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Al día siguiente, el hombre apareció poco antes de la hora de descanso de São en la cafetería y la invitó a tomar algo. Ella le vio llegar tranquila, liberada de la cólera del día anterior, pero dispuesta a defenderse con todas sus fuerzas si hacía falta. Él parecía sin embargo algo avergonzado. Caminaron en silencio y, en cuanto se sentaron en una cervecería cercana, le pidió disculpas por lo sucedido:

– Había bebido y me pasé de la raya. Lo siento.

– De acuerdo, pero te pido por favor que no vuelvas a armar un escándalo delante del niño. Si tienes que hablar conmigo, me llamas y quedamos.

– Pues tengo que hablar contigo de dos cosas importantes.

– Dime.

– ¿Estás saliendo con ese tal Luis?

– Sí.

Bigador pareció encogerse, como si se preparase para saltar:

– ¿Y qué planes tienes?

– ¿Planes…?

– ¿Piensas casarte? ¿Irte a vivir con él?

– No hemos hecho planes. Simplemente, estamos saliendo. Por el momento, eso es todo.

– Ya. Por el momento.

– Sí. No sé qué pasará en el futuro. Pero, de cualquier manera, no creo que eso sea asunto tuyo.

Se le torció la boca hacia un lado y comenzó a alzar la voz:

– ¿Ah, no? ¿No es asunto mío que mi hijo se vaya a vivir con otro hombre? ¿Eso crees?

– No tengo ni idea de lo que va a ocurrir, Bigador. Pero te aseguro que si un día me voy a vivir con alguien, será porque estoy muy segura de él y de su relación con André. No pienso volver a meterme en el infierno. Y te recuerdo que tú también vives con Lia. Y a mí nunca me ha parecido mal.

– ¡No es lo mismo una mujer que un hombre! Y entérate: si se te ocurre instalarte en casa de ese tipo con André, nos veremos en el juzgado. Te lo quitaré. ¡Puedes estar segura de que voy a quitártelo!

Se puso en pie para irse. Pero dio dos pasos y regresó.

– Se me olvidaba. La otra cosa que iba a decirte es que me lo voy a llevar a pasar las Navidades en Angola.

São se estremeció. Pensó en la malaria y la disentería, en el dengue y la tuberculosis, en todos los peligros que el niño correría en aquel país lejano y desprotegido. Su voz sonó por un momento suplicante:

– Todavía es muy pequeño… No tiene ni cuatro años. Espera hasta que tenga seis o siete…

– No. Quiero llevármelo ahora.

Ella volvió a encontrar la fuerza dentro de sí. Se levantó y se alzó sobre las puntas de los pies, para que sus ojos quedasen a la misma altura que los del hombre. Le habló con fiereza:

– No te lo permitiré. No voy a darte el pasaporte.

– Ya lo veremos.

Fueron las últimas palabras suyas que oyó en muchos días. No supo nada de él hasta que un par de semanas después, un jueves a la hora de cenar, se presentó de nuevo en su casa. Dijo que quería llevarse al niño a dormir con él. Hacía tiempo que no lo veía y lo echaba de menos. São intentó resistirse. No estaba del todo segura de que no hubiera un plan oscuro detrás. Pero el crío se había abalanzado a los brazos de su padre y gritaba sí, sí, con todas sus fuerzas. Se lo llevó a la habitación para vestirlo y abrió el cajón donde guardaba sus papeles. El pasaporte de André estaba allí, escondido debajo de su ropa interior. Por un momento, había pensado que tal vez Bigador hubiese podido entrar de alguna manera en la casa y robárselo. Pero todo parecía normal. Antes de despedirse, le recordó que debía llevarlo al día siguiente a la guardería.

Aquella noche durmió mal. Soñó que André iba corriendo por un prado inmenso, agitando los brazos en el aire, como si volase. Sólo se oían las risas del niño. El sol se deslizaba suavemente por el suelo y acariciaba el cuerpeci-11o que seguía avanzando entre las hierbas, ligero y feliz. De pronto, ella supo que algo terrible iba a suceder. Algo desolador. Intentó echar a correr detrás del crío para detenerlo, desesperada, pero sus piernas no se movían. Abrió la boca para gritarle, y no consiguió emitir ningún sonido. Luchó con todas sus fuerzas. Nada. Nada. La catástrofe iba a llegar, y ella no podía hacer nada.

Se despertó sudando, con el corazón latiendo enloquecido, ahogándose. Sobre la almohada estaba el muñeco al que André se dormía abrazado cada día. Lo apretó fuerte, tratando de recuperar a través de su tacto y de su olor el sentido de la realidad, tenía un hijo de casi cuatro años sano, a esa hora estaba durmiendo con su padre, y su padre lo quería mucho y no le haría ningún daño… Volvió a comprobar que el pasaporte seguía en su sitio. Todo estaba bien. Todo tenía que estar bien. Un hilo de luz grisácea, la polvorienta luz de un amanecer de noviembre, empezaba a entrar a través de la ventana. São cerró los ojos, respiró hondo e intentó encontrar de nuevo el sueño, aunque no lo logró.

Por la mañana llamó a Bigador, pero su móvil estaba apagado. Insistió varias veces, sin respuesta. Pidió en el trabajo que le permitiesen acortar un poco la jornada, y fue a buscar al niño a la guardería. Los críos estaban jugando en el patio. Muchos niños y muchas niñas. Negros y blancos. Mayores y pequeños. Niños risueños, sucios, agotados, hambrientos, nerviosos, sollozantes, gritones. Niños que se abrazaban a las madres que iban llegando a recogerlos y las besaban como si hiciera años que no las veían. Pero ninguno era André. São entró en el edificio y caminó hasta la clase de su hijo. Doña Teresa ordenaba juguetes y libros esparcidos por todas partes. Estaba sola. Le sonrió:

– Buenas tardes. ¿Quiere algo…?

– André…

La mujer la miró con sorpresa:

– Pero si André hoy no ha venido…

La reacción de São, su cara desencajada, la hizo correr a buscar la lista donde anotaba las ausencias de cada día:

– Aquí está, ¿ve? No ha venido… ¿Lo trajo usted misma?

São negó con la cabeza. Sacó el móvil de su bolso y volvió a marcar el número de Bigador. Seguía apagado. Entonces buscó el de Lia. También. Tuvo que sentarse. Doña Teresa insistía en preguntarle qué ocurría, pero ella no podía hablar. Al fin, la maestra decidió ir a buscarle un vaso de agua y avisar a la directora. Entre las dos consiguieron sacarle una explicación. Le preguntaron si tenía familia en Lisboa, alguien a quien avisar. Se acordó de Liliana. La propia directora la llamó y le contó lo que ocurría. Menos de una hora después estaba allí, aparentemente tranquila, firme, dispuesta a encontrar al niño como fuera. Abrazó a São e intentó animarla:

– Vamos, vamos, seguro que es un malentendido… Ahora mismo iremos a casa de Bigador, ¿de acuerdo?

Caminaron hasta el edificio, Liliana sosteniendo a su amiga que parecía sonámbula, como si sólo su cuerpo estuviera allí y su mente hubiera desaparecido, trasladada a algún lugar lejano desde el que no pudiera regresar. Llamaron al timbre un montón de veces. No contestó nadie. Preguntaron a varios vecinos, pero ninguno sabía nada. Entonces entraron en un bar y buscaron en la guía el número de la empresa donde Bigador trabajaba. Fue Liliana quien habló con ellos. Le dijeron que había pedido el finiquito y se había despedido la semana anterior. Ella decidió entonces que era el momento de ir a la policía.

Buscaron la comisaría vacilantes, tropezándose, igual que dos borrachas que fuesen enloquecidas por las calles, siguiendo el rastro inexistente de un espectro. Las hicieron esperar más de media hora. Al fin las recibió una mujer que preparó muy despacio su ordenador antes de permitirles que hablaran. Fue Liliana quien lo contó todo, metódicamente, tratando de dar sentido a los datos, mientras São se limitaba a asentir de vez en cuando, con la mirada desorbitada y reseca fija en un cartel en el que figuraban las fotografías de varios delincuentes. La agente escuchó con interés, pero luego les dijo que todavía no se podía hacer nada. El niño estaba con su padre. Había que esperar hasta que se cumplieran las cuarenta y ocho horas desde que habían salido de casa para denunciar su desaparición. De todas formas, estaba segura de que regresarían antes: era imposible que lo hubieran sacado del país sin pasaporte. Lo más seguro era que el padre se lo hubiese llevado a pasar el fin de semana a algún sitio y no hubiese avisado. O tal vez estaban simplemente visitando el Jardín Zoológico y volverían por la noche. Sonreía todo el tiempo mientras les hablaba, cómplice pero despreocupada, tratando de convencerlas de que ese tipo de situaciones era normal y que había muchos padres que se comportaban de esa manera.