Una semana después de llegar a Madrid, conectó el móvil. Tenía casi cien llamadas perdidas, y una docena de mensajes, todos amenazadores y terribles: era una puta y una serpiente, iba a encontrarla donde quiera que estuviese, iba a matarla, la cortaría en pedazos para que su alma no pudiera descansar, quemaría su casa, de ahora en adelante pensaba emplear toda su vida en localizarla y acabar con ella. Apagó el teléfono aterrada, y durante unos días salió a la calle muerta de miedo, deteniéndose en el portal para comprobar que él no estaba esperándola mientras apretaba fuerte a André contra su cuerpo, convencida de que acabaría por aparecer.
No volvió a escuchar sus mensajes hasta dos meses después. El tono se suavizaba progresivamente. Pasaba de gritar a exigir, luego a intentar razonar y, por último, en las llamadas más recientes, terminaba suplicando, lloroso y patético:
– Cariño, vuelve, te lo pido por favor, vuelve… No puedo vivir sin ti, he dejado de comer y de dormir, ya sé que lo que hice está mal, perdóname, cariño, te juro que nunca más volveré a ponerte una mano encima, perdóname, te juro que nunca más… Vuelve, necesito que vuelvas, os quiero mucho al niño y a ti… Os quiero.
Sintió pena. De pronto, se dio cuenta de que se le había acabado la ira hacia él. Ni siquiera le guardaba rencor. Si miraba atrás, ya no veía una fiera, sino un pobre tipo desgraciado, víctima de su propio descontrol. Le había perdonado. Ahora estaba en paz con él. No quedaba nada de la antigua pasión, ni bueno ni malo. Tan sólo un vacío en el que refulgían leves chispas de piedad. Hubiera sido agradable poder llamarle y hablar tranquilamente. Organizar las visitas al niño y contar con su apoyo. Permitir que André tuviera un padre. Pero no iba a contestarle. No se había creído ni una palabra de su discurso lacrimógeno. Disculpas, falsas promesas de amor, llantos mentirosos… Una vez más. No le creería hasta que le hablara serio y tranquilo, hasta que le hiciera propuestas concretas, dinero para mantener al niño, días de visita. Y no estaba segura de que eso fuese a ocurrir. Sabía que le faltaba la fuerza necesaria para librarse de toda aquella porquería que llevaba pegada encima, la violencia y el desprecio hacia las mujeres y el ansia de dominar para demostrar que era alguien. Tenía que mantenerse lejos de él y preservar por encima de todo la seguridad de André. Le envió un mensaje escrito breve y seco: «Estamos bien. No me llames más. No voy a volver contigo. Nunca. Te deseo lo mejor.»
Él estuvo casi tres meses sin dar señales de vida. Hasta que una mañana volvió a dejar un recado en el buzón de voz de São. Esta vez sonaba sereno:
– Hola, soy yo -le decía-. Me gustaría que hablásemos. No te preocupes, no pretendo convencerte de que vuelvas. Estoy con otra mujer, y me siento bien. Pero tenemos que hablar del niño. Quiero verlo y ocuparme de él. Llámame, por favor.
São se lo estuvo pensando durante varios días. Tenía miedo de que fuese una trampa, de que pretendiera engañarla y descubrir dónde se había escondido e ir a por ella, o tal vez atraerla a Lisboa con la excusa de ver a André y allí hacerle Dios sabía qué atrocidades. Pero también estaba el crío, y toda la responsabilidad que sentía hacia él. Su hijo no era el culpable de que ella se hubiera equivocado al enamorarse. Y tenía derecho a disfrutar de un padre, un hombre que lo llevase sobre sus hombros y jugara con él al fútbol y le hablara de las cosas de las que hablan los hombres cuando fuera mayor. Se había empeñado en creer que Bigador no cambiaría nunca, pero tal vez no fuese cierto. Quizás él había sido violento con ella por alguna razón que tuviera que ver con ella misma. Puede que lo pusiera nervioso. O acaso necesitaba una mujer que lo dominase, que no le permitiera ni la más mínima falta de respeto y levantara la voz más que él, y no alguien que se comportase como una cobarde apocada. ¿Cómo podía estar segura de que no era así? Era posible que su nueva novia supiera tratarlo de la manera que él quería y que se le hubiese apagado por dentro la violencia, la cólera contra el cuerpo femenino inabarcable y ajeno. Y en ese caso, ¿por qué no pensar que podía ser un buen padre?
No respondió a su mensaje, pero dejó el teléfono encendido por comprobar si insistía. Volvió a llamar al cabo de una semana. São le contestó con el corazón latiéndole en las sienes, casi sin voz. La voz de Bigador sonaba en cambio tranquila y segura, como si estuviera instalado en lo alto de un pedestal desde el que contemplara el mundo con benevolencia. Le explicó que se había enamorado de una compatriota, una buena mujer que cuidaba de él y le había hecho entender ciertas cosas que antes no comprendía. Había dejado de beber y ya no tenía aquellos arrebatos de furor que le cegaban. Ahora era consciente de lo mal que se había portado con ella. Le pedía sinceramente perdón por todo el daño que le había causado. Y le suplicaba que pensara en su propuesta: aunque antes no hubiera sabido demostrarlo, quería a André. Deseaba contribuir a mantenerlo. Podía mandarle todos los meses 200 euros para sus gastos. A cambio de eso, le rogaba que le permitiera verlo de vez en cuando, pasar con él las vacaciones, tal vez algún fin de semana si es que no estaban muy lejos de Lisboa… Si a ella le parecía bien, le enviaría unos billetes para que fueran los dos unos días y así pudiera comprobar por sí misma cuánto había cambiado. São apenas habló. No sabía qué debía responder. Seguía teniendo miedo de que todo fuese mentira y, a la vez, miedo de que fuera verdad y ella estuviera siendo injusta. Le prometió que tomaría pronto una decisión y que le llamaría.
A la mañana siguiente, el teléfono volvió a sonar. Era el número de Bigador, y São respondió asustada, pensando que quizás esta vez iba por fin a gritarle y a amenazarla de nuevo. Pero quien hablaba era una mujer:
– Hola. ¿São…?
– Sí, ¿quién es?
– Soy Lia, la novia de Bigador.
No sintió hostilidad ni rechazo. Por el contrario, notó de inmediato una rara complicidad con esa mujer que compartía con ella el viejo deslumbramiento, la adoración pasada. Deseó silenciosa e intensamente que no tuviera que soportar lo que ella había soportado, que su relación fuese apaciguada y razonable.
– Hola, Lia, ¿cómo estás?
– Perdona que te moleste. Si no quieres hablar conmigo lo entenderé, pero me gustaría que pudiésemos charlar.
– Adelante. Tú dirás.
– He aprovechado que Bigador ha salido y se ha olvidado el móvil para llamarte. No le diré nada de esto.
– Bien.
– Sé todo lo que te hizo. Él me lo ha contado.
– ¿Estás segura…?
– Creo que sí. Me ha contado que te trató mal, que te despreció y te gritó muchas veces, y que llegó a pegarte. Ahora está muy arrepentido, tienes que creerme.
– Te lo aseguro, São. Llevo dos meses con él, y nunca le he visto alzar la voz.
São recordó que también con ella había sido dulce como un cordero los primeros meses, pero no se atrevió a decir nada. Al otro lado del teléfono, la mujer seguía insistiendo:
– Permítele que vea a André. Dale una oportunidad. Ha dejado de beber. Era eso lo que le hacía estar tan enfadado. Ahora es otra persona, tendrías que verlo. Estoy convencida de que va a ser un gran padre.