Volví a Madrid angustiada por el futuro de São. Liliana, Zenaida y yo nos telefoneábamos a menudo para hablar sobre ella, repitiéndonos una y otra vez las mismas cosas, nuestra preocupación, nuestra comprensión de su dolor, aunque también tratábamos de animarnos insistiendo en la falsa idea de que tal vez Bigador se decidiría a devolver al niño. Con lo que no contábamos era con la inaudita fuerza de nuestra amiga, con aquella asombrosa manera suya de estar en la tierra, enraizada hasta lo más hondo, aprovechando la gota de agua más escondida, la más remota de las esperanzas.
Apenas tres semanas después de mi visita a Lisboa, el día de Navidad, São recibió en su teléfono móvil una llamada desde un número desconocido. Lo cogió precipitadamente, pensando en décimas de segundo en infinidad de posibilidades diferentes. Al otro lado del aparato sonó la vocecilla dulce y añorada de André. Habló con él durante unos instantes, nerviosa, exultante, feliz, desesperada. El niño sólo lloraba, le pedía que fuese a buscarlo, le decía que quería estar con ella. Luego se puso Lia. Le contó que todo estaba bien, que no tenía que preocuparse por nada. Había aprovechado que Bigador había salido un rato para llamarla. Volvería a hacerlo en cuanto pudiese. Ahora tenía que colgar. Adiós, adiós. Por detrás de su voz, André seguía sollozando.
Esa llamada transformó por completo el estado de ánimo de São. Fue como si la hubiera hecho resucitar, como si hubiera encendido dentro de ella un fuego que desde ese instante ardería infatigable, sin un momento de desmayo. Un fuego que ella misma alimentó con su valentía, con su esplendor de mujer poderosa.
Al día siguiente, dejó de tomar los tranquilizantes y volvió a trabajar. Y a principios de enero se fue a vivir a casa de Luis. Él llevaba proponiéndoselo desde el mismo momento de la desaparición del niño. Pero ella no había querido hacerle cargar con su angustia. Ahora, en cambio, se sentía capaz de devolverle al menos una parte de sus cuidados y su cariño. Luis hablaba muy poco. Era un hombre taciturno y serio, alguien sin brillo, que no solía provocar demasiadas simpatías por su tosca manera de relacionarse. Pero era también profundamente bondadoso. Sin duda alguna, eso era lo que São, con su sabiduría, había descubierto debajo de su aspecto aburrido. Ya ella la quería muchísimo. Cada día, cuando terminaba sus clases, iba a verla al piso de Liliana. Como sabía que apenas comía nada, le llevaba cosas que pensaba que le podían apetecer, pasteles, bombones, frutas tropicales. Se sentaba junto a ella en el sofá, y se quedaba allí en silencio hasta la noche, corrigiendo ejercicios o leyendo un libro. De vez en cuando, le cogía la mano y se la apretaba fuerte, sin decir nada, tan sólo para que ella recordase que estaba a su lado y que nunca iba a dejarla sola. Todos nos alegramos muchísimo de aquel cambio repentino en São. Pensamos que se debía simplemente al hecho de haber podido hablar con André, de confirmar que seguía vivo, que se acordaba de ella. A la esperanza de la próxima llamada que Lia le había prometido. La voz del niño había roto su pesadumbre, había agujereado la esfera de aislamiento y tristeza en la que vivía desde su secuestro. Como suelen hacer las personas cercanas cuando alguien atraviesa una mala época, Liliana, Zenaida y yo comenzamos a diseñar planes para ella a sus espaldas. Estábamos tan contentas de su relación con Luis, que nos atrevimos a decirnos las unas a las otras que tal vez se animara a tener un hijo con él. No es que eso fuera a hacerla olvidarse de André, por supuesto. Lo llevaría siempre presente en su memoria, recordaría inevitablemente cada día de su vida aquel cuerpo tan pequeño que iba a desarrollarse lejos de ella, que iría adquiriendo músculos y vello hasta convertirse en un joven lleno de energía, y que luego llegaría a ser un hombre adulto, marcado por la edad, sin que su madre dejase de imaginarlo como el montoncillo de piel suave y blanda carne del que un día la habían separado trágicamente. Pero nos parecía que sería bueno para São volver a ser madre, aprovecharse de la feroz alegría que los niños contagian sin proponérselo.
De cualquier manera, ella estaba bastante bien, mucho mejor de lo que hubiéramos esperado. Los meses iban pasando, y había vuelto a recuperar el peso que había perdido. Hubo un momento malo cuando se celebró el juicio. Ocurrió más o menos lo que la abogada había dicho, aunque fue incluso peor: el juez no consideró que aquello fuera un secuestro, sino una simple «sustracción». Y declaró que Bigador debía devolver al niño. Eso fue todo. São se sintió desprotegida y abandonada por la justicia, pero no se podía hacer nada.
Por lo demás, llevaba una vida normal, el trabajo, Luis, las salidas con Liliana y otras amigas… Hablaba a menudo de André, pero no lo hacía como si estuviera recordando a un hijo perdido. Contaba cosas suyas, frases y bromas, gestos y juegos, como si acabasen de ocurrir y fueran a suceder de nuevo al día siguiente. De vez en cuando, cada cuatro o cinco semanas, hablaba con él unos minutos, cuando Lia podía llamarla sin que Bigador se enterase. El niño seguía llorando y pidiéndole que fuera a buscarlo. A pesar de todo, nadie que no supiera su historia hubiera dicho que aquella mujer ocultaba ningún sufrimiento, aunque nosotros imaginábamos lo mucho que debía de costarle disimular su tristeza, fingir cada minuto del día que no vivía arrastrando tras de sí aquella ausencia afilada como un puñal que en cualquier momento podría desgarrarla. Lo que no llegamos a imaginar ninguno de nosotros, por mucho que creyéramos conocerla, eran sus planes. Se nos había olvidado que São, en medio del infortunio, era capaz de tomar decisiones extraordinarias. Y que cuando tomaba una decisión, siempre la llevaba a la práctica.
El 3 de octubre de 2007, casi un año después del secuestro de André, Luis se fue a dar sus clases a las siete y media de la mañana, como de costumbre. Cuando salió de casa, dejó a São arreglándose para ir a trabajar. Se despidieron tranquilamente, adiós, cariño, hasta luego, que tengas un buen día. Ella le dio un beso un poco extraño a aquellas horas de prisas, un beso muy largo, quizás algo triste, y le dijo te quiero mucho. Pero él no se dio cuenta de que aquel gesto era una señal. Al volver a las cuatro, se encontró un sobre a su nombre encima de la mesa de la entrada. Lo abrió, preocupado y nervioso. São le había escrito para decirle que se iba a Angola a buscar a André, y le pedía que no la siguiera, que la dejara enfrentarse sola a esa batalla. No quería que se pusiera en peligro. A esas horas estaría en el avión, sobrevolando el desierto de Argelia o las selvas de Camerún, cruzando África hacia aquel lugar al que parecía arrastrarla su fuerza de voluntad, y cada uno de los latidos apesadumbrados de su corazón, y su inquebrantable esperanza.
Durante nueve meses, desde la primera llamada de Lia y de André, había estado preparando su plan en secreto. Sabía que, si nos lo contaba, no le permitiríamos intentarlo. Una semana después del secuestro, había llegado un mensaje rotundo de Bigador, el único mensaje suyo que había recibido: «Si se te ocurre venir a por el niño, te mataré. Te lo juro.» Y Lia no dejaba de repetírselo cada vez que hablaban, Bigador dice que te matará si vienes, no vengas, por favor, estoy segura de que lo hará…
Todos nos habíamos tomado en serio esa amenaza. También ella, que lo conocía mejor que nadie y había tenido que soportar su brutalidad, ella que sabía hasta dónde era capaz de llegar cuando la rabia y la furia lo dominaban. Sin embargo, después de hablar por primera vez con André, había decidido que debía intentarlo. Y no sólo porque se muriese de pena sin él, sino sobre todo porque era su madre, y lo quería más que a nadie en el mundo, y deseaba que tuviera una vida tranquila, lejos de la violencia de su padre y de la del país adonde él le había llevado, lejos de la miseria y las enfermedades que asolaban como plagas bíblicas los barrios de Luanda, una vida decente y en paz, estudiando, aprendiendo a creer en el poder de la razón y no en el de los puños, los machetes o los kalashnikov, aprendiendo a responsabilizarse de las consecuencias de su paso sobre la tierra. Tal vez Bigador la matase, pero su obligación era intentar rescatar a su hijo de aquel mundo de escombros.