de fútbol perdía, puñetazos en la mesa que la sobrecogían. Ya no la besaba con entusiasmo al llegar o al irse, como ocurría antes de vivir juntos, cuando al verla la sujetaba por la cintura y la levantaba en el aire y la estrechaba fuertemente. Parecía como si ya no le gustase estar con ella. Ahora regresaba tarde a menudo, después de haberse tomado unas cervezas con los amigos, y al entrar sólo le preguntaba qué había preparado para cenar, como si no le importase lo que a ella hubiera podido ocurrirle. Luego cenaba con la tele puesta, y a veces ni siquiera le dirigía la palabra. Era como si le molestase, como si su presencia allí estuviera perturbando su intimidad y no supiera encontrar otra manera de decírselo más que el desprecio.

Una noche estuvo muy desagradable. A São le había dolido la cabeza durante todo el día. Aquella molestia cada vez iba a más a medida que pasaban las horas. Sentía incluso un latido agudo en la sien derecha, y los ojos le lloriqueaban. Pero no se atrevió a tomar nada a causa del niño. Cuando llegó a casa, humedeció un paño en vinagre y se lo puso sobre la frente. Se tendió en el sofá y dejó que fuera llegando lentamente la oscuridad, que parecía aliviarla. Al fin cerró los ojos y se quedó medio dormida. Debían de ser alrededor de las once cuando oyó que se abría la puerta. Bigador la cerró con todas sus fuerzas, dando un golpe terrible que a ella le resonó dentro del cráneo, y casi al mismo tiempo encendió todas las luces. Más tarde, cuando todo hubo terminado, São se dio cuenta de que las ventanas del piso estaban abiertas. Seguramente los vecinos habían oído los gritos repentinos del hombre:

– ¿Qué ocurre aquí…? -chilló-. ¿Por qué está todo apagado…?

Ella se incorporó en el sofá, atónita:

– Me duele la cabeza…

– ¿Te duele la cabeza…? ¡Pues te aguantas! ¡No quiero llegar a mi casa y que parezca que se ha muerto alguien!

– Pero Bigador…

– ¡Que sea la última vez! ¡Y no te molestes en ponerme la cena! ¡Se me ha quitado el hambre!

Se fue a la cama sin decir una palabra más. A los dos minutos estaba dormido. São le oía respirar desde el sofá. Se quedó allí toda la noche, despierta hasta casi el amanecer. Al principio no lograba entender lo que había sucedido. Era como si de pronto él fuese una persona diferente, alguien a quien no conocía, un hombre al que ella no amaba, desagradable y airado. Pero no quería ponerse triste o enfadarse a su vez con él. Lo único que quería era saber por qué le ocurrían aquellas cosas. Cuál era la razón de su malestar y su rabia, de aquella manera repentina que tenía de detestarla, como si dentro de él estuviera creciendo un odio inesperado que devoraba poco a poco la ternura. Quería comprender qué estaba pasando dentro de su cabeza. Era probable que le molestase su presencia en un espacio que había sido sólo suyo durante mucho tiempo. Y que estuviese nervioso ante el hecho de estar a punto de tener un hijo. Al fin y al cabo, no era lo mismo el embarazo para una mujer que para un hombre. Ella sentía a su bebé dentro, moviéndose y haciéndose sitio, alimentándose y creciendo gracias a su propio cuerpo. Formaba parte de ella con la misma naturalidad que sus manos. Era un pedacito de sí misma, carne de su carne, un corazón latiendo junto a su propio corazón, y esa sensación resultaba luminosa y llena de vida. Para él en cambio el niño no dejaba de ser algo ajeno y extraño, tal vez un fantasma que amenazaba su bienestar. Seguro que estaba asustado. Por eso en su sueño se volvía pequeño y frágil, aunque no quisiera reconocerlo. Debía ser paciente. Tenía que demostrarle que ningún niño del mundo podría robarle ni un átomo minúsculo de su amor por él.

Cuando el hombre se levantó por la mañana, São dormía en el sofá, con las manos encima de su barriga, sudorosa e incómoda. La besó en los labios y en los párpados.

– Perdóname por lo de anoche -le dijo en cuanto ella abrió los ojos-. No sé qué me ocurrió. Había bebido demasiado y no me encontraba bien. Te juro que no volverá a pasar.

Ella se agarró a su cuello:

– ¿Tú sabes cuánto te quiero?

– Sí, sí que lo sé.

– Nada va a separarnos. Puedes estar seguro.

– Lo estoy. Seremos tres, y será como si fuéramos uno.

– Eso es, vida mía. Y yo te querré todavía más. Si es que eso es posible…

A finales de junio, el dueño de la panadería le preguntó a São cuándo quería cogerse las vacaciones. Ella sabía que a Bigador le obligaban a descansar en agosto, así que pidió el mismo mes. Habían hablado de ir a pasar una semana a Portimão. Alquilarían un apartamento, como él había hecho el año pasado. Pero esta vez ella no tendría que ir a trabajar. Descansarían, dormirían mucho, irían a la playa. São nunca había tenido unas vacaciones así. Se sentía excitada y contenta, y no paraba de imaginarse cómo sería el piso, con una terraza mirando al mar donde desayunarían por las mañanas, y un dormitorio con un ventilador en el techo para echarse la siesta al volver de la playa. Por las noches, cuando llegaban del trabajo, hacían cuentas de lo que les costaría. No podían gastar mucho por causa del bebé, así que Bigador le dijo que tendrían que comer y cenar en casa. A ella no le preocupó. Lo único importante, le dijo, era que estarían todo el tiempo juntos sin necesidad de estar pendientes de la hora. Y le hizo prometer que se quitarían los relojes antes de salir de Lisboa.