Mis padres y Miguel volvieron a casa después del verano en la aldea. La abuela, conteniendo los sollozos, le dio a su hija un par de botellas de su mejunje contra el mal de los niños, y le aconsejó que las escondiera de su marido y siguiera tomándolo a sus espaldas. Ella las guardó en lo más hondo de la alacena, detrás de las latas de aceite. Pero una noche, una noche en la que mi padre entró inesperadamente en la cocina antes de irse a la cama, la pilló tomándose su remedio. Por supuesto, preguntó, indagó, amenazó, y mi madre se lo contó. Al menos en parte. Le dijo que desde el nacimiento del niño no se encontraba bien, que andaba inapetente y cansada, y que la abuela le había dado unas hierbas para animarla.
Él vociferó: aquello era cosa de brujas. A saber qué ensalmos habría hecho la vieja, qué oraciones al demonio. Él no quería tener nada que ver con esas malas artes. Era un buen cristiano, un hombre decente, y no iba a permitir que en su casa se hiciesen ritos de magia y aquelarres. Le prohibió terminantemente a mi madre que siguiera tomando el bebedizo y llevó en persona las botellas hasta las bolsas de la basura que ya estaban en la calle. Luego, la hizo sentarse en la sala y le dijo que no tenía ningún derecho a quejarse. Poseía todo lo que cualquier mujer deseaba: un buen marido con dinero, un hijo sano y una casa hermosa. A ella no le quedó más remedio que darle la razón, aunque tenía los ojos llenos de lágrimas y se sentía el corazón muy pequeño, como si le hubiese menguado de repente y le temblara dentro del pecho, y sabía que su sufrimiento no tenía nada que ver con la fortuna que ella hubiera podido encontrarse en la vida y con la desdicha de los demás. Se trataba de una enfermedad. Pero era imposible que aquel hombre comprendiese nada de su tristeza.
– No quiero verte llorar nunca más. Ni oír que te quejas. No quiero lamentaciones en mi casa. Te lo prohíbo.
Mi madre se atrevió a replicar:
– Si no me quejo…
– Por si acaso, ni se te ocurra. O hago que te declaren loca. Y además, que sepas que no volverás a ver a tu madre.
Eso mismo le dijo a mi abuela por carta: desde ese momento, no irían nunca más a la aldea. Y si llegaba a enterarse de que, a pesar de todo, se las arreglaba de alguna manera para seguir dándole a su hija sus pócimas de bruja, acudiría al juez y a mi madre la declararían loca y le quitarían al niño. Y ya se ocuparía él de que no volviera a salir nunca más del manicomio.
Mi abuela entendió que tenía que tomarse en serio la amenaza. Se mordió fuertemente los puños para no ponerse a gritar y desearle la muerte a aquel malnacido, pero esta vez ni siquiera fue a rezarle a san Pancracio. El destino de su hija le parecía lo suficientemente desdichado como para dirigirse directa y humildemente a Dios, sin pasar por sus santos. Y cada noche le rezaba para que le diera a su niña una vida tranquila y para que regresase de vez en cuando a casa. Por lo menos de vez en cuando. Que a ese hombre malvado se le pasara el enfado y las dejase volver a estar juntas, ella cuidándola y mimándola y sintiendo como siempre sentía que estaba haciendo lo que mejor sabía hacer en la vida. Como si todo aquel amor fuese la única cosa verdadera, la razón por la que la habían puesto en el mundo.
No se vieron hasta muchos meses después, cuando nació Antonio. Mi padre debía de estar de nuevo harto de los berridos de otro bebé, y decidió anteponer su descanso al castigo que les había impuesto a su mujer y a su suegra. Mamá había pasado la peor época de su vida, creyendo que nunca más vería las nubes chocando contra lo alto de las cumbres y rompiéndose en jirones blanquecinos, las flores de los manzanos surgiendo de los capullos como alhajas diminutas, las truchas nadando ligeras y saltando para cebarse. Nunca más oiría el sonido burlón de las hojas al moverse en el viento, el golpeteo rítmico de las piedras afilando las guadañas, las largas charlas de los petirrojos en los árboles del monte, y el poderoso ulular de la lechuza por las noches, cuando clamaba como la reina de los bosques. Ni sentiría todos aquellos olores que formaban parte de su cuerpo, el de la hierba y el musgo, el de las piedras húmedas, el de las boñigas que humeaban penetrantes sobre la tierra, el perfume dulzón de las flores. Y, sobre todo, el olor de su madre, aquella mezcla inaudita de leche recién ordeñada y jabón, y la caricia de sus manos en su pelo, y la tierna blandura de su pecho lleno de calidez. Nunca más vería a su madre, ni hablaría con ella, ni podría acurrucarse en sus brazos y dejarse besar, sintiéndose de nuevo como una niña, tan leve y tan débil como una criatura y, a la vez, tan protegida por su fortaleza inquebrantable.
Debieron de abrazarse durante mucho tiempo. La abuela trataba de sostener aquel cuerpo que se había vuelto diminuto, inestable, como si la tristeza fuese devorándolo desde dentro y lo dejase sin apoyos, sin la suficiente consciencia de sí mismo como para moverse firmemente por el mundo. Ambas sabían, sin necesidad de hablar, lo que estaba ocurriendo. Y también sabían que esta vez la hierba de San Juan no serviría de remedio. Mi padre, dispuesto a cualquier cosa con tal de que ninguna sospecha de heterodoxia pudiese recaer sobre su familia, indiferente al sufrimiento de mamá, le hizo jurar a la abuela sobre un crucifijo que no probaría con ella ninguna de sus recetas mágicas. No contento con eso, inspeccionó toda la casa, cada uno de los armarios y alacenas y viejos arcones carcomidos, y hasta el establo y el pajar, detrás de cada piedra, de cada lata de leche, de cada vara almacenada de hierba. Y amenazó luego con presentarse en cualquier momento, sin avisar, y pillarlas por sorpresa si volvían a dedicarse a sus juegos demoníacos. Y de lo que sucedería después, ya estaban avisadas.
Tuvieron que atenerse a sus normas. La abuela rodeó a mi madre de todo el cariño y los cuidados de que fue capaz, pero no se atrevió a darle en aquellas semanas ni una simple tisana de manzanilla. Mamá mejoró un poco, lentamente. Las mejillas se le sonrosaron por las horas pasadas al aire libre, y a ratos, durante unos segundos, mientras observaba los juegos de Miguel o las siestas de Antonio, mientras contemplaba a los milanos volando en lo alto y lanzando sus gritos de feroces dominadores de los aires, mientras miraba desde la cocina el aguacero que descargaba con toda su fuerza sobre los campos, o trabajaba en la huerta bajo el sol, escardando las malas hierbas, o escuchaba los cantos destemplados de su madre, en esos instantes, la antigua lucecilla que de niña le brillaba en los ojos volvía a aparecer durante unos segundos, el breve rastro de lo que podía haber sido.
Pero a medida que se acercaba la fecha en la que mi padre debía ir a buscarla, todo aquel atisbo momentáneo de fulgor fue desvaneciéndose, dejándola de nuevo inapetente y temblorosa, sentada muda en un rincón, pensando sin duda en la vida que la esperaba en la casa de la ciudad, una vida que la asustaba. Tenía miedo de él. Él y sus órdenes, él y sus gritos, él y su mirada pétrea, él y su cuerpo repulsivo agitándose como un lagarto sobre el suyo, mientras ella contenía las náuseas para no vomitar allí mismo, encima de las sábanas bordadas de su ridículo ajuar de ridícula novia equivocada. Aquella presencia oscura dominándolo todo, como una divinidad malhumorada y caprichosa.