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Y fue a enamorarse de mí, precisamente de mí, una mujer aburrida y amedrentada, que había elegido estudiar Derecho para poder sacar una oposición y tener un trabajo y un sueldo de por vida y no verme obligada a cambiar nunca nada, que ansiaba no subirme jamás a un tren o un avión por no indagar en otros paisajes, que aspiraba a una existencia monótona y reglada, con horarios inmutables y muebles-para-toda-la-vida en un piso propio. Todo ordenado, seguro, amurallado por la normalidad y la fijeza.

Pablo era amable y protector y generoso. Creo que ésa fue la razón por la que me eligió. Supo entender que yo necesitaba a alguien que mullese cada noche el colchón en el que me iba a acostar, que me cogiera de la mano cada mañana para hacerme ver que el camino que debía recorrer a lo largo del día no estaba lleno de simas y de fieras acechando en cada esquina. Y en lugar de marcharse a resolver la guerra civil de Angola o el conflicto palestino-israelí, decidió quedarse a resolver mi propio conflicto con el mundo. Su amor hacia mí le hizo renunciar a los sueños. Me mimó, me consintió como a una niña malcriada, admitió la organización de vida que yo impuse inconscientemente, convencida de que era lo mejor para los dos, sin darme cuenta de que estaba amputándole una parte esencial de sí mismo y de que, con el paso de los años, cuando la pasión que nos unió se hubiera dulcificado, cuando llegase ese inevitable momento en el que cada persona se detiene a confrontar lo que fueron sus anhelos con la realidad que vive, a comparar los viejos deseos con lo alcanzado, a contemplar sus fotografías de joven y observar el paso del tiempo sobre sus rasgos con su rastro de aciertos y de errores, el hombre que estaría a mi lado, aun tendiéndome esforzadamente sus brazos y ofreciéndome sus hombros para ayudarme a soportar el peso de mis sombras, sería un ser frustrado y triste.

Por hacerme feliz, Pablo aceptó preparar las oposiciones a secretario de juzgado mientras yo preparaba las de funcionaría de la administración central. Aceptó comprar un piso con hipoteca. Aceptó pasar las vacaciones en la costa más cercana en lugar de viajar a sitios salvajes. Aceptó casarse. Aceptó no tener hijos. Y lo hizo todo sin que pareciese que realizaba ni un solo esfuerzo. Lo que más deseaba, decía, era vivir a mi lado. Yo le importaba más que el paisaje más asombroso del mundo. Y es cierto que seguía queriendo acabar con las bombas y la miseria, pero, si se iba dejándome atrás, sólo sería un desdichado sin fuerzas para hacer nada, un fantasma solitario que rodaría por el mundo sin saber por qué había decidido vivir sin mí. Y yo fui aceptando sus sacrificios como si eso fuera lo mejor para ambos, organizamos una existencia pequeña y cómoda y perfectamente estable, alejada de los vaivenes y las sorpresas, encajada dentro del molde de lo común. Di por supuesto que entre nosotros no cabrían las dudas ni los arrepentimientos, que juntos seríamos capaces de construir un edificio firme como una montaña, lleno de amor y de complicidad y de sexo, pero también de comodidades y certezas, una confortable torre de enamorados eterna e invencible.

Aguantó casi quince años a mi lado. Fueron demasiados para él, que no debería haber llegado nunca a mi espacio. Muy breves en cambio para mí, que jamás fui capaz de imaginármelo lejos, ajeno. Yo veía cómo la luz que siempre había emanado de él iba extinguiéndose año tras año, cómo su cara antes llena de sensualidad y de energía se volvía reseca y opaca, igual que una máscara. Veía cómo sus largas conversaciones sobre las esperanzas de los seres humanos y el progreso, sus infinitas lecturas de historia y pensamiento político, se convertían en rápidos repasos al periódico y breves charlas insulsas en las sobremesas con los amigos. Percibía su alejamiento, la escasez del deseo, el esfuerzo que le costaba comportarse como lo que yo quería que fuera, un aburrido viejo prematuro de vida monótona, que ha renunciado a cualquier emoción que pueda poner en duda su absurda convicción de vivir eternamente. Pero, egoísta y cobarde, achaqué todos esos cambios al paso del tiempo, al proceso de maduración que nos aleja de las pasiones juveniles y a la inevitable dejadez que termina por imponer la rutina. Nunca quise darme cuenta de que la parte más importante de él ardía lentamente desde que estaba conmigo, y de que, ahora que estaba a punto de convertirse en cenizas, se resistía a su propia extinción.

Fue un mes de abril cuando todo se hizo pedazos. Por entonces ya llevábamos tres años viviendo en Madrid. Aquélla había sido mi única concesión a sus gustos. También, creo, la única vez que él me pidió una renuncia. Un viejo amigo le había ofrecido un puesto en la Comisión Española de Ayuda al Refugiado. Era una vuelta al camino abandonado tanto tiempo atrás. Sospecho que ya había dicho que sí antes de consultarme. Si yo me hubiera negado a ir con él, probablemente me habría dejado en aquel momento y habría seguido con su propia vida. Y algo dentro de mí debía de saberlo, porque lo cierto es que acepté solicitar el traslado y mudarnos sin apenas discutir. Aquello suponía un esfuerzo enorme, cambiar de ciudad, de piso, de compañeros de trabajo… Hasta la idea de tener que ir a comprar a un supermercado nuevo o a una farmacia diferente me resultaba penosa. Pero lo que más me dolía era dejar a mi madre. Sin embargo, cuando se lo dije con la voz vacilante, muerta de pena, ella se irguió llena de pronto de vitalidad, sonrió como pocas veces la había visto sonreír, y me aseguró con firmeza:

– No sabes cuánto me alegro por vosotros, cariño. Pablo va a trabajar por fin en lo que le gusta. Y para ti también será una gran experiencia. No te falta mucho para cumplir los cuarenta años, y un cambio de vida a esta edad te hará sentirte más joven.

– Pero tú…

– Yo estaré estupendamente. Iré a veros de vez en cuando. Y vosotros también podréis venir siempre que queráis. Aquí hay sitio de sobra.

Y señaló la enorme casa donde ya sólo vivía ella como si le sobrara energía para convertirla de nuevo en un lugar poblado por una multitud. Admiré su entereza y su generosidad. Pero lo cierto es que se equivocó respecto a mí, porque el cambio no fue una buena experiencia. Durante mucho tiempo, mientras buscábamos piso, y nos mudábamos, y sobre todo después, cuando estábamos ya instalados en Madrid, tuve la sensación de estar a punto de caerme por un precipicio. Pablo se esforzó por comprenderme y cuidar de mí, pero mi pánico no hizo más que alejarnos al uno del otro.

Él empezó a salir a menudo por las noches. Le gustaba reunirse con sus nuevos compañeros de trabajo y con las personas a las que iba conociendo, implicadas en proyectos de cooperación en otros países. Yo prefería quedarme en casa. Durante el día tenía que luchar incesantemente contra mi inseguridad. A veces me quedaba paralizada a la entrada del metro o en el vestíbulo del Ministerio, aterrada por todo lo que me esperaba, como una cría miedosa en medio de la oscuridad. Lo único que quería por la noche era descansar, echarme en el sofá con la televisión puesta en cualquier canal y dejarme llevar por la sensación de que, durante unas cuantas horas, no necesitaba hacer ningún esfuerzo. Me bastaba con respirar para estar viva, y eso era agradable y consolador. Y, a fin de cuentas, las largas conversaciones sobre política internacional, derecho comparado o conflictos bélicos terminaban por aburrirme. Me parecía además que Pablo disfrutaba más si yo no iba con él. Cuando estaba presente, le obligaba a estar pendiente de mí y a levantarse pronto de la mesa, en cuanto notaba que los ojos empezaban a cerrárseme. Aquél era su mundo, y yo decidí dejarle abandonado en él. Cerré la puerta de aquella inmensidad que me asustaba y me quedé enclaustrada en mi cuartito, con la pequeña ventana mirando hacia el paisaje que me parecía familiar y sosegado y que pronto se convertiría en nada. Me quedé sentada allí como una anciana senil que cree oír música donde no hay más que tráfico, ver mares en las aceras, acunar niños en lugar de pedazos de tela. Sentada impasible y sonriente, igual que una muñeca sin cerebro, absurda.