Se imaginó al niño abrazado a Bigador, las manos enormes del hombre cubriendo su espalda diminuta, protegiéndole del mal y el dolor. A veces el crío le preguntaba por él. Parecía recordar vagamente la presencia de una figura masculina en algún momento de su vida, aunque quizá sólo se lo estuviera imaginando al ver a los padres de otros niños. Ella solía decirle que estaba de viaje y que volvería pronto. No tenía valor para negar su existencia. Tragó saliva:
– De acuerdo. Iremos a Lisboa un fin de semana. Quedaremos con él, pero no prometo nada.
– Gracias, muchas gracias. Bigador siempre me ha dicho que eres muy buena. Ya veo que es verdad.
Era la época en que São trabajaba cuidando a la anciana, así que disponía de algo de dinero. Decidió pagar ella misma los billetes: no quería deber aquel favor si las cosas no salían bien. Bigador mandó una autorización notarial a través del consulado para que pudiesen hacerle el pasaporte a André. Luego ella buscó un vuelo barato y, un viernes por la noche, madre e hijo volaron a Portugal. Se negó a que él fuese a buscarlos al aeropuerto para que no tuviera ninguna posibilidad de averiguar desde dónde viajaban. Incluso, por precaución, por si acaso él se presentaba allí por su cuenta y los esperaba, le dijo que no llegarían hasta el sábado por la mañana. Pasaron la noche en casa de Liliana y su novio, que estaban preocupados y no hacían más que darle consejos. No consiguió dormir ni una sola hora. A las ocho ya estaba duchada, arreglándose el pelo y maquillándose con las cosas de Liliana: deseaba estar muy guapa y que Bigador se diera cuenta de que, desde que lo había dejado, era más feliz. Se puso su mejor vestido, y luego arregló también a André como si fuera un príncipe, con ropa nueva, lo repeinó y le echó un gran chorro de colonia. Y se fueron en el autobús hacia el café del centro donde habían quedado a las once, ella angustiada y con las piernas temblorosas, pero sujetando firmemente la mano de su hijo.
Cuando llegaron, Bigador y Lia ya estaban allí. Le pareció menos alto y fuerte de lo que lo recordaba. La huella de su brutalidad había hecho que ella lo magnificase en su memoria, convirtiéndolo en una especie de gigante. Sin embargo, no era más que un hombre vulgar, grande y recio, pero vulgar. La besó en las mejillas. Se dio cuenta de que, por primera vez, no había percibido su olor. Tiempo atrás, en otra existencia, ese olor la perturbaba y la excitaba. Entonces lo olfateaba como un animal y trataba de impregnarse de él. Luego, cuando las cosas se estropearon, terminó por darle asco, por provocarle arcadas y un intenso deseo de alejarse. Ahora se había convertido en nada. Era dichosamente inexistente.
El hombre intentó abrazar al niño, que se escabulló lloriqueando. Entonces sacó de una bolsa un enorme paquete, que fue abriendo pacientemente ante él. Era un coche eléctrico, sin duda carísimo, que dejó a André deslumbrado. Después de enseñarle una y otra vez todas las cosas que tenía, las luces y el volante de colores y los grandes asientos con sus dibujos infantiles, le preguntó si quería salir a probarlo a la calle. El niño le cogió inmediatamente de la mano, lleno de emoción. Bigador se detuvo y miró a São:
– ¿Puedo…?
Ella afirmó con la cabeza. Los vio salir, juntos y sonrientes, André tirando de su brazo y él haciéndose el remolón, y luego siguió mirándolos a través del ventanal mientras jugaban en la plaza. Corrían los dos detrás del coche, contentos, y entonces el crío tropezó y se cayó. Bigador lo levantó con cuidado, le limpió suavemente las rodillas y lo abrazó. Sus grandes manos cubrían la espalda sacudida por los sollozos, protegiéndolo del miedo y del dolor. Lo alzó en sus brazos y fue a sentarse con él en un banco y lo mantuvo sobre las rodillas, diciéndole cosas hasta que consiguió que se volviera a reír. Lia observaba la escena sentada a su lado, silenciosa. Ahora habló al fin:
– Parece que se entienden, ¿no?
– Sí, eso parece.
– ¿Dejarás que nos lo llevemos hoy…? Te lo devolveremos mañana donde tú digas, a la hora que digas. Te juro que estaré pendiente todo el tiempo, como si fuera mi propio hijo. Yo tuve un hijo que se me murió, y sé lo que se siente. Te juro que si viese cualquier cosa rara, te llamaría. Pero no ocurrirá nada, puedes estar segura.
Supo que podía fiarse de aquella mujer grande y fea, cuyos ojos brillaban muy abiertos, como los de una niña a la que nadie ha dado todavía una paliza, a la que nadie le ha dicho que no puede estudiar porque no hay dinero, una niña que aún confía en la bondad del mundo. Y aceptó.
Cuando São decidió regresar a Lisboa, Bigador y Lia llevaban meses intentando convencerla de que eso era lo mejor para ella y para André. Un niño, y sobre todo un varón, necesita la presencia de su padre, le decían una y otra vez. Y ella no estaría tan sola para criarlo. Hasta ahora nunca había estado enfermo. Pero ¿había pensado en qué ocurriría cuando empezase a ir a la guardería o al colegio y cogiese anginas y resfriados como les sucedía a todos los críos? Ella no podría acudir al trabajo. Tendría que quedarse a cuidarlo. Y, a la segunda o la tercera vez, perdería su empleo. Y las vacaciones, ¿cómo se las arreglaría durante las largas vacaciones escolares? Y los días de diario, ¿iba a dejarlo todas las tardes con una mujer a la que tenía que pagar mientras ella trabajaba hasta las tantas? Y los fines de semana, ¿acaso no tenía derecho a salir de vez en cuando con sus amigas?
Todo eso en Lisboa sería fácil de organizar. Por suerte, Lia trabajaba para sí misma. Era propietaria de una peluquería en la que tenía dos empleadas, y podía ausentarse siempre que quería. Si el horario de São se prolongaba hasta tarde, ella se haría cargo del niño cuando saliese de la guardería o del colegio. Y también cada vez que no hubiese clase pero fuera día laborable. Los fines de semana alternos, André los pasaría con su padre, por supuesto. Y São dispondría así de una vida propia, de tiempo para sus amigas, para hacer compras, ir a bailar, acercarse a un gimnasio o, simplemente, quedarse tirada en el sofá viendo la televisión y descansando.
Sin embargo, ella no acababa de decidirse a aceptar la propuesta. Reconocía que era lo mejor para todos. Incluso que era lo que debía ser, un niño que se cría junto a una mujer y un hombre. Recordaba su infancia de hija de madre soltera, las infinitas veces que se había preguntado quién sería su padre y había deseado conocerlo, los muchos años que se había pasado mirando a cualquier hombre que le pareciera bondadoso y diciéndose a sí misma que tal vez fuera él, aquél que descargaba pescados en el puerto de Carvoeiros con su enorme sonrisa sobre los dientes impecables y las pequeñas arrugas a un lado de los ojos. O el maestro que iba siempre a la escuela con la camisa muy blanca y recién planchada y abrazaba a los críos cuando se caían en el patio y se ponían a llorar. Ella a veces se tiraba al suelo a propósito y fingía haberse hecho daño tan sólo para que el maestro la levantase. No quería que su hijo tuviera que vivir ansiando que un hombre le abrazara. Pero había algo que le impedía tomar la decisión. Era como si una lejana voz dentro de su cabeza estuviera intentando avisarla de que, si regresaba, ella y André correrían peligro. Se fiaba de Lia. Estaba segura de que no le había mentido nunca, y de que cuidaría del niño como si fuera su propio hijo, el que había perdido cuando era aún un bebé, por causa de unas fiebres que arrasaron su barrio de Luanda. Pero le parecía que detrás de las buenas palabras de Bigador, de su cariño por el crío, de su interés en ocuparse de él, latía algo oscuro y peligroso, algo que podía estallar en cualquier momento arrasando todo a su alrededor. Furia y fuego.
Después de que la anciana de la que cuidaba muriese, cuando el cerco de la arpía que la acompañaba se hubo extendido por todo Madrid y le cerró a cal y canto las puertas de las casas y las tiendas y los bares y los talleres y las fábricas, cuando comprobó al cabo de dos meses de ansiedad que no había manera de encontrar trabajo y el dinero se le estaba acabando, São supo que no le quedaba más remedio que regresar. Si hubiera estado sola, habría resistido. Habría comido trozos de pan, o nada, habría dormido en los portales o en los agujeros oscuros del metro, habría encendido velas y bailado por las noches en los parques, entre los castaños de Indias y los magnolios, para espantar la mala suerte. Hubiese esperado hasta verla alzar el vuelo y desaparecer en medio de las nubes, esfumándose como una sombra exhausta, rendida. Pero ahora era madre. Su propia vida era menos importante que la de su hijo, y debía resignarse a aceptar la realidad. Parecía como si todo la empujase inevitablemente hacia Lisboa. Tal vez alguien, algún poder misterioso y oculto, había dibujado su existencia antes de que ella naciera. Quizá Dios, o quienquiera que fuese que manejara los hilos del frágil destino humano, estaba divirtiéndose mientras jugaba con los suyos. En cualquier caso, resultaba evidente que debía volver a aquella ciudad alzada como una concha encima del río, a las cercanías de Bigador. Era mejor acallar la voz llena de presagios, taparse los oídos y dejar de prestarle atención. Y, simplemente, hacer la maleta con tranquilidad y empezar de nuevo.