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Madrid se desplegaba a los ojos de São igual que uno de aquellos mapas que tanto le gustaba mirar de pequeña, un lugar enorme que le parecía sin embargo poder albergar en la palma de su mano, lleno de prodigios e iluminado por un sol que no era lejano y silencioso como todos los soles del mundo, sino que escribía para ella y André en el cielo palabras grandes y felices, como silencio y calma. El miedo se había esfumado. Había ido desvaneciéndose en el aire a medida que se alejaban en el coche de Lisboa y se internaban en las grandes llanuras de la meseta, con los campos inmensos y el lejano horizonte violáceo donde cualquier cosa extraordinaria podía suceder. De pronto, sintió que su cuerpo comenzaba a estirarse y apenas cabía en el asiento, y se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo encogida, de que se había ido doblando sin darse cuenta, y que lo único que miraba desde hacía meses era el suelo con todas sus repugnantes inmundicias. Y ahora tenía ganas de mirar otra vez el aire y las nubes y las copas de los árboles, las fachadas de las casas con sus matas de geranios y las altas cúpulas de las iglesias y los ojos de la gente. Tenía ganas de erguirse, y pisar fuerte, y bambolear las caderas con aquella cadencia suya de la que se había olvidado, y levantar muy alta la cabeza, haciendo frente a todo lo que pudiera sucederles a ella y al niño.

Después de pasar la frontera sin que nadie las detuviera, le pidió a Rosaura que parase en la primera área de descanso. Se bajó y empezó a dar palmadas despacio, y a golpearse luego los muslos con las manos, cada vez más rápido, mientras cantaba una vieja tabanca de su infancia, eres una princesa y llevas una corona de flores, los lagartos se detienen a tu paso y las aves te protegen del calor; ven, princesa, ven, dame la mano y baila conmigo, que yo pueda ver el mundo lleno de colores, como tú. Y bailó como si estuviera poseída por un espíritu, golpeando los pies contra el suelo, lanzando los brazos al aire, moviendo frenéticamente la cabeza y los pechos y la cintura, y sintiendo que cada uno de sus músculos se liberaba de una opresión de siglos y que el alma, como decía doña Fernanda, volaba alegre despojándose de todas las ataduras.

Zenaida recibió a São igual que si fuera una amiga de toda la vida. Su marido estaba trabajando en Alemania, y ella vivía con sus dos hijas en un piso muy pequeño que parecía inflarse como un globo cuando llegaba alguna visita. Enseguida organizó un rincón en su armario para guardar las cosas de André y sacó de algún sitio un colchón hinchable que habría que colocar por las noches en la sala, moviendo el sofá y la mesa. Se negó a que São le pagara nada, ni siquiera la comida, hasta que tuviese trabajo. Era mejor que guardara el poco dinero que tenía por si había alguna urgencia. Al fin y al cabo, ella era una mujer afortunada: trabajaba como cocinera en un restaurante y tenía un buen salario. También Amílcar ganaba bastante en su fábrica de Düsseldorf y le mandaba una cantidad importante todos los meses. Se veían poco y lo echaba de menos, pero aquélla era la única parte triste de su vida. Por lo demás, todo le iba bien. Su marido era un hombre decente, las niñas gozaban de una excelente salud y sacaban buenas notas en el colegio y su trabajo le gustaba. Le divertía preparar croquetas y cocidos y carnes guisadas, y le halagaba comprobar que los platos volvían casi siempre vacíos a la cocina y que la clientela regresaba una y otra vez. En realidad, Zenaida estaba convencida de que a la vida se venía a disfrutar, y no a sufrir como solían decir los curas. Sabía desde que era pequeña, porque así se lo había enseñado su madre, que hay que retener firmemente las cosas agradables que nos ocurren y construirse con ellas una fortaleza, y alejar en cambio a manotazos y patadas todo lo feo que se empeña en rodearnos y aplastarnos contra el suelo. Si tenía un disgusto, era capaz de plantarle cara y espantarlo como a un fantoche, pensando en los buenos momentos que había vivido y en los que aún le quedaban por gozar. Y en las noches de invierno, cuando la añoranza y las ganas de estar con Amílcar eran tan profundas que amenazaban con cortarle la respiración, cerraba los ojos y recordaba cada minuto de las últimas horas que había pasado con él, hasta que percibía su olor y su aliento sobre ella, y terminaba por dormirse arrullada en sus espasmos. Si realmente existía algún ser sobre la tierra del que se pudiese decir que era feliz, ése era Zenaida.

Fue ella quien acompañó a São a mi casa el primer día. Alguien le había dicho que yo necesitaba una asistenta tres veces a la semana. Me llamaron por teléfono y al día siguiente se presentaron en mi piso hermosas como flores, resplandecientes. Las dos se habían puesto vestidos sobrios que las tapaban casi por completo, pero no podían evitar que se les adivinasen debajo los cuerpos rotundos de hembras fuertes, de madres poderosas. La belleza se expandía a su alrededor igual que un aura que las rodeara volviéndolas majestuosas y, a la vez, cercanas y llenas de risa. Sí, eso era, les reían los ojos oscuros y brillantes, y los labios que se abrían sobre las bocas pálidas. Eran mujeres asentadas en la tierra, que podrían tal vez tambalearse si algo, alguien, las empujaba, pero que nunca llegarían a caerse. Las envidié profundamente. Deseé poseer su solidez, su guapura, su alegría. Yo me sentía entonces más pequeña y temblorosa que nunca, como una hojilla seca a punto de ser arrancada de su rama por la brisa más ligera.

En esa época estaba enferma. La herencia maligna de mi madre. Me habían diagnosticado una depresión, y estaba de baja. Pero lo mío no era el mal de los niños, sino el terrible desgarro del abandono. No he tenido hijos. Siempre me asustó la posibilidad de ser como mamá, de verme obligada a arrastrarme por la vida sin fuerzas, teniendo que hinchar a fondo mis pulmones para poder respirar. Uno más de mis muchos temores. Y ahora al fin, incluso sin hijos, estaba allí, atrapada dentro de una sombra, perseguida por el mismo pájaro negro que revolotea infatigable alrededor de mi madre, arrinconada en esa esquina del mundo en la que no brilla ninguna luz. Pablo se había ido, y yo era un trapo que recogía amorosa y desesperadamente las migajas que él había dejado esparcidas por la casa, los miserables restos de la porquería que sus pies habían podido traer en algún momento desde la calle a cualquier rincón de nuestro piso que un día había sido refugio y ahora era un espacio abierto a todos los vientos.

Pobre Pablo. Su amor por mí le hizo desgraciado. Nunca he entendido por qué tanta gente tiende a enamorarse de la persona menos adecuada. Hay algo que no acaba de funcionar bien en la química de nuestro cerebro, ésa que hace que distingamos a un ser entre todos, que lo veamos a él, y solamente a él, digno de nosotros, sin darnos cuenta de que a menudo no es más que la encarnación de nuestros peores demonios, el prototipo de todo lo que detestamos. Cuando nos conocimos, Pablo era uno de los chicos más divertidos de la facultad. Le gustaba salir por las noches, fumar marihuana, ir a bailar a los bares de copas y a las discotecas. Estudiaba Derecho para trabajar en el futuro en algún organismo internacional y viajar por el mundo resolviendo entuertos. No quería asentarse, ni tener propiedades, ni poseer más cosas de las que fuera posible transportar en una maleta de un país a otro, entre selvas y desiertos. No tenía miedo de nada, ni siquiera de morirse en algún lugar remoto, rodeado de gentes desconocidas. Soñaba con tomar ayahuasca con los chamanes bolivianos, con participar en las danzas de los kikuyus de Kenia, con sentarse junto a los yoguis del Tíbet bajo las montañas del Himalaya, contemplando la nada. Deseaba una vida al margen de todas las convenciones, guiada tan sólo por su propia conciencia de lo malo y lo bueno.