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– ¿Qué ha pasado? -hizo rechinar los dientes.

– Ha habido un… un fuego en el cuarto de los arreos -tartamudeó ella, acercándose indecisa un paso-, no se propagó -aseguró rápidamente viendo el oscuro horror que se extendió por su cara-. Todos los caballos están bien. Sólo ha sido el… el cuarto de los arreos. Lo de dentro lo hemos perdido casi todo.

– ¿Por qué no me lo ha dicho nadie? -preguntó con los dientes apretados.

– Ha sido decisión mía. No había nada que pudieras hacer. Primero sacamos los caballos y…

– ¿Tú has entrado en el establo? -ladró él, alzándose sobre su codo y estremeciéndose por el dolor que eso le había causado. Fuegos rojos empezaron a arder en las profundidades oscuras de sus ojos, y de repente ella sintió como los escalofríos le recorrían la espalda. Él estaba más que enfadado; estaba enfurecido, apretando los puños.

– Sí -admitió ella, sintiendo las lágrimas en sus ojos. A toda prisa parpadeó para evitarlas. No era una niña para echarse a llorar cuando alguien la gritaba-, las llamas no salieron del cuarto de los arreos, a Dios gracias, pero los caballos tenían miedo y…

– Dios mío, mujer, ¿es que eres estúpida? -rugió él-. ¡De todas las cosas imprudentes y estúpidas que podía hacer…!

Ella era estúpida, porque al final las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.

– Lo siento -se atragantó-. ¡No pretendía que pasara esto!

– ¿Entonces qué pretendías? ¿No puedo dejar de vigilarte ni un minuto?

– ¡Ya te he dicho que lo siento! -se quedó sin aliento y repentinamente no pudo quedarse allí y seguir escuchando el resto-, volveré más tarde -sollozó-, tengo que enviar a alguien al pueblo para que compre más arreos.

– ¡Maldita sea, vuelve aquí! -rugió él, pero ella salió corriendo y cerró la puerta tras ella de un golpe. Se quitó las lágrimas de un manotazo y entró en el cuarto de baño para mojarse la cara con agua fría hasta que la mayor parte de la rojez hubo desaparecido. Sólo quería ocultarse en su cuarto, pero el orgullo hizo que se enderezara. Había trabajo que hacer, y no iba a dejar que otro llevara sobre sus hombros la carga de ella.

Capítulo 11

Alguien había avisado a Lewis, y la camioneta vino a toda velocidad a través de los pastizales y frenó en el patio. Lewis estuvo fuera en un momento y agarró el brazo de Cathryn tan fuerte que casi fue doloroso.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó tenso.

– El cuarto de los arreos se ha incendiado -dijo ella cansadamente-. Pudimos dominar el fuego antes de que se propagara, pero los arreos han quedado inservibles. Todos los caballos están bien.

– Maldición -juró él-. Rule se va a poner furioso.

– Ya lo está -intentó sonreír-. Se lo he dicho hace un momento. Furioso es un adjetivo muy suave.

Lewis juró otra vez.

– ¿Sabes cómo ha empezado el fuego?

– Por algún motivo el cubo de basura se ha incendiado; parece que el fuego ha empezado allí.

– ¿Quién ha estado en el cuarto de los arreos esta mañana? Y lo que es más importante, ¿quién estaba allí cuando ha pasado?

Lo miró inexpresivamente.

– No lo sé. No se me ha ocurrido preguntar.

– Cuando averigüe quién es el responsable ya puede empezar a buscar otro trabajo. Nadie, absolutamente nadie, puede fumar cerca de un establo.

A Cathryn le pareció que nadie admitiría haber fumado y ocasionado el fuego, pero por la expresión decidida de la cara de Lewis más valía que alguien confesara o todos iban a tener problemas. Se dio cuenta de que no podía hacer acopio de la suficiente energía como para preocuparse. Miró alrededor vagamente, dándose cuenta de que Ricky tampoco se preocupaba; iba hacia la casa, retorciéndose el pelo hacia arriba y prendiéndolo descuidadamente sobre la cabeza.

El hedor del humo todavía podía sentirse en el aire caliente, manteniendo a los caballos inquietos. Ruidos sordos resonaban por el establo cuando los animales nerviosos daban patadas en sus cuadras. Todo el mundo estaba ocupado tratando de calmarlos para evitar que se hirieran. Cathryn dejó de intentar mantener tranquilo a Redman en su establo y lo hizo andar alrededor del patio. Parte del problema era que no estaba acostumbrado a estar encerrado, pero con Rule imposibilitado nadie le había hecho hacer el ejercicio que él pensaba que era legítimamente suyo.

De golpe le apeteció un paseo. Cathryn estuvo a punto de pedir una silla cuando recordó que no había. Apoyó la cara en el musculoso cuello del caballo y suspiró. Un día que había empezado tan bien se había convertido en una pesadilla, y parecía que no había manera de escapar.

Lewis preguntaba sistemáticamente a todos y cada uno de los trabajadores del rancho, pero Cathryn sabía que el cubo de basura podía haberse empezado a quemar lentamente antes de que empezaran a salir las llamas, y había muchos trabajadores que todavía debían estar fuera, ya que habrían salido a primera hora de la mañana y no regresarían hasta el crepúsculo. Llamó a Lewis.

– Por favor, deja esto hasta más tarde -solicitó, luego le explicó su razonamiento-. Ahora mismo tenemos mucho trabajo. Hay que notificar a la compañía de seguros y estoy segura de que querrán venir a inspeccionar.

Lewis era demasiado observador para que se le pudiera ocultar algo durante mucho tiempo. Sus duros ojos la observaron durante largo tiempo y su fría expresión se suavizó ligeramente.

– ¿Has estado llorando? No dejes que te afecte tanto. Un fuego es algo serio, pero los daños podrían haber sido peores.

– Lo sé -contestó tensa-. Pero debería haberlo comprobado todo y no lo hice. Es culpa mía que haya pasado esto.

Lewis cogió las riendas de Redman.

– ¡Y un cuerno que es por tu culpa! Nadie te puede exigir que metas las narices en cada esquina…

– Rule lo hubiera descubierto.

El hombre abrió la boca para decir algo, pero luego la cerró porque ella tenía razón. Rule lo hubiera descubierto. No había nada en el rancho que le pasara desapercibido.

– ¿Qué ha dicho Rule?

– Ha dicho bastante -contestó Cathryn crípticamente, sonriéndole tristemente.

– ¿Tanto?

A su pesar esas estúpidas lágrimas empezaron a quemarle de nuevo los ojos.

– ¿Quieres que empiece con los insultos o nos centramos en el tema principal?

– Seguramente estaba disgustado -dijo Lewis incómodo.

– ¡Vaya que sí!

– Seguro que no pensaba lo que decía. Es sólo que un fuego en el establo es bastante serio…

– Lo sé. No lo culpo -y realmente no lo hacía. Su reacción era comprensible. Podría haber visto que mucho del trabajo que había hecho tan duramente durante años desapareciera con el humo, y sus queridos caballos habrían muerto de una manera horrible.

– Se tranquilizará y te pedirá perdón. Ya lo verás -prometió Lewis.

Cathryn clavó los ojos en él con una mirada dudosa y el hombre pareció avergonzarse. La idea de Rule Jackson disculpándose era más de lo que ella podría imaginarse, y al parecer Lewis también lo pensaba.

– Si hay alguien culpable ese soy yo -suspiró Lewis-. Debería estar aquí, pero en lugar de eso estaba… -se calló bruscamente.

– Lo sé -Cathryn se estudió las puntas de las botas, sin saber si debía decir algo más, pero las palabras burbujearon fuera-. No la hagas daño, Lewis. Ricky ha tropezado con muchas piedras en su vida, y ahora mismo no puede enfrentarse a más heridas.

Los ojos de él se entrecerraron.

– Sólo podría hacerla daño si ella fuera en serio, pero no es así. Está jugando conmigo, usándome como entretenimiento. Lo sé, y le sigo el juego. Cuando tome una decisión, ella será la primera en saberlo. Pero por ahora no estoy preparado.