São movió la cabeza y susurró:
– No…
La voz del hombre volvió a ser suave:
– Bien, así me gusta.
La soltó. Luego se dirigió a la puerta y salió. Ella se sentó en el sofá. Estaba vacía. Sólo era capaz de observar su cuerpo. Sólo le importaba comprobar que no sentía un dolor repentino en el vientre. Que no había un rastro de sangre en el cojín. Un coche aparcó en la calle y comenzó a tocar el claxon. Por las ventanillas abiertas sonaba un kizomba. São fue siguiéndolo, cantando en voz muy baja, arrímate a mí, mi negra, arrímate a mí, si tú vienes, yo seré un colchón de arena, una manta de estrellas, arrímate a mí. El pómulo comenzó a palpitar. La carne le latía por debajo de la piel. Se lo tocó despacio con la yema de los dedos. Acabó dejando la mano encima. La mano estaba helada. Aquel frío sobre el pómulo caliente era bueno.
Tenía que llamar a Liliana. Liliana iría a buscarla y la acompañaría a un hospital. Sólo Liliana sería capaz de sacarla de allí y construir un puente para ella que la llevase de nuevo a la realidad, al verano caliente y húmedo, a la alegría del niño dentro de su cuerpo, a los helados de chocolate que tanto le gustaba tomar al mediodía, a la sombra consoladora de los árboles, a todos los proyectos y esperanzas y deliciosos momentos de placer de que debía estar hecha la vida de una mujer embarazada. Lejos de la cueva roja del miedo, de las amenazas y la angustia y la asfixia.
Pero no podía llamarla. Ella la había avisado. Había percibido algo en Bigador, quizás aquel gesto, la boca torcida hacia la izquierda, los labios dejando entrever los dientes, y el destello perturbador en el fondo de los ojos. Al principio le había dicho que no se fiara de él. Y, de alguna manera, se lo había intentado repetir muchas veces en los últimos meses.
Sólo se habían visto en un par de ocasiones desde que estaba embarazada. São no podía quedar con ella más a menudo porque a Bigador no le caía bien.
– Esa amiga tuya -solía decirle-, ¿de qué va? Me pone muy nervioso con su rollo feminista. Me trata fatal, como si yo fuera un monstruo.
Ella intentaba convencerle de que no era cierto, aunque sabía que a Liliana no acababa de gustarle mucho aquel hombre. Pero Bigador insistía. Se negó a ir a dos o tres cenas que Liliana había organizado en su casa, y también a invitarla a su propio piso.
– Preferiría que no te vieses con ella -terminó por decirle-. Va a contagiarte sus ideas, y esas ideas son muy malas para una familia, para una madre con un hijo y un marido, como vas a ser tú.
São no quería renunciar a su amiga. Esa relación era muy importante para ella. Cuando estaban juntas, parecía como si se crease a su alrededor un espacio que tenía que ver con la infancia, como si fueran dos niñas caminando de la mano por las tierras volcánicas de Cabo Verde y contándose la una a la otra sus pequeños sueños. Decidió que seguiría viéndola, aunque no le diría nada a Bigador. Sin embargo, aquello no funcionó. Quedaron dos días a la hora de comer. Se puso nerviosa: parecía como si estuviera haciendo algo malo, y tenía la impresión de que él podría entrar en cualquier momento en el café. Así que comenzó a darle excusas. Un día tenía que ir al médico, otro iba a reunirse con la prima de su madre, o debía ayudar a una dienta anciana a limpiar su piso. Liliana comprendió perfectamente lo que le pasaba, y no pidió explicaciones. Aun así, la llamaba por teléfono dos o tres veces a la semana a la panadería, y solía decirle lo mismo:
– ¿Qué tal estás?
– Muy bien, cada día un poco más gorda.
– ¿Todo va bien? -Y aquel «todo» parecía contener un universo entero.
– Sí, sí, perfecto. No hay ningún problema.
– Ya sabes que puedes contar siempre conmigo si me necesitas. Para lo que sea. De día y de noche.
São sentía mucha tristeza al oír esas palabras, como si fueran una premonición de algo vago y peligroso que por nada del mundo quería que sucediera. Pero a la vez le daban calma: estaba segura de que Liliana estaría allí si esa cosa inimaginable llegaba a ocurrir. Luego se ponían a hablar de cualquier asunto, de la reciente sesión de fotos de Liliana, del último libro que había leído o de los jerséis que las dos iban tejiendo con paciencia para el bebé, São despacio, sentada tranquila en su silla de la panadería, mientras esperaba a los clientes, y su amiga por las noches, atropelladamente, haciendo y deshaciendo una y otra vez las mismas vueltas en las que siempre cometía alguna falta.
No podía llamarla. Le había mentido. Le había dicho que quería a Bigador porque era dulce y cariñoso como un niño y firme y tranquilo como un hombre muy mayor. Y ahora ya no sabía si lo quería. Tan sólo estaba segura de que deseaba que desapareciera, igual que las nubes de tormenta cuando las azota el viento. Que tuviera que regresar a Angola por alguna urgencia y no volviera nunca más. Que se lo tragase la tierra.
Ni siquiera sabía por qué lo había querido tanto. Tal vez porque él la engañó y le hizo creer que era realmente así. O acaso porque ella confundió su cuerpo con su alma, y pensó que la extraordinaria belleza de su sexo erguido era prueba suficiente de su bondad. Quizá sólo porque necesitaba querer a alguien y estar convencida de que alguien la quería a ella. Siempre había intuido que el amor podía ser algo caótico y peligroso, una estrategia de la parte más burlona de la vida para empujarla hasta un callejón y obligarla a pegarse a la pared y convertirla en un blanco perfecto contra el que fueran a clavarse flechas envenenadas y agudas puntas de lanza. Debería haber prestado atención a aquella voz que le hablaba en las profundidades de la mente.
No podía llamarla. Sentía vergüenza. Una vergüenza terrible por haber permitido que aquel hombre se atreviera a llegar hasta allí. Por haberle amado de aquella manera loca y confiada. Por haberse quedado embarazada de él. Y por estar pensando, deseando, soñando, ahora, en aquel mismo momento, que llegaría arrepentido, que se arrojaría a sus pies y le imploraría el perdón, que volvería a ser el buen Bigador de los comienzos. Su verdadero amor.
Se dio cuenta de que estaba sola. Y la soledad era como un montón de cenizas que cubrían los ojos y sabían mal. Fue al baño y se miró en el espejo. Tenía todo el lado izquierdo de la cara rojo e hinchado. Entonces notó lo mucho que le dolía, como si un cuchillo la estuviera partiendo en dos, y se puso a vomitar.
São y yo
Cuando São llegó a Madrid, André tenía poco más de un año. Era un niño precioso, con unos inmensos ojos oscuros y una enorme cantidad de pelo rizado. Pero, sobre todo, era un niño alegre como un cachorro, siempre correteando y tratando de hablar sin parar y moviendo el cuerpecillo apenas se oía una música. Con él, a São le desaparecían todas las tristezas. Ya el día que nació, en cuanto lo tuvo por primera vez sobre su pecho, abriendo y cerrando la boca y esforzándose por observarla con su mirada tranquila y llena de gratitud, sintió que la sangre se ponía a fluir más ligera por sus venas, que el cuerpo se le volvía leve a pesar de todo el esfuerzo que había tenido que hacer, y le entraron ganas de echar a correr con aquella criatura diminuta en los brazos, y cruzar ríos y lagos y páramos y bosques y llegar hasta la cima del monte más alto de la tierra, y darles gracias a todos los dioses por haber depositado entre sus manos la vida de ese ser al que quería ya profunda y jubilosamente, con una fuerza y una alegría que parecían emanar del fondo de sí misma, pero también del mundo entero, de las nubes que ese día cubrían Lisboa, de las paredes pálidas del paritorio, de las luces intensas que iluminaban a aquella madre aferrada ya para siempre al primer minuto de vida de su hijo.
Bigador no estuvo presente en el parto. Ella le llamó al móvil desde la panadería cuando empezaron los dolores, pero precisamente aquel día habían faltado dos compañeros del trabajo y no podía ausentarse. No se mostró inquieto ni enfadado, sino aliviado por no tener que acompañarla. También ella se sintió contenta al saber que no iba a aparecer: prefería que quien estuviese a su lado fuera Liliana. Tenía miedo de que Bigador se alterase, de que riñera con la matrona o con el médico, y de que la pusiera nerviosa a ella a su vez. Un parto era sin duda un mal momento que había que pasar, pero quería pasarlo lo menos mal posible. Y si había un solo instante del que pudiese disfrutar, disfrutaría realmente de él. Estaba segura de que no iba a echarle de menos.