Se decía todo eso y luego regresaba a la sala y se echaba en el sofá, esperando desesperadamente que llegara el sueño. Y en ese momento sabía que nada de lo que acababa de afirmar era verdad, que en cuanto él abriera la boca llena de furia para maltratarla, su fuerza desaparecería y se pondría a temblar, se encogería de nuevo como la hoja de una de esas mimosas que se cierran sobre sí mismas apenas alguien las roza, se convertiría en astillas, en barro, en nada. Y que no tenía ninguna esperanza.
Cuando nació André, Bigador le mandó un billete a su madre para que fuera a ayudarles con el niño. De esa manera, São podría volver tranquilamente a trabajar y no tendrían que pagar una guardería o a alguna vecina que se lo cuidase. Doña Fernanda era una buena mujer. Ya había cumplido los setenta años, y tenía la mirada muy triste y la cara arrugada como el tronco de un árbol, pero mantenía el cuerpo ágil y los brazos fuertes. Su vida había sido dura, la miseria y el hambre, la guerra eterna, el marido ausente en la mina, los hijos muertos y los que se habían ido un día para enrolarse en alguno de los ejércitos rebeldes, sin que se volviera a saber nada de ellos… Tan sólo en los últimos años había encontrado cierta calma. Ahora vivía en la casita que Bigador había comprado en un barrio de Luanda, con uno de sus hijos mayores y su esposa y un buen puñado de nietos a los que criaba con toda la paciencia de quien sabe que lo único que le queda por hacer es morirse, y aguarda ese momento convencida de que lo que haya más allá, sea lo que sea, no será peor que lo que pasó.
São y doña Fernanda se gustaron en cuanto se vieron. Reconocieron la una en la otra algo que las hermanaba, acaso la inocencia con la que las dos estaban situadas en medio del mundo, el doloroso fracaso de su bondad, a la que sin embargo seguían fuertemente agarradas, negándose a apartarla de sí mismas para hacerle hueco a la amargura y el resentimiento. Las hermanaba también el miedo a Bigador, la humillante manera en que las dos se veían obligadas a someterse a sus implacables órdenes, la fuerza con la que anhelaban que se fuera temprano de casa y regresara lo más tarde posible, dejándolas en paz, como si las horas sin él transcurriesen en un tiempo vulgarmente feliz, dedicado a las pacíficas y tranquilizadoras necesidades del bebé.
Ambas se aliaban frente a él para paliar de alguna manera el peso de su despotismo sobre ellas. A veces André lloraba en mitad de la noche y São no lograba calmarlo. Entonces Bigador comenzaba a gritar:
– ¡Haz que ese niño se calle de una vez! ¡Tengo que madrugar y necesito dormir!
Al oír las voces, el niño lloraba aún más. Doña Fernanda se levantaba de su cama en el pequeño dormitorio de invitados y entraba en la habitación del matrimonio:
– Si chillas, va a ser peor -le decía a su hijo, y luego se acercaba a São-. Dámelo, que ya me ocupo yo.
Y desaparecía acunando al bebé con aquellas manos grandes y resecas y arrugadas, que emanaban sin embargo una energía especial, algo que calmaba al crío enseguida y le hacía dormir como un bendito hasta la siguiente toma en la propia cama de la abuela.
Si Bigador le protestaba a su madre porque la comida no estaba bien hecha o porque no le había comprado la marca de cervezas que le gustaban, entonces era São la que intervenía para calmarle y excusar a la mujer. Juntas se sentían más fuertes, y a menudo, cuando él no estaba, se permitían criticarlo y hasta burlarse de éclass="underline"
– ¿Te das cuenta de los gestos que hace cuando nos grita? -decía doña Fernanda-. Hincha el pecho como si fuera a ir a la guerra, y mueve la cabeza rápidamente de un lado a otro, que yo creo que los sesos se le deben de mezclar por dentro, y luego agita los brazos en el aire así, igual que si fuera un buitre…
Se ponía en pie junto a la mesa y reproducía la voz dominante de Bigador y sus movimientos, que por un instante parecían absurdos. Las dos se reían entonces hasta las lágrimas, exorcizando de esa manera su propio miedo. Pero hubo un día en que dejaron de reírse. André ya había cumplido el año. Era un sábado, y Bigador se empeñó en que fuesen a bailar. Desde aquella noche en que le había pegado por no querer acompañarlo, no habían vuelto a salir juntos. A São no le apetecía, pero doña Fernanda le insistió para que fuese:
– Te vendrá bien menearte un poco -le dijo-. Bailar es bueno. Mientras bailas, el alma sale del cuerpo y se va por ahí y ve cosas nuevas. Cuando vuelve, está más descansada y más feliz. Vete y disfruta.
Fueron a la vieja discoteca del pasado. São bailó durante muchas horas. Se sentía bien. Quizá fuera cierto que el alma se paseaba entretanto por el mundo, porque se olvidó de todo, del desamor y las desilusiones, de las estrecheces económicas y las noches demasiado cortas, y hasta del propio André. Durante un rato, volvió a ser la muchacha exaltada y alegre de tiempo atrás. Bigador bailó con ella al principio. Pero después del tercer gin-tonic se sentó en un rincón, malhumorado y hosco. Ella siguió en la pista, agitándose al ritmo de los sembas, ajena a lo que sucedía a su alrededor, concentrada tan sólo en la música y en los movimientos de su cuerpo, despreocupada de su hombre y de sus amigos, que a veces se acercaban a ella durante unos minutos y le hacían brevemente de pareja.
Cuando se despidieron de los demás y subieron al coche, Bigador no dijo nada. Sin embargo, São se dio cuenta de que estaba enfadado por su manera enloquecida de conducir, a velocidad endiablada, saltándose los semáforos en rojo, girando sin poner el intermitente y haciendo rechinar los neumáticos. Entonces el alma volvió poco a poco a su cuerpo, y con ella regresó el miedo. No se atrevió a decirle nada. Sabía que cualquier palabra, cualquier petición para que fuera más despacio, provocaría un ataque de ira. Se sujetó como pudo al asiento y contuvo las ganas de gritar. Aparcaron muy cerca de la casa. Ella se bajó deprisa y caminó hacia el portal sin esperarle. Quería llegar al piso antes que él, buscar la protección de doña Fernanda. Pero no le dio tiempo. Aún estaba intentando meter la llave en la cerradura, temblándole la mano, cuando oyó sus pasos que se acercaban a toda velocidad por la espalda y comenzó a recibir los golpes.
– ¡Puta! ¡Más que puta! ¡Te atreves a seducir a mis propios amigos delante de mí!
La golpeó con los puños en la cabeza, en la cara, en el costado. La tiró al suelo y comenzó a darle patadas, mientras seguía chillando. De pronto, doña Fernanda, que había oído el escándalo desde la casa, apareció en el portal y se abalanzó sobre él, jadeante y furiosa, tratando de sujetarlo:
– ¡Déjala! ¡Déjala ahora mismo o llamo a la policía!
Bigador se volvió hacia ella y alzó la mano en el aire, dispuesto a hacerla caer con toda su furia sobre la anciana. Doña Fernanda le miró a los ojos, profundamente triste, como si estuviera contemplando el fracaso de toda su vida. Él se detuvo. De repente recordó una imagen de su infancia: tendría seis o siete años. Regresaba a la chabola con un puñado de frutos secos en las manos que acababa de robar en el mercado. Su madre estaba acuclillada junto a la puerta bajo el sol, con una criatura colgada del pecho medio vacío y otras dos un poco mayores abrazadas a sus piernas y lloriqueando. Lo miró con la misma tristeza con que lo estaba mirando ahora, y le dijo: