No hubo manera de que Zenaida y yo la convenciéramos de que se quedase. Tampoco lo logró Liliana, que estuvo llamándola varios días seguidos y tratando de hacerle entender que tal vez no era una buena idea. Todas teníamos miedo de lo que pudiera sucederle. Ninguna de nosotras terminaba de creer por completo en la bondad recién nacida de Bigador. Pero São había tomado su decisión, y ya no estaba dispuesta a dar marcha atrás. Y, en el fondo, todas la comprendíamos y pensábamos que tal vez, de vernos en su situación, nosotras hubiéramos hecho lo mismo. Terminamos por apoyarla y animarla, esforzándonos en confiar en que aquel hombre hubiese cambiado de verdad. ¿Quién estaba totalmente seguro de que una mala persona no pudiera transformarse, arrojar lejos la crueldad, como la serpiente que muda de piel, y dejarla atrás, reseca y polvorienta? ¿No estábamos todos sometidos a la química tan variable de nuestro cerebro? ¿No vivíamos cada uno de nosotros épocas en las que nos sentíamos más nerviosos o más calmados, más alegres o más pesimistas? ¿Acaso no acababa yo misma de atravesar un periodo de postración y ahora sin embargo me sentía tranquila? Quizá Bigador hubiera encontrado, él también, la paz con el mundo y con sus afectos. Sí, sin duda lo que les esperaba a São y a André en Lisboa sería bueno.
Zenaida con sus niñas y yo fuimos a despedirlos a la estación de autobuses. Nos esforzamos por sonreír y disimular que estábamos tristes por su partida. Hicimos bromas, prometimos ir a verlos en cuanto pudiéramos y acogerlos en nuestras casas si ellos querían venir. Y agitamos las manos en el aire cuando el autobús se iba como si estuviéramos asistiendo a una fiesta, mientras André nos decía adiós con el entusiasmo y la alegría que sólo pueden sentir los niños y São pegaba su frente a la ventanilla y veíamos desde lejos cómo le caían unos lagrimones tristísimos y mudos.
La llamé al día siguiente. Me dijo que todo iba bien. Lia les había buscado una habitación cerca del piso de Bigador y de su propia peluquería. Era una casa tranquila y limpia, y eso le bastaba. Esa misma tarde tenía una entrevista para trabajar como camarera en una cafetería de un centro comercial del Chiado. Y en cuanto a André, parecía entusiasmado con su padre. La noche anterior, recién llegados de Madrid, se había empeñado en ir a dormir con él. Y había vuelto por la mañana contento y cariñoso. Eso era lo más importante.
Siguieron llegando las noticias lentamente, desgranándose como los eslabones de una cadena que parecía ir cerrándose con suavidad: el trabajo, la ayuda que Bigador y Lia le prestaban con el niño, su apoyo económico, la buena relación entre los cuatro, la alegría de comprobar que no se había equivocado al tomar la decisión de volver y que, por el contrario, las cosas eran mucho mejores de lo que había supuesto. Y también apareció el nuevo amor, Luis, un portugués al que conoció sirviéndole tés en la cafetería en la que trabajaba, profesor de matemáticas en un instituto, amable y tan apocado que tuvo que ser ella, después de fijarse durante mucho tiempo en cómo la miraba disimuladamente desde lejos, después de darse cuenta de que le gustaba su cara pálida y la manera que tenía de sonreír, frunciendo a la vez la nariz, y de que lo echaba de menos cuando no aparecía a la hora habitual, quien le preguntara una mañana en voz baja, mientras limpiaba la mesa, si era posible que se vieran alguna vez fuera de allí.
Al principio yo la llamaba todas las semanas. Luego, como suele ocurrir, fui distanciando las llamadas. Hasta que llegó el mes de noviembre de 2006, casi un año y medio después de que São y André se hubieran ido. Una noche sonó tarde el teléfono en mi casa. Me levanté de la cama deprisa, angustiada, pensando que tal vez le había ocurrido algo a mi abuela o a mi madre. Era Zenaida. Acababa de colgarle a São y me llamaba para contármelo todo. La furia y el fuego habían estallado.
La luna
Sí, todo sucedió en noviembre. Un mes triste y cruel como una hiena. El mes de los muertos y de los crepúsculos desconsolados, el mes en que la mitad de la tierra se dirige vencida hacia su ocaso, abrumada por el temblor y la incertidumbre. Lia se había ido a Angola. Hacía cinco años que no volvía a su país, así que decidió tomarse dos meses de vacaciones y esperar allí a Bigador, que iría a pasar las Navidades. Y entonces, en cuanto ella cogió el avión y desapareció en el horizonte, fue como si hubieran soltado una jauría de perros.
Ya el primer fin de semana, a pesar de que le tocaba pasarlo con el niño, Bigador llamó a São para decirle que no podía ir a buscarlo. Y se lo dijo de malos modos, como solía hacerlo en la época en que se creía su dueño, pronunciando las frases igual que si estuviera disparando balas, sin permitirle discutir o preguntar cuando menos por qué. Ni siquiera se molestó en dar excusas. No alegó que tenía que hacer horas extraordinarias, o que era el cumpleaños de un amigo e iban a celebrar una fiesta, o que se sentía griposo. Simplemente, dio por sentado que las cosas eran así y que ella tenía que aceptarlas. Y cuando São intentó abrir la boca para explicarle que podía llevárselo el fin de semana siguiente si quería, él colgó el teléfono. Sin más.
El domingo se presentó inesperadamente en casa de São a las diez de la noche. Cuando lo saludó, le pareció que olía a alcohol y que tenía los ojos enrojecidos. Pasaron a la habitación. André dormía ya, pero él ni siquiera lo miró. Se sentó al borde de la cama y empezó a hablar con la voz destemplada de los viejos tiempos:
– ¿Quién es Luis?
São le pidió con un gesto que suavizara el tono para no despertar al niño. Él sin embargo insistió:
– ¿Quién es?
– Un amigo.
– ¿Un amigo? ¿Y por qué André me dice que te da besos como yo a Lia y que te coge de la mano? ¿Eso es para ti un amigo?
Ella notó cómo la sangre le empezaba a arder. Le dieron ganas de ponerse a gritar y echarlo de allí, de abofetearle y darle patadas y pisotearle la cara. No sentía miedo. Sólo una cólera inmensa, una oleada de ira como nunca había sentido en su vida. Pero tuvo que dominarse por el crío. Se clavó con fuerza las uñas en las palmas de las manos y consiguió ponerse en pie pausadamente:
– No creo que éste sea el mejor momento para hablar de eso. Si quieres, me llamas mañana. Ahora vete.
Él se levantó furioso, descompuesto, la agarró por los hombros y comenzó a sacudirla:
– ¡Eres una puta! ¡Siempre supe que eras una puta!
André se despertó y empezó a llorar. Bigador lo miró y salió a toda prisa de la habitación. Se oyó el golpe de la puerta de la calle mientras ella abrazaba al niño y trataba de convencerle de que todo era una pesadilla.