San Pancracio no debió de prestarle mucha atención aquel día, porque lo cierto es que mi padre murió con su mata de pelo intacta y sin una cana. A mi madre, en cambio, se le puso la cabeza blanca enseguida. Yo al menos siempre la he conocido así. Desde que la recuerdo -y aún no había cumplido los treinta años-, tenía el pelo salpicado de manchas pálidas, de las que yo tironeaba sin ningún cuidado cuando jugaba a peinarla en la cocina, ella sentada en la sillita baja de enea y yo arrodillada en un taburete, a su espalda, pasándole el peine una y otra vez por aquellos mechones tiesos y torturándola sin que se quejase.
Mi madre nunca se ha quejado. No sé si lo haría al principio, cuando Miguel nació y ella empezó a sentirse mal y perdió definitivamente su alegría. Pero lo dudo. No logro imaginármela protestando, susurrando un lamento, alzando la voz o el ánimo contra nada. Ha aprendido a convivir con su tristeza, a cargar con ella sin mencionarla jamás en voz alta. Pero no hacía falta que se quejara para que mi abuela se diese cuenta de lo que le ocurría. En cuanto la vio bajarse del coche a la puerta de la casa de la aldea, cuando mi hermano tenía ya dos meses y los días se habían hecho largos y la templanza veraniega permitía que una criatura tan pequeña fuese a vivir a un lugar tan remoto, ella se dio cuenta de que tenía el mal de los niños. Lo había visto en otras mujeres recién paridas, la mirada desvaída, la boca flácida, el aparente desapego hacia el bebé, seguido de largas crisis de lágrimas envueltas en la culpa de no ser una buena madre.
Mi abuela no dijo nada mientras mi padre permaneció allí. Pero en cuanto se marchó al día siguiente, satisfecho de dejar atrás por unas semanas aquella tara de languideces de hembra y berridos de niño, lo organizó todo para ocuparse de la enferma. Se hizo cargo de Miguel día y noche, entregándoselo a mi madre tan sólo para que le diera el pecho o lo acunase un ratito cuando la veía más animada. Sacó de un armario sus mejores sábanas y una colcha de ganchillo, amarillento resto de su ajuar de novia, para hacerle con ellas la cama. Le llenó su pequeña habitación de flores, hortensias y calas que crecían pegadas a las paredes de la casa, húmedas y hermosas. La arropó y la besó todas las noches. Le permitió dormir todo lo que quiso. Le preparó sus comidas favoritas. Y, sobre todo, le dio el mejor remedio que conocía para su maclass="underline" las florecitas amarillas de la hierba de San Juan, las más frescas del valle, cogidas por ella misma en medio del bosque del Soto, allí donde más les daba el sol mágico del amanecer, y maceradas en orujo. Tres buenos tragos al día.
Aquello había curado la pena de la tía Estilita cuando su novio se fue a Cuba y ella no paraba de llorar, sabiendo que nunca volvería a verlo. Había aliviado mucho a la pobre Josefina cuando se quedó viuda a los treinta y dos años con cinco hijos. Y cuando a Manolo, el del cruce, le había dado por meterse en la cama y no querer salir, un día de repente, después de que se empeñara en que la noche anterior había visto a una compaña de muertos rondando su casa y llamándolo por su nombre, era la hierba de San Juan la que lo había sacado de la postración y el miedo y lo había convertido de nuevo en el borrachín despreocupado que siempre había sido.
La hierba y los cuidados de mi abuela ayudaron mucho a mi madre. Poco a poco, fue recuperando el apetito y empezó a visitar las casas de las amigas, que los primeros días habían acudido a verla y se habían llevado un gran disgusto al encontrarla tan mustia. De Miguel iba ocupándose cada vez más, y con más ganas. A veces, si el tiempo era bueno, se pasaba la tarde entera dormitando con él debajo de uno de los manzanos de la huerta, tendida encima de una manta, abrazando al niño, sonriendo al sentir su carne tibia y su olor tan dulce, y pensando que iría creciendo poco a poco hasta llegar a ser un hombre, un hombre que la querría siempre mucho y al que ella amaría como nunca había amado a nadie. Entonces debía de parecerle que ante ella se desplegaba un largo futuro de satisfacción y bienestar, y que la negrura que se le había metido repentinamente en el alma se desvanecería para siempre. La vida volvería a ser aquella sensación gozosa de la hierba fresca, los rayos del sol colándose entre las hojas del árbol, la brisa paseándose suavemente sobre la superficie del mundo, como una amistosa palmada en la espalda.
Pero entonces, cuando parecía que todo recuperaba su ritmo normal y mi madre dejaba atrás la depresión, se presentó mi padre en la aldea para recogerlos a ella y al niño. Habían pasado seis semanas, y debió de parecerle que la decencia aconsejaba que volviesen a casa. Un poco más y habrían empezado los comentarios entre los vecinos y los conocidos. Y mi padre no estaba dispuesto a dar nada que hablar sobre su intachable moralidad, su práctica perfecta de todos los sagrados preceptos que marcaba la sociedad. Su vida pública siempre se ajustó con disciplina férrea a la imagen que debía dar una persona decente y honrada. Se pasaba todo el día en la ferretería y, en cuanto cerraba, regresaba a casa, como un padre y esposo amantísimo. Su único rato de ocio era la breve tertulia que compartía después de comer con un grupo de amigos, todos comerciantes igual que él. Los domingos nos llevaba a la catedral, donde teníamos que confesarnos uno tras otro, precedidos siempre por él mismo, y asistir luego a la misa de doce, a la que acudían todas las personas importantes de la ciudad. Antes de entrar, nos daba a cada uno una moneda que debíamos depositar en el cepillo, junto a su ostentoso billete. Siempre rezaba en voz muy alta, apagando con su acento mexicano el susurro débil de mi madre, se daba grandes golpes de pecho y hundía la cabeza entre las manos durante un largo rato después de la comunión, como si estuviese orando fervorosamente por la salvación del mundo.
A la salida nos dirigíamos a una cafetería de la calle principal, él llevando a mi madre enganchada a su brazo, cabizbaja y vacilante, y nosotros cinco detrás, resistiendo la atroz tentación de echar a correr y hacer carreras como las que hacíamos camino del colegio. A esa hora, la cafetería estaba llena de familias que se parecían mucho a la nuestra: padres orondos, niños con chaqueta y corbata, niñas vestidas con sus mejores ropas y relucientes zapatos de charol. Lo único que a mí me parecía diferente eran las madres. Las otras madres llevaban abrigos de pieles en invierno y vestidos muy elegantes en verano, y muchas joyas de oro y collares de perlas. Se pintaban los labios y olían a perfumes caros. Se saludaban las unas a las otras con besos sonoros, repasaban juntas las revistas de la semana, riéndose a ratos alegremente, y mantenían desde lejos el control sobre los hijos, mientras los maridos charlaban juntos acodados en la barra.
Yo miraba a mi madre, pequeñita, regordeta, canosa, desvaída bajo su ropa siempre oscura y sin adornos, y observaba aquella sonrisa triste que nunca le alcanzaba los ojos y con la que daba los buenos días a quienes se molestaban en fijarse en ella. Sabía que las demás la despreciaban, que se reían para sus adentros de su aspecto, del silencio con el que se instalaba en un rincón, ignorada por todas ellas, que cotilleaban entretanto en voz muy alta sobre el noviazgo de la actriz de moda o el nuevo modelito de la hija de Franco. Y entonces me entraba una pena tremenda y sentía unas ganas enormes de llorar. Me sentaba a su lado y le cogía la mano por debajo de la mesa, porque quería cuidarla, quería decirle que ella era la mejor de las madres, protegerla de la mezquindad de aquellas mujeres enjoyadas, de la indiferencia de mi padre que hacía tertulia en la barra, ajeno por completo a su desamparo. Aquél era para mí el peor momento de la semana. Sorbía un refresco insulso, sosteniendo la mano de mamá y observándole todo el tiempo a él, mientras esperaba que llegase el instante en que se despidiera de sus amigos y se dirigiera a nosotros para irnos, el instante de sacar a mi madre de aquella jaula en la que parecía, más que nunca, un pobre pájaro desplumado.