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Pero un par de semanas después, el propietario la llamó por teléfono para informarla de que no encontraba a nadie de confianza que la sustituyera en agosto. Tendría que esperar hasta septiembre para poder descansar. Se sintió apenada por Bigador. Estaba tan cansado después de todo un año trabajando duramente, había hecho tantos planes, y ahora tenía que decirle que no podrían irse. A ella no le importaba. Si se quedaban en casa, aprovecharía para comprar algunas cosas para el niño y prepararle su habitación. Pero dejarle a él sin vacaciones le parecía una injusticia.

Aquella tarde se apresuró a cerrar la panadería y a coger el autobús para llegar pronto al piso. Preparó una buena cena para él, un guiso de rodaballo con verduras muy especiadas, y patatas asadas con mantequilla. Puso el mejor mantel que tenía, uno blanco bordado que había comprado el año anterior en Portimáo, y colocó en el centro un ramo de margaritas. Quería que todo estuviese lo más perfecto posible para compensarle por la mala noticia.

Bigador se sorprendió cuando llegó y vio la mesa puesta de esa manera:

– ¡Vaya! ¿Qué celebramos? ¿Te han subido el sueldo?

– No, cariño. En realidad no celebramos nada. Es más bien lo contrario.

Él se sentó, dispuesto a escuchar lo que fuese:

– ¿Qué pasa?

– Nada grave, no te preocupes. Es sólo que no puedo cogerme las vacaciones hasta septiembre. Lo siento muchísimo.

El hombre se quedó callado. Al cabo de un rato, São se acercó y le acarició la cara:

– De verdad que lo siento. Sé cuánto necesitas esos días de descanso.

Intentó besarle, pero él la rechazó:

– ¿Qué le has dicho a tu jefe?

– Nada. ¿Qué querías que le dijera…?

– Que tú te ibas en agosto, pasara lo que pasara.

– ¡Pero no puedo decirle eso, seguro que me echa…!

Bigador iba alzando la voz cada vez más:

– ¿Y qué si te echa? ¿Es que no hay más trabajos?

– Pero…

– ¡No has pensado en mí! ¡Nunca piensas en mí! ¡Así es como me pagas todo lo que hago por ti y por el niño!

São se sintió de pronto pequeña y débil, como un insecto a punto de ser pisoteado. Rompió a llorar desconsoladamente. Se refugió en una esquina y se apretó contra las paredes calientes. No sabía qué hacer, qué decir. Sólo quería que aquello terminase pronto, que él dejara de gritarle, que los minutos que estaba viviendo se desvaneciesen, y el tiempo volviera atrás y Bigador entrase de nuevo por la puerta y la abrazara cuando ella le dijese que no podían irse al Algarve, y le susurrara que no importaba, que lo único importante era estar juntos y bien y seguir queriéndose como se querían. Sentía mucha pena. Una pena enorme, gigantesca, que pesaba sobre ella como si de pronto cargase una montaña en sus espaldas. ¿Era posible que todo fracasase así, en unos segundos, todo su proyecto de vida, el amor, la familia, el mutuo apoyo y la comprensión?

El hombre se abalanzó hacia la mesa y, de un manotazo, tiró al suelo los vasos y el jarrón con las flores.

– ¡ ¡Id a la mierda, tú y tus vacaciones!!

Salió dando un portazo inmenso, que retumbó en la casa igual que el estallido de una bomba. São sintió cómo se movían las paredes, y también el niño dentro de ella, agitado, como si tratara de protegerse de aquel estruendo. Ella en cambio estaba paralizada. Se quedó allí de pie, sollozando, y poco a poco fue deslizándose hasta que se dejó caer en el suelo. El agua del jarrón había formado un charco sobre los azulejos, y ahora goteaba lenta y rítmicamente.

Aún no podía darse cuenta, pero ella, que había sido valiente y justa consigo misma, que había crecido llena de fortaleza y de solidez, estaba a punto de convertirse en una pobre mujer deshecha, con la mitad del alma arrancada a mordiscos por el hombre al que amaba, el hombre que juraba que la quería intensamente. ¿Pero cómo decirte a ti misma que ese hombre que has creído elegir entre todos sólo intenta destrozarte? ¿Cómo confesarte que tu amor no camina hacia la luz que debe iluminar a los seres que han decidido compartir un pedazo de sus vidas depositando la confianza del uno en el otro, sino que ha tomado el camino retorcido y peligroso que lleva al otro lado, allí donde los rayos se desintegran convirtiéndose en oscuridad y caos?

Cuando logró recuperarse, pensó en irse. Cogería su maleta y saldría por la puerta para no regresar nunca más. No se sentía capaz de soportar que Bigador volviese a gritarle. Llamaría a Liliana. Ella la ayudaría. Ella sabría encontrar las palabras adecuadas para sostenerla. La cuidaría, y el dolor del fracaso se iría desvaneciendo poco a poco. Sería de nuevo una mujer sin un hombre, una mujer sin un cuerpo contra el cual apretarse en las noches frías. ¡Dios, cómo echaría de menos aquel cuerpo! ¡Cómo recordaría el deseo y el placer, y las interminables caricias! ¡Qué sola se sentiría cuando tuviese que llegar a un cuarto triste de alguna casucha triste y no estuviese ese rostro amado, con sus grandes ojos oscuros y los labios anhelantes! No habría nadie para contarle las cosas que le habían sucedido durante el día. Nadie con quien pasar la tarde del sábado muerta de risa y de sueño y de ternura, nadie de cuya mano pasear el domingo por la mañana a la orilla del río, oyendo los gritos desaforados de las gaviotas y pensando en las benditas horas para estar juntos que aún quedaban por delante.

No habría nadie que la ayudase a criar a su niño. Su niño no tendría padre. Alguna visita de vez en cuando. Con suerte, un fin de semana de cada muchos cuando creciese y ya no se hiciese caca en los pañales y pudiera caminar por sí mismo. Sería así hasta que Bigador se fuera a cualquier otro lugar, un inmigrante que cambia de ciudad o regresa a su país, o hasta que tuviese otra mujer y otros hijos y se olvidase de él, como si sólo hubiera sido un dibujo en un cuento infantil, una foto perdida en el fondo de un cajón, descolorida, que representa a alguien a quien creemos haber conocido en algún momento lejano de nuestras vidas pero cuyo nombre ya ni siquiera recordamos. Una vez tuve un hijo, pero no me acuerdo de cómo se llamaba…

¿Y él? ¿Y Bigador? ¿Qué pensaría al llegar a la casa y verla vacía, las copas tiradas, las flores esparcidas sobre la mesa, la cazuela con el guiso de pescado en la cocina, tal y como ella la había dejado? ¿Qué dolor sentiría al darse cuenta de que se había ido? ¿Cómo serían sus noches sin ella? ¿Cuántas horas se pasaría sin dormir, echándola de menos, dando vueltas en la cama, imaginando su cuerpo acurrucado contra el de él? ¿Quién le cuidaría? ¿Quién mantendría su ropa limpia, su baño fregado, su comida preparada? ¿Quién le masajearía cuando llegase agotado de la obra, relajándole con fuerza cada músculo?

Tenía que quedarse. No podía irse de allí dándole la espalda a todas las cosas hermosas que ambos poseían, el amor y el deseo y las ganas de estar juntos y criar un hijo. Sería muy injusta si se deshacía de todo aquello y lo tiraba a la basura como si no fuese importante. Querer a alguien como ella quería a Bigador era un privilegio, y una no podía andar por la vida arrojando lejos de sí los privilegios que ella le concedía. Se puso a rezar. Hacía mucho que no rezaba, pero ahora se puso a rezar. Por ella y por él y por su hijo. Le pidió al dios que fuese que Bigador se tranquilizara, que no volviese a chillarle. Le pidió que le perdonase por su mal humor. Y que les devolviera íntegro su amor a los dos. Y terminó durmiéndose, agotada, y soñó de nuevo con él, aunque ahora no nadaba en el mar, sino en el charco que el agua del jarrón había formado en el suelo, y que se había convertido en un océano inmenso. Nadaba en medio del peligro, y ella le tendía la mano, pero él se daba la vuelta y seguía nadando en dirección contraria, alejándose cada vez más hacia un horizonte invisible en el que flotaba la niebla.