– Diles a tus amigos que me dejen en paz, que no les voy a hacer caso, y que no pienso morirme hasta que de verdad me apetezca a mí, y no a ellos. Como hiciste tú.
La madre volvía todas las noches de luna nueva. Entraba por la puerta con su vestido rojo, el que había llevado los domingos durante años y con el que había sido enterrada, el que tenía grandes volantes en la falda y flores bordadas en el escote generoso. Se paraba a los pies de la cama y la observaba atentamente durante un largo rato. Jovita, que la esperaba desde hacía mucho pero fingía dormir por darle ese gusto, abría entonces muy despacio los ojos y se ponía a hablar con ella:
– Hola, madre. ¿Qué tal por ahí? Por aquí, todo bien. Ha hecho mucho calor, pero a mí el calor ya sabe que no me molesta. Lo único malo es que me duele una muela. Voy a tener que ir a Vila al dentista, pero estoy esperando a que me llegue el dinero de Europa, porque ya casi no me queda nada. Bueno, para comer sí, todavía tengo, no se preocupe. El otro día Carlina me trajo un buen sargo. Lo preparé con patatas y pimientos y tomate, y unas hojas de laurel, como solía hacerlo usted. Estaba muy bueno. Hacía tiempo que no comía sargo, dicen que cada vez hay menos y que es muy difícil pescarlo. Pero había habido una tempestad muy fuerte, y debieron de juntarse en algún sitio ahí cerca de la costa por protegerse, porque Carlina me dijo que pescaron muchos. ¿Se acuerda de cómo le gustaba el sargo, madre…? Casi no nos dejaba ni probarlo, se lo comía usted todo… El niño de Paulina, el pequeño, estuvo muy malito el mes pasado, después de que viniera usted. Le dio una fiebre tremenda y, en mitad de la noche, Paulina se lo llevó en brazos hasta Faja, al médico. No sé cómo pudo. Tantos kilómetros por esos caminos de Dios, a oscuras, y con el precipicio ahí pegado… Era una noche muy negra, y la pobre casi se mata varias veces, porque no veía nada. Llegó con los pies deshechos, llenos de sangre, que se los estuvimos curando con emplastos varios días. Pero consiguió salvar al niño con las medicinas que le dio el doctor. Menos mal, porque si no, cuando vuelva el marido de Europa, la mata a golpes… Cinco niñas y ése es el único varón. El hombre está como loco con él, dice que se lo va a llevar a Italia a jugar al fútbol, y que serán muy ricos… ¿Ya se va, madre? Cuídese mucho. Hasta pronto. Y dígales a los otros que no se molesten en venir, que no les voy a hacer caso…
La madre no hablaba. Se limitaba a mirarla, muy seria, escuchando atentamente todo lo que Jovita le contaba. Pero ella no pronunciaba ni una sola palabra, como si la muerte le hubiese arrebatado, junto con el latido de la sangre, la voz. A su hija le daba mucha rabia. Los espíritus solían tener largas charlas con los vivos. Y, en aquellas conversaciones, daban consejos y avisaban del porvenir. Su propia madre había sabido en vida todo lo malo que le iba a ocurrir, y había conocido la muerte de sus familiares y hasta la de los vecinos antes de que sucedieran gracias a los diversos fantasmas que la visitaban a menudo y se lo contaban todo, a veces para que evitase las desgracias, otras simplemente para que las conociese de antemano y estuviera preparada. Pero, por alguna razón que Jovita no alcanzaba a comprender, en el otro mundo se había quedado muda. Quizá fuera porque en éste había hablado mucho, demasiado, cotilleando sin cesar, lanzando infundios sobre unos y otros y explicando con toda clase de detalles hasta los secretos más íntimos, de los que estaba informada por las visitas del más allá, y aquel silencio fuese una especie de castigo que Dios le había impuesto por su imprudencia.
A ella le hubiera gustado mucho que su madre le hablara y la previniera de las cosas. Se habría evitado mucho sufrimiento. Habría conocido de antemano las épocas de sequía, y habría guardado todos los alimentos que hubiese podido para evitar las hambres terribles. Habría estado informada de la muerte de Sócrates, y no se hubiera puesto a gritar como una loca, con el corazón saliéndosele del pecho y la vida arruinada repentinamente, al encontrarlo aquella mañana rígido y frío. Habría sabido que los otros dos hombres iban a pegarle a menudo sin piedad, y probablemente no se hubiera juntado con ellos. O, de haberlo hecho, los hubiese tratado de otra forma. Y habría estado informada de que iban a abandonarla con todos los niños, y entonces no habría dejado que la embarazasen tantas veces. El primero desapareció precisamente porque se hartó de aquel zafarrancho de criaturas y se largó con una muchacha muy joven. El segundo, porque fue ella la que se hartó de sus malos tratos y, una noche, lo esperó en la oscuridad con un cuchillo en la mano hasta que llegó borracho como una cuba, lanzando gritos que despertaron como siempre a los críos y los hicieron romper a llorar, y ella entonces, antes de que empezase a pegarle, se abalanzó contra él y, entre los muchos golpes que trató de asestarle, logró clavarle por dos veces el cuchillo en un brazo. Salió de la casa aullando y chorreando sangre, y nunca más se le volvió a ver.
Para entonces tenía ocho hijos -dos ya se le habían muerto porque no pudo pagar el médico para atenderlos cuando enfermaron-, y estaba acostumbrada a trabajar duro para sacarlos adelante. Todas las mañanas, al amanecer, llenaba una cesta enorme de frutas y verduras, de su propia huerta y de las de los vecinos: cargaba guayabas, mangos, papayas, lechugas, tomates o pimientos.
Se colocaba la cesta encima de la cabeza e, hiciera sol o lloviese, recorría a toda prisa los seis kilómetros que la separaban de la costa, sintiendo cómo el peso de la mercancía se le iba clavando en el cráneo y en la columna, menguándola, volviéndola cada vez más pequeña, hasta que llegaba a Carvoeiros encogida y empapada del sudor o de los chubascos. Allí vendía los productos en la plaza, arrimada al cobijo de la iglesia que la protegía tanto del viento como del sol desnudo de la media mañana. Ésa era la única parte del trabajo que le gustaba: las mujeres venían y le contaban muchas cosas, narrándole todos los chismes del pueblo. Se quedaban hablando durante horas de temas muy diferentes, de salud y hombres y niños y vestidos y recetas de cocina, riéndose mucho en los buenos momentos y también llorando por los amores acabados o los familiares muertos.
Luego, al mediodía, cuando su cesta ya estaba vacía y las barcas de los pescadores comenzaban a llegar al puerto y tocaban las sirenas, se acercaba al muelle y entonces compraba pescados, sardinas, pulpo, calamares y pedazos de atún, que cargaba de nuevo sobre la cabeza para subir entre jadeos y ayes el largo camino hasta la aldea, donde los vendería.
Fue en el puerto donde conoció a Sócrates. Él navegaba en una barca llamada Amada, pintada de rojo y verde. El nombre resultó ser profético. Desde que apareció por allí, procedente de la isla vecina, siempre se la quedaba mirando, aunque no decía nada. A ella la atraía aquel hombre bajo y fornido, con su cabeza pequeña, los labios gruesos y los ojos levemente achinados y brillantes, como ascuas que revoloteasen en su cara, y enseguida empezó a sonreírle. Un día se ofreció a acompañarla, y fue con ella hasta las alturas de Queimada. Le contó su vida. Había nacido en São Vicente, y era pescador desde los doce años. Sólo había tenido una mujer, pero había ocurrido una gran desgracia. No habían podido tener hijos. Lo intentaron durante años, pero no hubo nada que hacer. Ella se quedó vacía por dentro, mustia y apagada, mientras veía cómo a todas las amigas y las vecinas les nacía un crío cada poco. Se sentía como si no fuera una mujer de verdad, decía. Pensaba que si no paría y lograba dejar un buen montón de descendientes por el mundo, varones que emigrasen y mandasen dinero y tuvieran una vida mejor que la suya, hembras hermosas y alegres que cuidasen de ellos cuando fueran mayores y les dieran un puñado de nietos, su cuerpo no tenía ningún valor.
Hicieron todo lo que pudieron. Incluso fueron a la ermita de Santa Lucía, caminando descalzos durante seis días y durmiendo bajo las estrellas. Depositaron a sus pies un muñeco de cera en forma de bebé que habían comprado en Mindelo, rezaron varias veces todo lo que sabían y ella bebió el agua de la fuente que manaba detrás de la iglesita y que alimentaba milagrosamente aquel oasis de palmeras en medio del desierto de lava. Todo el mundo decía que si una mujer peregrinaba a Santa Lucía y cumplía con los ritos, se quedaba embarazada de inmediato. Pero a ellos algo debió de fallarles, porque no hubo nada que hacer. Entonces recurrieron a la brujería. Se desplazaron a Craquinha, donde vivía una vieja maga que tenía mucha fama. Les cobró una fortuna, todo el dinero que él ganaba en un mes de pesca. Su mujer tuvo que matar un gallo y luego embadurnarse el cuerpo entero con la sangre y lamerle el corazón, sin poder evitar las náuseas, mientras la anciana susurraba palabras misteriosas y de vez en cuando lanzaba gritos. Después encendió una pipa y comenzó a echar el humo al aire y a observarlo atentamente. Y les dijo que los conductos del cuerpo de María habían estado obturados por porquerías diversas, pero que ahora ya estaban limpios, y que les nacerían seis hijos, cuatro niñas y dos niños, y que todos tendrían una gran vida.