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Al salir de la comisaría, Liliana se llevó a São a su casa. Fueron primero a su piso a recoger algo de ropa y el cargador del móvil, desde el que seguían marcando una y otra vez inútilmente el número de Bigador. Luego se subieron a un taxi. Se había hecho de noche. La gente caminaba veloz, intentando abrigarse del frío húmedo que atravesaba la piel y penetraba en los huesos. Había gusanos de luz en las aceras cuando pasaban debajo de una farola o ante algún letrero luminoso. El resto era oscuridad y confusión. Ellas iban sentadas muyjuntas, cogidas de la mano, en silencio. De vez en cuando, Liliana decía algunas palabras -Todo se va a arreglar, ya verás-, por no ponerse a gritar lo que de verdad quería decir, hijo de puta, Dios te maldiga y te dé una mala muerte.

No cenaron ni durmieron. Se quedaron los tres en el sofá, São, Liliana y su novio, fingiendo que veían en la televisión un programa que emitía una y otra vez las mismas noticias eternas, guerras y muertos y huracanes y corrupciones y grandes palabras de los políticos. Sobre la mesa, bajo el reflejo de las luces que irradiaba la pantalla, brillaba el móvil, como un ídolo del que se esperase la salvación.

A las seis de la mañana llegó un mensaje de texto. Se abalanzaron hacia el aparato. Era de Lia: «André está bien. Está en Angola. Tranquila.» A São le temblaban demasiado las manos para contestar. Le pidió a Liliana que le preguntara cuándo iba a volver. La respuesta tardó un tiempo eterno. Los minutos caían sobre ellos uno tras otro como golpes de martillo. Por fin las palabras terminaron de hacer su recorrido desde África, desde la mente compasiva y los dedos nerviosos de Lia, y estallaron en el corazón de aquel piso del barrio del Castelo en Lisboa: «No lo sé. Tal vez pase mucho tiempo. Lo siento.» Sólo entonces São rompió a llorar.

Cuando yo fui a verla quince días después, estaba en un estado lamentable. En todo ese tiempo, apenas había comido ni dormido, y había adelgazado varios kilos. Tenía la mirada vacía, como si no quedara nada vivo dentro de ella, y unas grandes ojeras se le marcaban azuladas, casi transparentes, sobre la piel oscura. El médico le había dado la baja y le había recetado unos tranquilizantes muy fuertes. Estaba atontada, sentada casi todo el día en el sofá de la casa de Liliana, que no había permitido que se fuera sola a su habitación realquilada. No lloraba, no se lamentaba, no se rebelaba contra el destino. Ni siquiera contra Bigador. Apenas hablaba. Pero yo supe que estaba pensando en morirse. Fue como si su mente se comunicara con la mía. Ellas dos se entendieron sin palabras, y su mente le dijo a la mía que estaba harta, que ya no podía cargar más con esa vida a trompicones, que esta vez no tenía fuerzas para volver a empezar, que no le quedaba ninguna razón por la cual volver a empezar, y que quería morirse, irse al silencio, convertirse en tierra, desvanecerse en la nada.

La abogada que Liliana le había buscado había acabado con la breve esperanza que ella conservó durante un par de días de que todo se resolviera por vía judicial. Después de que llegara el mensaje de Lia y pudieran poner la denuncia, la policía entró en casa de Bigador y confirmó que se había llevado todas sus cosas. En el piso no había ni una camisa, ni un solo papel olvidado en un rincón. Parecía evidente que el hombre no tenía pensado volver. Pero era un misterio cómo había conseguido sacar al crío del país. Investigaron los aviones que habían salido aquellos días hacia Luanda. En uno de ellos, viajaba en compañía de una mujer un niño de la edad de André, aunque su nombre era distinto. Era probable que se tratase de él, y que hubiera volado con un pasaporte falso. Bigador se había ido precisamente en el vuelo anterior. La policía definió el caso como secuestro de un menor. Por un instante, São creyó que eso significaba que los jueces harían que le devolviesen a su hijo. Pero la abogada la desengañó enseguida: el asunto era muy difícil, le dijo. Para empezar, el niño no tenía la nacionalidad portuguesa. Ni tampoco ellos. Eran extranjeros, y en ese tipo de situaciones, la justicia tendía a lavarse las manos. Habría una sentencia diciendo que Bigador debía entregárselo, pero nadie movería un dedo para que aquello sucediese. Y en cualquier caso, aun suponiendo que la resolución les fuera comunicada, las autoridades de Angola se negarían a cumplirla. En aquel país era habitual que, en los procesos de separación y divorcio, los hijos varones se quedasen con el padre. No merecía la pena ni siquiera que presentase una demanda ante los tribunales de Luanda: jamás le concederían la tutela de su propio hijo. Sí, resumió la abogada, las leyes podían aplastar a una persona con su terrible falta de compasión. Pero eso era lo que había. Y no se podía hacer nada.

Yo estaba allí, junto a ella, pensando en todo su sufrimiento e intentando comprenderla. Y no sabía qué decirle. Sólo se me ocurría abrazarla y arrullarla para que al fin se durmiese, como si se hubiera convertido en una niña pequeña, como si ahora ocupase ella ese espacio de vulnerabilidad que había dejado vacío la desaparición de André. ¿Pero qué se le dice a una mujer a la que le han arrebatado a su único hijo quizá para siempre? Pronuncié frases vulgares, tópicos, las cosas que se suelen afirmar estúpidamente en esas situaciones: tenía que ser fuerte, tenía que mantener la esperanza, era probable que Bigador terminase por cambiar de opinión en cuanto viera lo difícil que era criar a un hijo día a día, seguro que acabaría por devolvérselo en unos meses…

Decía todo eso pero, en el fondo de mí misma, estaba convencida de que nunca más veríamos a André. Bigador se ocuparía de mantenerlo alejado de São. Su forma de relacionarse con los demás era posesiva y cobarde. Establecía un cerco alrededor de aquéllos a los que quería y se colocaba dentro, guardián exclusivo de sus pertenencias. Necesitaba estar seguro de que era el único. Jamás permitiría que ningún otro hombre se acercase al entorno de su hijo, que pudiera quererlo y educarlo y jugar con él. Probablemente, durante mucho tiempo ni siquiera pensó que eso llegara a suceder. São se había ido, pero, incluso desde lejos, él debía de creer que aún era propiedad suya. A través de la inocencia de Lia, había logrado organizar su vida, convencerla para que volviese a Lisboa, buscarle un trabajo y una habitación, convertirse en alguien necesario para el cuidado del niño. La tenía atada con cuerdas suaves, revestidas de seda, pero que él podía manejar a su antojo cuando lo considerase adecuado. Lo que nunca debió de sospechar es que llegaría un día en el que ella, la madre de su hijo, se enamoraría. Que desearía otro cuerpo. Que tendría su propia existencia al margen de él, sus propios sueños y planes. Y que, de esa manera, se abriría una puerta en la fortaleza de la que él debía ser el señor exclusivo, el espacio en el que residían São y André, perteneciéndole.

Estaba segura de que Bigador nunca le devolvería el niño a su madre. Desaparecería con él en los barrios más podridos de Luanda. Lo ocultaría en la selva si era preciso, vigilado por las serpientes y las hienas. Aunque todos los que queríamos a São nos pusiéramos de acuerdo y fuéramos juntos a buscarlo, jamás lograríamos encontrarlo. Durante años, permanecería bajo el dominio paterno, sometido a sus normas y a su irracionalidad, condenado a olvidar a su madre. Puede que incluso a detestarla. Sin embargo, yo hablaba y hablaba, de confianza, de tiempo al tiempo, de jueces y nuevos tratados internacionales, de toda clase de estupideces. Luego me quedé al fin callada, sentada a su lado, hundida yo también en aquel terrible silencio en el que palpitaba un dolor insoportable. Al otro lado de las ventanas se oían los ruidos de la calle, motores de coches, voces de gentes que se saludaban, cantos de niños. Pero todo aquello pertenecía a otro mundo. El mundo de los que tienen una razón, al menos una, para seguir viviendo.