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Bigador tardó tres días en volver a casa. São estaba angustiada. Lo llamó un montón de veces a su móvil, pero no le contestó. En cambio, no se atrevió a telefonear a ninguno de sus amigos: era probable que estuviera con alguno de ellos, pero, de no ser así, le molestaría que se enteraran de que habían tenido una pelea. No quería que se enfadase más. No podía soportar la idea de que, a su regreso, volviera a gritarle y a dar golpes a las cosas. Cuando pensaba en eso, se ponía de nuevo a llorar.

Pero él llegó sin embargo preocupado, cabizbajo, intentando sonreír aunque la vergüenza y la tristeza se lo impedían. Le traía un frasco de su perfume favorito, el que ella siempre se ponía cuando entraban en unos grandes almacenes y que nunca había podido comprarse porque era muy caro. Le pidió perdón con lágrimas en los ojos. Le hizo el amor con una ternura infinita, y aquella noche durmieron abrazados, más cerca el uno del otro que nunca, sintiendo ella los latidos breves y pausados del corazón de él, y él el olor tan fresco de su pelo revuelto.

Los primeros golpes llegaron unas semanas después, en pleno agosto, en medio de las tristes vacaciones que nunca pudieron pasar juntos. Llegaron como llega un terremoto, una catástrofe cualquiera, inesperadamente, aunque hubiesen existido todos aquellos signos que los anunciaban desde tiempo atrás, aquellos signos que la mente de São veía y se empeñaba sin embargo en no ver.

Era un viernes por la noche. Lisboa ardía. El calor había ido concentrándose a lo largo del verano en las calles, inundando el asfalto y las paredes de las casas y los tiradores de las puertas. Hasta los árboles desprendían calor, como si un fuego invisible los estuviera devorando por dentro y lanzara luego sus vahos hacia el aire. Ella había trabajado todo el día. Estaba agotada. Su cuerpo era fuerte, pero el embarazo parecía menguar su resistencia. Se le habían hinchado las piernas y le dolían los riñones, como si alguien estuviera dándole latigazos allí, a la altura de la cintura. Llegó a casa con el único deseo en la cabeza de descansar, cenar algo rápidamente y acostarse pronto para volver a madrugar a la mañana siguiente.

Se encontró a Bigador tirado en el sofá, dormido. Había cinco o seis latas vacías de cerveza encima de la mesa.

La televisión estaba puesta a todo volumen. Una película en la que unos tipos se daban puñetazos y se perseguían unos a otros en coche, produciendo un ruido infernal. São quitó el sonido antes de acercarse al hombre y besarlo:

– Hola, cariño.

El abrió los ojos y se estiró, bostezando:

– Hola.

– ¿Qué tal tu día?

– Aburrido. No he hecho nada.

– ¿No has salido?

– No. No tenía ganas.

– Pues yo estoy cansada con este calor. Mira las piernas, cómo se me han hinchado…

Bigador echó un vistazo:

– ¡Vaya…! ¿Qué hay de cena?

– Arroz con bacalao. Lo dejé hecho ayer. ¿Te importa calentarlo? Necesito tumbarme un poco.

– Sabes que no me gusta el arroz recalentado…

São sintió cómo la sangre le subía por todo el cuerpo y comenzaba a bombearle en las sienes, una oleada de rabia que enseguida fue acallada por el miedo, igual que el agua silencia el fuego. Comprendió que el hombre estaba al borde de uno de sus ataques de ira. No quería oírle. No quería que sus gritos cayesen sobre ella como piedras afiladas. No lo soportaría. Le faltaban las fuerzas para enfrentarse a su cólera. Tenía la sensación de que, si él le gritaba, ella se desharía, se desvanecería en el aire, de la misma manera que se desvanecen los espectros. Sin darse cuenta, había entrado en la cueva donde se aloja el miedo, en ese ámbito terrible y rojizo en el que la víctima prefiere sacrificarse a sí misma antes que provocar de nuevo la ira de su verdugo. Así que no dijo nada. Fue a la habitación y se puso un vestido de andar por casa. Luego volvió a la cocina, silenciosa, y preparó la cena. Calentó el arroz, extendió el mantel, colocó los cubiertos y los vasos, sacó del frigorífico una cerveza para él y la botella de agua para ella, partió el pan, sirvió los platos.

Se sentaron a la mesa. Para entonces, São ya había superado el mal momento. Había ido haciéndolo más pequeño dentro de sí misma, reduciéndolo con esfuerzo hasta que sólo fue una diminuta mota oscura dentro de su cerebro. Intentó hablar de las cosas que le habían sucedido en la panadería, de doña Luisa, la viejecita de la esquina, que había llegado muy contenta y había estado contemplándose un largo rato en el cristal del escaparate porque su vecino del quinto, aquel chico tan guapo, le había dicho al encontrársela por la escalera que cada día parecía más joven, y que era una pena que él ya tuviera novia, porque si no le iría detrás. Y de Elisa, la niña tan preciosa de la primera bocacalle, que le había preguntado si era verdad que iba a tener un bebé y cómo se hacían los bebés y quién era su marido.

Bigador apenas contestaba. Había vuelto a poner la televisión, y ahora veía un partido de fútbol que le hizo dar un par de puñetazos en la mesa y pegar alguna que otra voz. São terminó de cenar en silencio. Deseó que el juego durase mucho para poder irse sola a la cama y estar ya dormida cuando él se acostara. En cuanto acabó, se levantó y recogió la mesa. Luego fregó los platos, los secó y colocó todo en su sitio. Pasó la bayeta por la cocina, el fregadero y la encimera. Ya podía acostarse. Bigador había cogido otra cerveza y estaba de nuevo tendido en el sofá. Seguía viendo el fútbol, pero el partido debía de ser poco interesante, porque ahora estaba callado y tranquilo. Se acercó a él de camino hacia el dormitorio:

– Buenas noches, le dijo.

– ¿Ya te vas a la cama?

– Sí, estoy muerta, no puedo más.

– ¿No vamos a salir?

– ¿A salir…?

– Es viernes, tengo vacaciones, y estoy harto de estar en casa.

São sintió un latigazo de dolor en los riñones, como si el miedo se le estuviese enganchando allí, preparándose para expandirse por todo su cuerpo. Trató de controlarse. Le pareció que era mejor que él no lo sospechara:

– Lo siento, cariño. Estoy agotada, de verdad, y tengo que madrugar. Saldremos mañana, te lo prometo.

Bigador se había mantenido muy calmado hasta ese momento, hablando en voz baja, tranquilo, como una fiera que acecha a su víctima sin hacer ruido. Ahora empezó a gritar:

– ¡Me has jodido las vacaciones! ¡No he podido ir al Algarve por tu culpa! ¡Y ahora no puedo ni salir a tomar una copa! ¡Sigue jodiéndome, a ver hasta dónde eres capaz de llegar!

São susurró:

– Vete tú. No me importa. Yo no puedo.

– ¿No te importa…? ¿No te importa…?

Y entonces se abalanzó sobre ella. El puño enorme le golpeó un pómulo, una, dos, tres veces. La otra mano gigantesca le sujetó los brazos que trataban de hacer frente a aquella mole inesperada, a toda esa brutalidad que se había precipitado encima de ella en un instante, desbaratando su orgullo de ser mujer, el ensimismamiento de su amor, su ciega confianza en la vida que había ido construyéndose, el refugio que había intentado levantar fervientemente para ella misma y él y su hijo contra la hostilidad y los malos vientos. No le dolía el cuerpo, no sentía los golpes, pero sabía que a medida que la alcanzaban, una parte importante de sí misma estaba huyendo hacia la nada, y no regresaría nunca más.

Bigador seguía gritando:

– ¿Te estás enterando de lo que te importa? -alzó el puño en el aire y lo mantuvo allí amenazador, muy cerca de su cara-. ¿Vas a seguir jodiéndome? ¡Di! ¿Vas a seguir jodiéndome?