A lo largo de esos meses había ahorrado todo lo que había podido para pagarse el viaje. No había gastado en nada que no fuera imprescindible. Incluso iba caminando al trabajo, casi una hora de ida y otra de vuelta. A Luis le había dicho que lo hacía porque le sentaba bien andar, pero en realidad sólo se trataba de guardar el dinero que le hubieran costado los autobuses. Y ahora al fin estaba sola en Luanda, enfrentándose a lo que fuera que tuviese que suceder.
Se alojó en una pensión del centro, en un cuartucho lleno de cucarachas y mosquitos. Del techo colgaba una bombilla pálida y amarillenta que proyectaba sombras gigantescas, convirtiendo a los insectos en monstruos. En el camastro estaban puestas unas sábanas sucias, que tapó como pudo con la toalla que había llevado en su equipaje. En una esquina, sobre una mesa coja que alguna vez había estado pintada de azul, había una palangana llena de agua maloliente en la que flotaban decenas de cadáveres de bichos. La tiró por el ventanuco. Sintió un asco profundo, pero sabía que no le quedaba otro remedio que aguantar. No podía permitirse nada mejor. Quizá tuviera que estar mucho tiempo hospedada en ese lugar, mientras buscaba primero a André y después… No quería pensar en lo que sucedería después. Por suerte, conocía de memoria la dirección de la casa de doña Fernanda, que ella le había repetido cientos de veces, siempre que sentía nostalgia de Angola y se ponía a recitar, como en un canto monótono e interminable, el nombre de la calle y el de todos los vecinos, rúa Katyavala, número 16, en el barrio de Viana, Berau, Adolfo, Kuntaka… La anciana había muerto casi tres años atrás, poco después de regresar de Portugal. Pero tal vez Bigador, que era el dueño, vivía todavía allí. En cuanto se levantase por la mañana, sería lo primero que haría, buscar esa casa y llamar al timbre como si estuviese llamando a las puertas del cielo, y arreglárselas para apaciguar los golpes de su corazón mientras esperaba.
Se acostó vestida y se protegió con la mosquitera. Hacía un calor infernal, un calor viejo y apestoso, que había ido acumulándose durante años en aquel cuarto sin apenas ventilación. Desde la calle llegaban ruidos incesantes que parecían sonar allí dentro, bocinas, motores de camiones que circulaban lentamente reventando el aire, voces de borrachos, peleas, ladridos de perros, llantos de niños que tal vez pasaban la noche con sus madres miserables en algún callejón cercano, entre las basuras y las ratas. No durmió ni un segundo. Sentía el calor fluyendo igual que un metal incandescente por su cuerpo, y una opresión que no la dejaba respirar. A las cinco, en cuanto el sol entró de improviso en la habitación, llenándolo todo de diminutas motas de polvo que flotaban ligeras en la luz, se levantó, se duchó en el baño común y buscó un lugar en el que tomar un café.
Indagó cuál era la mejor manera de llegar a Viana y terminó por negociar con un taxista. Y se fue en aquel coche destartalado, atravesando primero las grandes avenidas flanqueadas de edificios nuevos que parecían haber empezado a disolverse ya bajo el peso insoportable del sol de cada día y del salitre que arrastraban los vientos, perdiendo trozos de pintura y de cemento, pedazos de mármoles y cristales que iban cayendo al suelo de donde nadie los movería. Cruzaron luego los barrios de la penuria, miles de chabolas hechas de cartones y láminas de metal oxidado, rodeadas de escombros, restos de automóviles, latas, bidones de plástico, hierros, detritus de todo tipo. Había niños que jugaban entre los neumáticos desperdigados, mujeres tristes como piedras negras, hombres que dormitaban a la sombra de cualquier montón de porquería, sin nada que hacer en toda la jornada. Pero São no los veía. Iba recogida dentro de sí misma, luchando contra el miedo y la ansiedad, batallando contra sus propias debilidades para poder presentarse en la calle Katyavala, número 16, como una reina de las amazonas recubierta por una resplandeciente coraza de oro, invencible y altiva.
La casa era fea, un edificio de dos pisos hecho de bloques de hormigón de color gris que nadie se había molestado nunca en pintar. Había un pequeño terreno delante, un espacio que hubiera debido ser un jardín pero que sólo era un pedazo de tierra reseca, con una acacia raquítica y polvorienta tratando de sobrevivir en un rincón. La puerta estaba abierta. Se veía una habitación de paredes verdes, recogida y limpia. Desde algún lugar llegaba el sonido de una televisión, voces chillonas que se entremezclaban y una musiquilla repetitiva empeñada en acompañarlas. São contuvo el temblor de sus manos y golpeó firmemente la puerta, una, dos, tres veces.
Se oyeron pasos, una voz femenina que gritaba voy, y enseguida apareció una mujer cubierta con una túnica de colores intensos, el pelo escondido bajo un turbante. Sonrió llena de amabilidad, con la boca grande y los ojos relucientes, como si estuviera dispuesta a concederle a su visitante todo lo que necesitase:
– Buenos días. ¿Puedo ayudarla en algo?
São no estaba segura de que le fuese a salir la voz:
– Buenos días. Soy São, la madre de André.
La mujer se quedó paralizada durante unos instantes, igual que si un hechizo la hubiera convertido repentinamente en estatua. Al fin reaccionó:
– Soy Joaquina, soy la mujer del hermano de Bigador.
– ¿André está aquí…?
– No… Viven en Uíge, otra ciudad…
São sintió que algo denso comenzaba a moverse dentro de su cabeza. Las cosas se habían puesto a girar repentinamente. Tuvo que apoyarse en la pared para no caer. Joaquina la sostuvo y la hizo sentarse en uno de los escalones de la entrada. Luego desapareció durante unos instantes, y volvió con un vaso de leche de cabra. São fue bebiéndolo despacio, intentando encontrar dentro de su confusión el camino que conducía de nuevo a los pensamientos ordenados. Joaquina le acarició con suavidad la cabeza, como si comprendiese todo lo que le estaba ocurriendo y se compadeciera de ella:
– ¿Bigador sabe que estás aquí?
– No. Dijo que me mataría si venía. Pero tengo que intentar recuperar a
André…
– ¿Tú no se lo diste…?
– ¿Dárselo…?
– Él contó que no querías al niño, que se lo diste para que lo trajera aquí…
– ¡Dios mío! ¡No! ¿Cómo iba a darle al niño…? ¿Cómo podría no querer a mi hijo…?
Joaquina la miró y supo que estaba diciendo la verdad. Ella había criado a seis. A pesar de los malos momentos, del cansancio, de las noches sin dormir, de las travesuras, de los disgustos, los había querido cada minuto de sus vidas. Incluso seguía queriendo a los dos que se le habían muerto. Se sentía orgullosa de ellos, de sus estudios y sus empleos, de las esposas que habían elegido los tres mayores y de la belleza de los nietos que iban llegando igual que estrellas caídas del cielo para iluminar la existencia de una mujer vieja. Estaba segura de que São era tan buena madre como ella. Había viajado desde el fin del mundo para encontrar a su hijo, sola, arriesgándose a que el salvaje de Bigador la matase. Ella tenía miedo de Bigador. Siempre la dejaba aturdida con sus gritos y sus puñetazos en las paredes. Había que ser muy valiente para enfrentarse así a él. Decidió ayudarla en todo lo que pudiera:
– Escucha. Mi marido está trabajando. ¿Por qué no vienes a las cuatro y hablas con él? Nelson no es como su hermano. Le gustan las palabras y está en paz con el mundo. Y respeta a las mujeres. Yo le diré que tenemos que apoyarte. Un hijo debe estar con su madre si ella es buena. Y tú eres buena.