La energía de São debió de contagiárseme. Desde que ella llegó a casa, yo fui encontrándome cada día un poco mejor, y al cabo de dos meses pude volver a trabajar. Sé que muchos dirán que ése fue simplemente el efecto de las pastillas. Y no dudo de que fuera así. Pero había algo más, algo inaprensible, como una vibración que se quedase flotando en el aire que ella había compartido conmigo y que yo aspiraba después de que se marchara, buscando en él los restos de su poder. Quizá fuese tan sólo que su coraje y su fuerza me sirvieron de ejemplo, no lo sé. De cualquier manera, empecé a ver el mundo de otra forma, a comprender que mis grandes tragedias, todas aquellas cosas que desde pequeña me parecían circunstancias terribles, a cuyo dolor sobre mí vivía enganchada como los toxicómanos a la droga, eran minucias si las comparaba con la existencia de infinidad de seres humanos en buena parte del mundo. Mis dramas eran en buena medida risibles al lado de la dura lucha de tanta gente por no morirse, pero había vivido rodeada siempre de tanta blandura, durmiendo en camas tan mullidas, escogiendo cada día la comida que quería comer y la ropa con la que deseaba vestirme, recibiendo tantas caricias de mi madre, de mi abuela y mis hermanos, de Pablo y mis amigos, viviendo en pisos tan confortables y seguros, protegiéndome del frío y el calor, desplazándome en automóviles cómodos como nidos, adquiriendo infinidad de cosas inútiles, contemplando paisajes tan hermosos, humanizados y fértiles, que me había vuelto débil y ciega a lo que no fuesen mis pequeñas carencias. De pronto, todo parecía estar cambiando dentro de mí. Ya no era la Desdichada, la Sufriente de la tierra. De pronto era un ser humano común y corriente, que gozaba de muchos más privilegios que la mayoría. Aún echaba de menos a Pablo, y sabía que probablemente eso sería así hasta el final. Pero ahora entendía que debía acostumbrarme a seguir adelante sin él, y alegrarme por haber disfrutado de nuestro amor durante tanto tiempo. Su existencia ya no era un agujero que no sabía cómo colmar, sino un fulgor que había atravesado mi vida como un inesperado regalo de los dioses. Mi depresión se iba esfumando día tras día, igual que las nubes del verano se desvanecen y flotan hacia el horizonte, dejando a su paso el azul resplandeciente.
Muchas personas no creen en el azar. Viven convencidas de que todo lo que obtienen es resultado de sus méritos, y de sus equivocaciones aquello que pierden. Ven la vida como si fuese una línea ininterrumpida que ellas mismas van trazando, un paisaje perfecto e inteligible, con su perspectiva implacable, con sus praderas y su río que serpentea hacia el mar, y los árboles agitándose en la brisa. Hay zonas sombrías, pero también claros llenos de luz en los que la hierba es dulce y perfumada. Puede que al fondo se levante una prometedora ciudad, cubierta de cúpulas y de torres vertiginosas, y sin duda en algún punto del horizonte se ha formado una tempestad. Y todos esos elementos han sido trazados paso a paso, de manera continua, engendrándose los unos a los otros como en uno de esos esquemas de los libros infantiles en los que el agua se evapora y se convierte en nubes y de las nubes cae lluvia y la lluvia se almacena en la tierra para volver a evaporarse. Todo lógico, comprensible, mensurable.
Quizá tengan razón. Pero yo, ya lo he dicho, estoy convencida de que nuestra existencia depende en gran medida de la suerte. Nadie elige el lugar en el que nace, venir al mundo como São en una choza, entre piedras de lava y tierras muertas, o en una casa grande y confortable rodeada de flores, como yo. Ser hombre o mujer. Tener un padre sin nombre y una madre que te abandona, o un padre que te tiraniza y una madre con la cabeza agachada. Nadie decide quedarse huérfano o padecer una enfermedad. Pasar hambre o tirar a la basura la comida que no le apetece. Ser torpe en los estudios o inteligente y despierto. Nadie sabe lo que va a ocurrirle a lo largo del día cuando se levanta por la mañana. La vida es confusa y caótica, trazos de líneas rotas, un círculo oscuro y hondo, un fulgor allá arriba, esa mancha azul en una esquina… Casualidades, tropiezos, algún pedazo de camino recto que desemboca en un precipicio, una luz deslumbrante que surge de la nada, un vacío silencioso, una cavidad acogedora. Cuestión de suerte.
São tenía mala suerte. Por muchos esfuerzos que ella hiciera, por más que tomara las decisiones correctas, las cosas siempre se le complicaban. Una y otra vez se veía obligada a hacer frente a las dificultades más inmerecidas, a empezar de nuevo, a remontar un camino que ya parecía haber recorrido, como Sísifo ascendiendo incesantemente a la montaña con su roca a cuestas. Y en Madrid no fue distinto: iban pasando los meses, y no conseguía encontrar un trabajo que le permitiera vivir dignamente. Seguía viniendo a mi casa, pero yo sólo podía pagarle algunas horas a la semana y, además, hubiera resultado insultantemente caritativo que la emplease más tiempo para ocuparse de mi pequeño piso. Pregunté a todo el mundo que conocía y puse un anuncio con su teléfono en el tablón del Ministerio. También Rocío y Zenaida hicieron todo lo que pudieron, pero nadie en ningún sitio parecía necesitar una asistenta o una camarera o una dependienta. Al fin, cuando ya llevaba casi medio año en Madrid, consiguió un empleo para cuidar de una anciana enferma. Estaba contenta como una niña pequeña y hacía planes para el futuro: de momento, seguiría viviendo con Zenaida, aunque ahora ya podría pagarle una cantidad justa por compartir su casa. Al niño lo dejaría con una vecina de confianza, a cambio de una pequeña suma, hasta que le diesen plaza en una guardería municipal. Y ahorraría todo lo que pudiese de su salario de 700 euros para alquilar algún día un piso, aunque fuera diminuto, en el que pudiesen instalarse André y ella, con camas propias y un armario en el que cupieran sus cosas y un hermoso jarrón con flores sobre la mesa.
Pero al cabo de ocho meses, la anciana se murió. São se quedó desolada. A fuerza de bañarla, y llevarla en brazos de un lugar a otro, y cambiarle los pañales y los camisones, y peinarla y refrescarla con colonia, y darle purés, y hacerle tragar la medicación con buchitos de agua, y oír sus gemidos cuando tenía dolores pero también sus palabras de agradecimiento cuando se sentía un poco mejor, le había cogido cariño, y sentía su muerte como si fuese la de alguien muy cercano. Además, estaba de nuevo sin trabajo, sin un solo ingreso para hacer frente a los gastos imprescindibles. Tenía algo de dinero guardado y Zenaida les daría de comer a ella y a su hijo si hacía falta. Pero eso sólo duraría un tiempo muy corto. Yo le ofrecí que volviera a limpiar mi piso. Estaba todo hecho un asco desde que no iba, le dije, aunque ella sabía que era mentira porque algunos domingos los invitaba a comer a ella y a André. Y volvimos a poner en marcha la rueda de los contactos, las llamadas telefónicas y los anuncios. Pero nada dio resultado: la mala suerte se había instalado a la puerta de su casa y la esperaba allí cada día, igual que una arpía pestilente, acompañándola a sus entrevistas de trabajo, desplazándose con ella de punta a punta de Madrid en el tren, el metro y los autobuses, quedándose quieta y burlona a su lado mientras las señoras la interrogaban y terminaban por decidir que la anterior candidata sabía cocinar mejor, o los encargados de los supermercados y los bares encontraban injustificadamente que su español no era lo bastante bueno.
Fue entonces cuando decidió volver a Lisboa. Bigador llevaba mucho tiempo pidiéndoselo. Al principio, cuando huyó de él, São estuvo varios días con el teléfono móvil apagado. Liliana le aconsejaba que se deshiciese de su número de Portugal, que tirara la tarjeta a la basura y cortase así cualquier posibilidad de comunicación. Pero ella no se decidió. No podía dejar de pensar que, a pesar de todo, aquel hombre era el padre de su hijo. Quizá, si lo dejaba por completo al margen de sus vidas, si cortaba definitivamente todos los hilos que aún podían unirles, André se lo reprocharía cuando fuese mayor. No le parecía justo despojarle del todo de él. Tal vez, ahora que se habían ido, Bigador lo echaría de menos. Acaso la ausencia le iluminase, como cuando se enciende una luz inesperada en la noche, y decidiera preocuparse por el niño.