Выбрать главу

Jovita se puso en pie de un salto, asustada por el ruido y la irrupción de aquella figura empapada que llevaba una manta entre los brazos. Se había pasado la mañana esperando a que escampase, sentada en su mecedora, la que su hijo Virgilio le había comprado en Vila da Ribeira Brava la última vez que había ido a verla, cuatro años atrás. Cuando llegaban los vientos alisios descargando la lluvia y no podía quedarse a la puerta de casa fumando su pipa y observando el lento crecimiento de las judías y los tomates, el vuelo de los pájaros de árbol en árbol, el paso de los vecinos que solían pararse con ella a charlar durante mucho rato o los juegos ruidosos de los niños, Jovita se sentaba dentro de la casa, en su mecedora, y se ponía melancólica. No le gustaba la lluvia. Se aburría, aunque sabía que tenía que darle gracias al Señor por aquella agua que permitiría que las judías y los tomates siguieran creciendo y que la fuente del Monte Pelado, de la que todos bebían, no se secase. Sabía que la lluvia era buena, pero se aburría, allí sola en la penumbra, sin poder hablar con nadie ni regañar a los niños, ni hacerles trenzas en la cabeza a las crías cuyas madres estaban trabajando, pegándoles tirones para que empezasen a saber pronto lo que era la vida: un cúmulo de amarguras y dolores, el dolor de las hambrunas cuando las viejas sequías, con las tripas retorciéndose en medio de la nada y aquella debilidad que se esparcía por todo el cuerpo y latía imparable dentro de la cabeza, el dolor de los once partos, el de los cuatro hijos muertos y los siete que se habían ido a Europa y no venían nunca, el de las palizas de sus hombres cuando se emborrachaban…

No había tenido mucha suerte con sus maridos. El único bueno había sido el tercero, el pobre Sócrates, que trabajaba de sol a sol con las frutas y los pescados y se ocupaba además de la huerta y de ir a buscar la leche de las cabras allá arriba, en el monte, debajo del drago, y que la trataba como una reina y le aguantaba las riñas y sus propias borracheras y hacía todo lo que ella le mandaba. Véteme a por agua. E iba. Ráscame la espalda. Y se la rascaba. Dame placer esta noche. Y se lo daba. Ah, sí, el placer, el sexo. Eso había sido lo mejor de la vida. Siempre le había gustado mucho el sexo, aquella cosa tan agradable de apretarse fuerte contra alguien y sentir su sudor, y perderse del mundo durante un rato, ofuscada en su satisfacción, sin hacer caso de los niños que lloraban o del maíz que hervía al fuego, y la tranquilidad después, la agradable laxitud del cuerpo, la alegría feroz de la mente con una pizca de ternura vibrando bajo toda esa luminosidad.

También en eso Sócrates había sido aún mejor que los demás, porque a él no le importaba hacer todo lo que ella quería, al contrario que los otros, que sólo se preocupaban por sí mismos y la dejaban sola en la búsqueda del goce. Pero Sócrates estaba muerto desde hacía muchos años. Se había quedado dormido para siempre una noche, el maldito de él, antes de cumplir los cincuenta. Una vez a la semana, todos los lunes, iba a verlo al cementerio. Le limpiaba la lápida. Solía llevarle ramas de los ceibos que tanto le gustaban, floridas como rojas llamas. Y siempre le echaba una larga regañina, parecida a las de los mejores tiempos de su relación, por haberse muerto tan pronto. Y por no molestarse en volver.

Jovita, que había heredado de su madre la obligación de cerrar los ojos y arreglar a todos los que se morían en la aldea y sabía mucho del más acá y el más allá, estaba convencida de que la gente se moría cuando quería. Incluso los niños. Nadie decía en voz alta que deseaba morir, claro. La mayor parte de las personas ni siquiera se daban cuenta. Pero los espíritus que todo el mundo tenía dentro de la cabeza, y que a veces se volvían malvados y envidiosos de la felicidad de los vivos, se lo susurraban al oído una y otra vez, hasta que las convencían: Hala, vámonos ya, que ya has vivido bastante. ¿Para qué vas a estar más tiempo aquí si sólo te quedan por soportar desgracias? Y si las personas no estaban lo suficientemente atentas al embate incesante de las voces o no eran lo bastante fuertes como para resistirlas, se dejaban persuadir sin ni siquiera darse cuenta. Y entonces se morían. Ella había oído a los espíritus llamándola muchas veces. Pero no estaba dispuesta a irse todavía al otro mundo. Y no porque se sintiera especialmente ligada a la vida, que le parecía bien poca cosa -y aún mucho menos desde que ya no tenía un cuerpo junto al cual gozar-, sino porque no estaba muy segura de si se había ganado el cielo o quizás el Señor la mandaría al purgatorio. Al infierno no, eso sí que lo tenía claro. No había hecho nada para merecer arder eternamente en una caldera, padeciendo dolores infinitos. Al fin y al cabo, había cuidado bien de sus hijos, había mantenido siempre su casa limpia y, en los buenos momentos, hasta había compartido la comida con alguno de los miserables que de vez en cuando cruzaban la aldea, huyendo de la sequía a alguna otra zona de la isla. Pero tampoco había sido excesivamente virtuosa: se había emborrachado demasiadas veces, a base de largos tragos de aguardiente de caña que le calentaban el cuerpo y la volvían salvaje, obligándola a bailar como una posesa, o a pegar a los niños, o a arrastrarse por el suelo, o a romper cosas sin ninguna razón. Y luego estaba el sexo, que tanto le había gustado. Además de sus tres hombres, cuando era joven había tenido muchos amantes de un momento, algunos incluso casados, cuerpos deseados por un instante con los que solía encontrarse a escondidas, entre los matorrales del camino que bajaba hacia la costa o detrás de la ermita del Monte Pelado. Y ya hacía falta ser viciosa para ir a acostarse con hombres justo detrás de la imagen de la Virgen…

No sabía si el Señor le perdonaría todo aquello. El cura solía decirle, cuando se confesaba con él y le presionaba para que le asegurase que iría al cielo, que en un caso como el suyo no era fácil de saber. Estaba en pecado mortal por tanta lujuria, y todo dependería del humor del que se encontrara Dios el día que le tocase presentarse ante él. Porque Dios también tenía días buenos y malos. ¿Acaso no contaban los libros que después de crear el mundo se había visto obligado a descansar de tanto agotamiento? Pues eso, que algunos días estaba cansado, o aburrido, o harto de la eternidad. Y, según su estado de ánimo, así se sentía de misericordioso. De manera que lo suyo estaba en manos de la suerte. Y la idea de que la suerte se inclinase a favor del purgatorio le daba mucho miedo. Se lo imaginaba como un lugar muy oscuro, donde llovía todo el tiempo, el agua te llegaba hasta los tobillos, soplaba el viento y hacía frío, y no le apetecía nada acabar en un sitio así. Claro que del purgatorio se podía salir, pero para eso hacía falta que rezasen mucho por ti. ¿Y quién iba a rezar por ella? No tenía dinero para dejar encargadas por lo menos un centenar de misas que le garantizasen la salvación, como había oído decir que solían hacer los ricos. Y en cuanto a sus hijos, tenía muchas dudas de que ahora que estaban en Europa y poseían tantas cosas, coches y pisos y ropa cara, y hasta muchos pares de zapatos para cambiárselos según el tiempo que hiciera o la manera como se hubieran vestido, siguieran acordándose de Dios y de ir a rezar a la iglesia. Si ni siquiera se acordaban de ella, y sólo le escribían por Navidad, aquellas cartas breves que solía leerle alguno de los vecinos que habían ido a la escuela, y cuatro de ellos no habían vuelto nunca más a Cabo Verde desde que se habían ido. No, en sus hijos no debía confiar.

Lo único que podía hacer era continuar viviendo tanto como pudiera, sin alcohol y sin sexo, y tener la suerte de que a Dios se le olvidase su vida anterior. Con tanta gente en el mundo, era poco probable que el bueno del Señor guardase memoria de todo. Si se pasaba los últimos años de su vida sobria y casta y se presentaba así ante él, fingiendo que siempre se había comportado de la misma manera, era posible que la creyese. Por si acaso, siempre avisaba a su madre de sus propósitos: