Volvieron al pueblo llenos de esperanza, convencidos de que aquella predicción sería verdad. Pero pasaron dos años y no ocurrió nada. Y María se fue poniendo cada vez más triste. Él había intentado convencerla de que el hecho de no tener hijos no era tan grave. Lo que de verdad le importaba era estar con ella, y se quedaría a su lado a pesar de eso. Incluso le había repetido un montón de veces que tal vez fuese mejor así. Se habían librado de muchos problemas y mucha esclavitud. Podían hacer lo que quisieran, juntos y solos. Pero todo había sido inútil. Un día María no se levantó de la cama. No le dolía nada. Simplemente, decía, no tenía fuerzas para ponerse en pie. Dos semanas después estaba muerta. De pena, creía él, aunque el médico que fue a verla una vez dijo que era un cáncer de ovarios. No habían tenido dinero para más consultas.
Tras la muerte de María, se había ido a São Nicolau, porque São Vicente estaba lleno de demasiados recuerdos, y él no quería vivir en la nostalgia, igual que un perro que se ha quedado sin amo y husmea la puerta de su casa y el camino por donde se han perdido sus pasos. Había pensado en emigrar a Europa, como la mayor parte de sus hermanos y sus amigos, pero le había dado demasiada pereza: tanto esfuerzo, conseguir el permiso, ahorrar el dinero para el billete, buscar trabajo, aprender un idioma nuevo, acostumbrarse a otros hábitos… Él era caboverdiano, y caboverdiano quería morir, respirando aquel aire y viendo aquel cielo transparente y el mar tan verde, y las mujeres como ella, que no existían en ninguna otra parte del mundo… -Y Jovita sonrió e hizo un mohín, como una niña pequeña-. Ahora buscaba una familia, una buena esposa e hijos ruidosos y entusiastas. Le gustaban mucho los niños ruidosos, con su inagotable alegría.
– ¿Tú tienes familia?
– Ocho hijos. Y te aseguro que hacen mucho ruido. ¡Te gustarían!
– ¿Y hombre no tienes?
– El último se fue hace meses.
– ¿Quieres que me quede contigo? Dejaré la pesca y trabajaré en el campo y os cuidaré a ti y a los niños.
Jovita se imaginó a aquel hombre en su vida, acostarse con él por las noches, y disponer de sus brazos fuertes para la huerta y para arreglar la casa, y aquella idea iluminó de pronto un futuro que últimamente le había empezado a parecer más bien sombrío, con tanto trabajo y tan poco placer. Pero no sabía quién era, debía tener cuidado. Quizá la estaba engañando y trataba de seducirla para luego maltratarla, como los otros.
– ¡Si no te conozco…!
– Sí me conoces. No hay nada más que conocer. No bebo ni pego a las mujeres. Soy buen trabajador y gasto poco. Eso es todo.
– ¿Y yo te gusto?
– Mucho. Desde que te vi la primera vez. Me gustan tus caderas, y la hendidura que se te forma debajo del cuello, y la manera firme y descarada que tienes de tratar a los pescadores, como si supieras muy bien lo que te traes entre manos…
Jovita se rió: aquel hombre la había entendido con sólo mirarla, y parecía que la aceptaba tal como era. Decidió arriesgarse:
– Está bien. Ven en cuanto puedas dejar el trabajo. Lo intentaremos. Y ahora da la vuelta. No quiero que mis hijos te vean antes de que les hable de ti.
Así había llegado Sócrates. Y, con él, la mejor época de su vida. Años teniendo un hombre bueno y fácil para ella sola. Como un milagro. Incluso había podido dejar de trabajar. Aquel penoso esfuerzo con las frutas y los peces había desaparecido de su existencia, igual que desaparece la lluvia de la superficie de la tierra cuando el sol se pone a brillar. Era Sócrates el que se había hecho cargo de la tarea y se ocupaba, además, de la huerta, que multiplicó su rendimiento. Él había sido su sol.
Cuando apareció muerto, ya estaba demasiado vieja para volver a retomar el camino a Carvoeiros con todo aquel peso encima de la cabeza. Los hijos mayores se habían ido a Portugal o a Italia, y le mandaban dinero, el suficiente para sobrevivir. Decidió quedarse a la puerta de casa fumando su pipa y viendo crecer las judías y los tomates. Y fue Carlina quien la sustituyó en la tienda ambulante.
Carlina tenía por entonces unos veinte años y un niño muy pequeño. El padre se había marchado a Europa dejándolos a los dos en aquella aldea en la que acababan de instalarse y donde no tenían ninguna familia. Al principio llegaron un par de cartas y algo de dinero.
Y luego nada. Pasaban los meses y no se sabía si estaba vivo o muerto, hasta que alguien que fue a pasar unas vacaciones en la zona contó que lo había visto allá en Milán, que trabajaba en una fábrica y que se había juntado con otra mujer. Carlina no lo echó de menos, aunque lo maldijo por haberla abandonado con una criatura y deseó que todos sus hijos, el que ya tenía y los que pudiera tener en el futuro, le volviesen la espalda. Que se viera solo cuando fuera viejo. Que se muriese solo y pobre, eso era lo que se merecía.
Por suerte para ella, fue en ese momento cuando a Sócrates le dio su silencioso ataque al corazón, o lo que quiera que fuese que se lo llevó en una sola noche. Alguien tenía que ocuparse de traer los pescados a la aldea y bajar a la costa los productos de las huertas, así que decidió dedicarse ella al asunto. Cargó la cesta encima de su cabeza y se acostumbró, como Jovita antes, a recorrer cada día los doce kilómetros de ida y vuelta entre rocas oscuras y tierras rojas, sin un solo árbol que la protegiera del sol o de los aguaceros, con el mar allá abajo, brillante como un objeto de plata, cada vez más grande a medida que se acercaba a él, más vivo y ruidoso.
Igual que a Jovita, le gustaba el bullicio de la plaza, el trajín de las mujeres que iban y venían mirando, charlando y comprando, la competencia con las otras vendedoras, con las que se peleaba a voces y, en alguna ocasión -cuando una de ellas atravesaba un mal momento y bajaba demasiado los precios-, también físicamente, aunque aquellas peleas nunca llegasen más allá de algunos tirones de pelo y un par de patadas rápidas, enseguida interrumpidas por el gentío, que se lanzaba a separar a las combatientes y mantenerlas alejadas hasta que, a fuerza de gritar, los humos se apaciguaban. La verdulera que unos minutos antes ofrecía sus productos demasiado baratos terminaba por subirlos un poco, y las otras menguaban otro poco la oferta de los suyos, y las cosas volvían a la normalidad, voces pregonando, mujeres revoloteando por todas partes con sus vestidos como alegres manchas de colores danzarinas, niños que jugaban y correteaban de un lado a otro. Y los pocos hombres que se atrevían a atravesar la plaza, casi siempre azorados ante aquel poder femenino que parecía haber acaparado el espacio por unas horas, que los rechazaba y los alejaba de su mundo de risas y parloteos y bebés que mamaban enganchados a los pechos fértiles, de aquella exhibición de olores y sabores que luego se mezclarían paciente y mágicamente en los pucheros, en el rito cotidiano del fuego del que ellas eran las sacerdotisas.