– No quiero que robes. Vete a devolver eso a su dueño.
No pudo pegarle. Bajó la mano. Caminó hasta el coche, se subió, arrancó rápidamente y se perdió a toda velocidad en la calle oscura.
Aquella noche, al fin, con el cuerpo dolorido y la cara llena del yodo que su suegra le había puesto en las heridas, São consiguió agarrarse con fuerza a la realidad, consiguió espantar los miedos a manotazos, encontrar en el fondo de sí misma el orgullo con el que tantas humillaciones habían estado a punto de acabar, tirar de su fortaleza hasta lograr extraerla del rincón donde estaba hundida y sacarla de nuevo a la luz. Tomó una decisión: en cuanto doña Fernanda regresara a Luanda, ella se iría de casa con el niño. Le pediría ayuda a Liliana. Su amiga sabría cómo había que hacer las cosas. Ella se las arreglaría para conseguir un pasaporte para André, y entonces huirían lejos, lo más lejos posible, donde Bigador no pudiese encontrarlos nunca. Tal vez regresarían a Cabo Verde o, aún mejor, se irían a Italia, cerca de su madre. Por una vez, su madre tendría que hacer algo por ella. Según sus últimas cartas, parecía que las cosas ya no le iban tan mal. Quizá pudiera alojarlos durante unos días y ayudarla a encontrar trabajo. Saldría adelante, estaba segura de ello. Trabajaría día y noche, comería sólo lo imprescindible, no gastaría nada en sí misma. Lo guardaría todo para André, para que tuviese una vida decente y estudiara. Podía hacerlo. Podía criar sola a su hijo, sin la presencia de ningún hombre que la pisoteara y le dejara el cuerpo magullado y el alma destrozada. Debía hacerlo. Tenía la obligación de volver a sentir que el mundo era un lugar apetecible, un territorio en el que deseaba hurgar, metiendo las manos valientemente hasta el fondo y sacando de él todo lo bueno y lo malo, tesoros dignos de ser guardados y excrecencias de las que se desharía sin miedo, y no aquel espacio de negruras y debilidad y temores constantes en el que la existencia de Bigador lo había convertido.
Se incorporó y miró a André, que dormía en su cuna con una sonrisa en los labios, como si estuviera soñando con fuentes de leche y canciones hermosas y suaves caricias sobre su cuerpecillo. Y le juró que lo sacaría de allí y lo cuidaría con todas sus fuerzas y trataría de hacer de él un hombre bueno y decente y generoso.
Doña Fernanda se fue un par de semanas más tarde. Bigador le compró el billete sin consultarla y se lo puso una noche encima del plato preparado para la cena.
– Se ha terminado tu tiempo aquí -le dijo-. Ya no te necesitamos. Tu avión sale el próximo domingo. Te llevaré al aeropuerto y avisaré a Nelson para que te vaya a buscar.
A la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas, aunque desde la madrugada de la paliza estaba segura de que aquello iba a ocurrir. Su hijo había tardado dos días en regresar y no les había vuelto a dirigir la palabra a ninguna de las dos. Se comportaba como si no hubiera nadie en casa. Ni siquiera el niño, al que no miraba. Llegaba, se daba una ducha, se ponía el pijama y se servía él mismo la cena. Cenaba sentado en el sofá, viendo la televisión, aunque luego dejaba los platos en la mesa para que ellas tuvieran que recogerlos. La primera noche fue a acostarse pronto. Vieron con sorpresa cómo sacaba la cuna de la habitación y la dejaba en la sala. Después cerró la puerta del dormitorio, y le oyeron arrastrando la cómoda hasta que la colocó de tal manera que nadie pudiese entrar. Se miraron la una a la otra, pero no dijeron nada. Doña Fernanda siguió fregando los platos y São terminó de darle a André el último biberón del día. Cuando acabaron, la anciana fue a buscar a su cuarto un camisón y una manta, que quitó de su propia cama, y se los entregó a su nuera para que pudiera dormir en el sofá. Ella la abrazó y le besó muchas veces la cara arrugada y triste.
La mañana después de la partida de su suegra, São dejó al niño al cargo de una vecina mientras iba a trabajar. Había quedado con Liliana para comer. Se había estado preparando durante varios días para aquel momento. Sabía lo difícil que le resultaría contar todo lo que había vivido, recogerlo de su memoria y de sus tripas y ordenarlo y ponerle nombres, hacer que todos aquellos momentos terribles circulasen en voz alta por el aire del restaurante a través de la mesa y se convirtieran en la vergonzante confesión de una realidad que nunca habría debido vivir. Fue relatando despacio, vacilando, interrumpiéndose, dudando de las palabras que debía utilizar, mientras sentía una y otra vez cómo regresaban las náuseas que había sufrido la noche anterior, cuando Bigador llegó del aeropuerto y la obligó brutalmente a acostarse con él. Liliana la escuchó en silencio, animándola con la mirada. No la juzgó, ni la acusó de nada. No la llamó débil, ni tonta, ni dependiente. Tan sólo entendió su sufrimiento y le dio la ayuda que precisaba, como si le ofreciese un pedazo de luz:
– Deberías denunciarlo -le dijo suavemente-. Yo te acompañaré a la comisaría.
São aún tenía restos de las marcas de los últimos golpes, pero esa posibilidad la aterró:
– ¡No, no! Si le denuncio, me matará. Quizá le haga daño al niño. No lo quiere, creo que no le importa nada. ¡No puedo denunciarle! Necesito irme de aquí. Fuera de Portugal, donde no me encuentre nunca. ¡Ayúdame, por
Liliana extendió la mano y agarró fuerte la de su amiga, estrechándosela hasta hacerle daño:
– Haremos lo que tú creas que es mejor. Estáte tranquila. Vas a salir de ésta, y no os pasará nada ni a ti ni a André. Te lo prometo.
Lo planificaron todo con cuidado. São seguía pensando en irse a Italia, pero Liliana la convenció de que era más conveniente que por el momento se quedase en Madrid. Tenía una buena amiga de Cabo Verde que vivía allí. Estaba segura de que la acogería en su casa por unos días, hasta que encontrase trabajo. Y viajar de Lisboa a Madrid sin pasaporte para el niño era fácil. Porque el único problema de aquella huida era el pasaporte de André: sin el permiso del padre, jamás lo conseguirían. Por suerte, en la frontera de la autopista a España había poca vigilancia. A los autobuses solían pararlos para comprobar si algún emigrante sin permiso trataba de colarse, pero a los coches no. Así que irían en coche. Le pediría a alguna compañera de la asociación feminista que las acompañase, una portuguesa blanca, para pasar más desapercibidas. En seis horas estarían en Madrid. Fuera de peligro, en el punto exacto en el que una nueva vida podría empezar.
A media mañana, Liliana la llamó por teléfono al trabajo. Todo estaba organizado. Había hablado con Zenaida, su amiga de España, que le dejaría una cama hasta que pudiese instalarse por sí misma. También había llamado a Rosaura, que había aceptado ir con ellas y conducir el coche para pasar la frontera. São estuvo a punto de echarse a llorar. Pero no lo hizo: se había prometido a sí misma que no le caería ni una lágrima antes de que el asunto estuviese resuelto. Y esta vez no iba a traicionarse.
En los días que siguieron, no tuvo ni un momento de desánimo. No se paró a pensar en la posibilidad de que las detuvieran en la aduana, en las dificultades que podría encontrarse en Madrid, en los problemas que significaría criar a su hijo sola, en la penuria económica que probablemente tendría que atravesar durante mucho tiempo. Tan sólo se permitió un breve instante de debilidad al despedirse de Bigador el viernes por la noche. Ya estaba dormido. Se acercó a la cama y lo observó durante un largo rato. Recordó sus primeros días en Portimão y luego en Lisboa, cuando le parecía que el mundo era más hermoso porque él existía, cuando se le erizaba la piel si él la rozaba y su voz susurrándole al oído provocaba en ella un inabarcable cúmulo de deseos. Recordó cuánto le gustaba cuidarle y sentirse sostenida por él, y cómo resonaba dentro de ella la idea de hacerse viejos el uno junto al otro, igual que dos árboles a los que han plantado muy cerca y que viven enredando sus ramas. Pensó en toda la tristeza que le había causado su brutalidad, pero también en que nunca permitiría que esa tristeza sobreviviese a aquel momento de liberación. Y le deseó lo mejor, una vida larga y tranquila y, si era posible, que Dios machacase su cólera y la convirtiera en polvo. Y después se fue a dormir al sofá, junto al niño que respiraba plácidamente.