Fue, ya lo he dicho, un mes de abril, casi tres años después. Yo seguía empeñada en creer que Pablo estaba todavía a mi lado y que estaría hasta el final de los tiempos. Creía que era él el que llegaba cada noche a casa y me besaba y se instalaba en el sofá y me preguntaba por las cosas del día, el que luego se dormía abrazado a mí y a veces me hacía el amor con una ternura infinita. Pero él ya estaba muy lejos, perdido en medio de las selvas, afectado por el mal de altura en las montañas más prodigiosas, sorteando fuegos cruzados, participando en tensas conferencias de paz. Yo seguía hablando entretanto de las cosas tontas y vulgares de las que habla una persona metódica:
– Tenemos que llamar para reservar la casa la primera quincena de agosto. Quedamos en que lo confirmaríamos en abril -le dije aquella noche.
Todos los veranos pasábamos esas dos semanas de vacaciones en la misma casa, en el mismo pueblo, con los mismos compañeros de playa y la misma plaza sombreada de plátanos donde tomábamos la cerveza de cada tarde.
Pablo se levantó y se acercó a la ventana. Me habló de espaldas, y su voz sonó hueca y lejana, como si estuviera al fondo de un túneclass="underline"
– Yo no voy a ir.
Pero no era sólo eso. No se trataba únicamente de que no fuese a ir conmigo a la playa aquel verano. No iría conmigo nunca más a ningún sitio. Nunca más me abrazaría, ni me besaría por las mañanas aún medio dormido, ni me sostendría cuando yo desfalleciese. Me estaba dejando. Se marchaba a Colombia, a participar en las negociaciones de paz de la guerrilla, contratado por una agencia de la ONU. Y no regresaría a mi lado. Nuestro tiempo juntos se había terminado.
Trató de explicármelo todo, sus razones, su tristeza, sus largas dudas y la radiante certidumbre que al fin había alcanzado. Sollozaba. Yo sabía sin embargo que estaba a punto de sentirse liberado y feliz. Era como un hombre gravemente herido que busca un refugio. Había un rastro de sangre, trozos de piel y vísceras. Pero él caminaba lleno de esperanza hacia la salvación. Yo en cambio me había quedado detrás, tendida sobre la tierra. Estaba muerta.
La furia y el fuego
São empezó a trabajar en mi casa al día siguiente de nuestro primer encuentro. Yo me encontraba tan mal, que no tenía fuerzas para ocuparme de nada. Fue en esa época cuando entendí de verdad a mi madre. Era como si todo se hubiera solidificado a mi alrededor. Cada minuto del día pesaba sobre mí igual que si estuviera viviendo debajo de una roca. No había nada bueno en mi interior, ni un solo instante de alivio. Todo lo que palpitaba dentro de mi cuerpo y de mi cabeza era denso y oscuro. La añoranza, la tristeza, el arrepentimiento, los sentimientos de culpa, el rechazo de mi amor por Pablo, y la terrible sensación de que jamás tendría cura, de que nunca podría salir de aquel agujero en el que yacía ahogándome y compadeciéndome de mí misma, de que el futuro sería por siempre un espacio lleno de dolor y angustia. Lo único que deseaba era morirme.
A mi madre no le dije nada. Ella estaba en ese momento cuidando a mi abuela. Había tenido que llevársela a su casa después de que le encontraran un cáncer de mama que terminaría por matarla lentamente. Me quedé en el piso con mi baja médica, metida en la cama, durmiendo o llorando, tratando de recuperar el olor cada vez más desvaído del cuerpo de Pablo en aquellas sábanas que no cambié en semanas y llorando de nuevo cuando creía encontrarlo. A veces me arrastraba esforzadamente hasta la cocina en busca de una manzana o de un vaso de leche con el que tragar las pastillas que me habían recetado, antidepresivos y somníferos que me permitían por lo menos descansar y olvidarme de todo durante algunas horas.
La única persona que supo lo que me ocurría fue Rocío, una de mis compañeras de trabajo y mi mejor amiga en Madrid. Al segundo día de ausencia en el Ministerio, me llamó. Le conté lo que había sucedido. Ella se apiadó de mí. Me acompañó al médico y, dos o tres veces a la semana, venía a visitarme, me hacía la compra y me dejaba preparado algo de comida, que yo terminaba por tirar a la basura. También fue ella quien decidió que necesitaba una asistenta, una persona que limpiase la casa, que abriera las ventanas y vaciase los ceniceros, que me acompañase a dar una vuelta por el barrio para que yo pudiera tomar el aire. Y ella misma se ocupó de buscarla. El día en que Zenaida y São fueron a verme, Rocío estaba también allí. Le hizo algunas preguntas a São, que contestaba en un portugués entremezclado de palabras españolas, las pocas que le había dado tiempo a aprender. Luego me miró para saber si yo estaba de acuerdo y le propuso que empezara al día siguiente. Cuando se iban, las acompañó a la puerta, y oí cómo le explicaba muy despacio y en voz baja que yo estaba enferma, aunque pronto me pondría bien. No debía molestarme demasiado, pero tenía que prepararme comida e insistir en que me la tomara, y también animarme para que me vistiera y saliese a dar un paseo.
La aparición de São en mi vida fue arrolladora, como cuando un rayo de sol alcanza el mar entre las nubes y el mar estalla en reflejos. Los primeros días, apenas salí de mi habitación. Pero la oía moviéndose por el piso, fregando los cacharros y limpiando enérgicamente el baño, sacudiendo los cojines del sofá y ocupándose de alguna cacerola en la que borboteaba la comida que, poco a poco, yo fui volviendo a tomar. Me gustaba sentir que había alguien en mi casa, una mujer alegre que pisaba mi suelo, que tocaba los muebles y abría los grifos y encendía las luces. Un cuerpo humano latiendo y lleno de vida en el espacio de mi agonía.
Una mañana me levanté cuando ella llegó. Me sentía más animada y tenía ganas de hablar un poco, de interesarme por otra persona más allá de mí misma y de mi pena. Preparé café y le propuse que lo tomáramos juntas. Nos sentamos a la mesa de la cocina y charlamos durante un buen rato. Yo le conté una parte de mi historia, y ella a mí una parte de la suya. Supe que estaba sola con su hijo en Madrid, recogida por Zenaida, que seguía manteniéndola en su casa hasta que encontrase otros trabajos y ganase más dinero y pudiera pagarse un piso propio o cuando menos una habitación. Me dijo que del padre de André no sabía nada, y que era mejor así. Cuando se fue, me quedé pensando en ella. Me pregunté cómo se las arreglaba para subsistir. De dónde había sacado las fuerzas para llegar hasta un país desconocido con un niño pequeño a su cargo. Me imaginé a mí misma en su situación. Yo me habría muerto de haber tenido que enfrentarme a algo parecido. Habría temblado y sollozado y padecido palpitaciones. Me habría quedado encerrada en casa, escondida bajo las mantas, aterrada. Ella, sin embargo, sonreía y exhalaba energía, como si estuviese perfectamente adaptada a cualquier cosa que le pudiera suceder, como si fuese uno de esos árboles firmes y flexibles que se muestran tan resistentes y hermosos bajo los vientos y la nieve y los aguaceros y los veranos resecos como en medio del esplendor húmedo y templado de una mañana de primavera.
Empecé a admirarla en aquel momento. Y mi admiración fue creciendo a medida que nos hacíamos amigas. Cada mañana nos sentábamos a tomar nuestro café y a charlar. Luego comenzamos a dar largos paseos juntas por el barrio. Un día le pedí que trajera al niño para conocerlo. Desde entonces, venía siempre con él. Yo lo llevaba al parque mientras ella limpiaba y me quedaba allí sentada mucho rato, observando con asombro su alegría. Después comíamos, y seguíamos hablando buena parte de la tarde, mientras André dormía la siesta en mi cama. Terminamos por contarnos nuestras vidas. Incluso cosas secretas de las que, yo al menos, nunca había hablado con nadie. Pero São parecía entenderlo todo, como si comprendiese cada una de las debilidades humanas con una rara sabiduría que tal vez había heredado de las piedras y los pájaros. Y yo, al oírla describir lo que había pasado, al escuchar cómo se sobreponía una y otra vez a situaciones que a mí me parecían insuperables, cómo recuperaba siempre el ánimo, sin permitirse dejar de ser una persona esperanzada y bondadosa, llegué a la conclusión de que formaba parte de una raza de gigantes, de un mundo de mujeres poderosas como altas cumbres del que me sentía lastimeramente excluida.