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– Pequeño cabriolé negro y brillante, tres ballestas, accesorios de bronce, caballo castrado bayo de unos cuatro años, caballero corpu_lento con sombrero flexible y guardapolvo amarillo, ¿por qué?

– Asombroso.

– No tanto, en realidad. Lo que pasa es que nunca lo pregunta nadie.

– ¿Ha desayunado?

En la cafetería de al lado, la multitud que acudía a primera hora ya se había ido. Ahí, un día normal, todo el mundo conocía a Lew, reconocía su cara, pero esa mañana, transfigurada, pareció que nadie lo identificaba.

Su compañero se presentó como Nate Privett, director de perso_nal de White City Investigations, una agencia de detectives.

En las cercanías y también a lo lejos, unas explosiones, que no siempre serían identificadas en los periódicos del día siguiente, pro_ducían despreocupadamente desgarrones en el tejido de la jornada, y Nate Privett fingía prestarles atención.

– El Sindicato de los metalúrgicos -dijo asintiendo-. Después de escuchar unos cuantos, uno desarrolla el oído y los distingue. -Echó almíbar sobre una altísima pila de tortas de las que rezumaba man_tequilla derretida-. Mire, no se trata de ladrones de cajas fuertes, malversadores, asesinos, cónyuges huidos, nada de ese rollo de novela barata, quítese todo eso de la cabeza. Aquí, en Chicago, este año de nuestro Señor, todo gira en torno a los sindicatos, o comoquiera que prefiramos llamarlos, la escoria anarquista -dijo Nate Privett.

– No tengo la menor experiencia con nada de eso.

– Pues he de decir que usted parece cualificado. -La boca de Nate esbozó una fugaz mueca maliciosa-. Me cuesta creer que Pinkerton no le haya tanteado con el trabajo, la paga que ofrecen es casi dema_siado buena para que un hombre no la acepte.

– No sé. Demasiada economía moderna para mí; porque seguro que en la vida hay algo más que salarios.

– ¿Ah, sí? ¿Como qué?

– Bueno, déjeme pensarlo un rato.

– Si piensa que trabajar para el Ojo de Pinkerton es una vida de miseria moral, debería hacernos una visita.

Lew asintió y le tomó la palabra. Casi sin darse cuenta, estaba en nómina, y se fijó en que cada vez que entraba en un despacho, uno de sus colegas le comentaba ostentosamente a otro: «¡Genial, alguien podría ser asesinado ahí fuera!». Cuando por fin aprendió a descodifi_car ese cumplido, Lew ya no se dejó impresionar. Sus habilidades tanto en el despacho como sobre el terreno no eran las peores de la agencia, pero sabía que lo que le distinguía era una desarrollada comprensión de lo invisible.

En White City Investigations, la invisibilidad era un estado sagra__seo de Historia del Sombrero; incontables armarios llenos hasta los topes de alas, barbas postizas, masilla, polvos, kohl y colorete; tintes para la piel y el cabello; luz de gas do, plantas enteras de edificios de oficinas se dedicaban a su arte y ciencia: recursos para disfrazarse que superaban a los de cualquier camerino al oeste del Hudson; hileras de cómodas y espejos que se extendían hasta las remotas sombras; kilómetros de disfraces; bosques de perchas para sombreros que podrían constituir un verdadero Muregulable en cada espejo para simu____________________tencial para el amor imprevisto y para los funerales prematuros, pero cuando él estaba allí, no parecía sencillo que nadie más en «Chicago» conociese con certidumbre su paradero. No se trataba exactamente de invisibilidad. Una excursión.tarse a un lado del día. Dondequiera que entrara, el lugar tenía su propia historia, vasta e incomprensible, sus peligros y éxtasis, su posorios, como si todos los días fueran Halloween, pero al cabo de un tiempo comprendió que no debía hacerlo. Había aprendido a aparnoche. A Lew le divertía pasear por allí probándose distintos acceque en un par de válvulas, la de una cantina de mala muerte a medialar tanto la iluminación de una fiesta en el jardín de la casa de campo de un millonario en Newport como, con tan sólo un pequeño reto

Nate se presentó un día ante la mesa de Lew con una gruesa car__la bicéfala.peta que tenía una especie de blasón real, el cual representaba un águi

– Yo no -dijo Lew apartándose.

– El Archiduque austríaco está en la ciudad, alguien tiene que pro_tegerlo.

– ¿La gente como él no lleva guardaespaldas propios?

– Sin duda, por allá los llaman «Trabanten», pero que algún abo____________________cor, es una amable invitación a reescribir la historia.posiciones didácticas de los terrenos de la Feria y alrededores, vaya, no me preocuparía demasiado, pero lo que pasa con la agenda del joven Francisco Fernando es que prefiere nuestro New Levee y los barrios de mala vida como ése. De manera que cada callejón, cada sombra lo bastante larga para ocultar a un artista de la navaja que le guarde renbajan un par de miles de miserables emigrantes de Europa central que se han venido para acá con el corazón lleno de odio hacia este pájaro y su familia, y tal vez por buenas razones. Si se tratara sólo de las exgado te explique qué es la responsabilidad civil, Lew, yo no soy más que un viejo detective, lo único que sé es que en los Mataderos tra

– ¿Contaré con ayuda, Nate?

– Puedo prescindir de Quirkel.

– ¡No he dicho nada! -fingió gritar Lew con afabilidad.

F.F., como se le denominaba en el expediente, estaba realizando una gira mundial cuyo objetivo oficialmente declarado era «conocer a los pueblos extranjeros». En qué medida Chicago se ajustaba al pro____________________cido principito. Lew se deslizaba como una serpiente de un artificio arquitectónico al siguiente, y todos los días acababa con la do el recinto de arriba abajo y finalmente también por fuera, hasta la Avenida, abordando a actores aficionados que nunca habían estado al oeste de Joliet con desvaríos intraducibles en dialecto vienés y una gesticulación que fácilmente podría haber sido -bueno, que de hecho fue- malinterpretada. Comerciantes uniformados, que se toqueteaban incansablemente los bigotes, miraban a todas partes salvo al enloquetective, ni que decir tiene los de un pipiolo como Lew: recorrienputación que habría puesto a prueba los talentos del más curtido deto de Plata de Colorado, donde, suponiendo que los campamentos debían de incluir necesariamente su cupo de cantineras, procedió a dirigir a su séquito en una animada búsqueda de damas de mala redo el espectáculo del Salvaje Oeste de Buffalo Bill entero con cierta impaciencia y se había demorado en la exposición del Campamenbía hecho acto de presencia en el Pabellón Austríaco, había aguantagrama estaba a punto de verse con más claridad. El Archiduque haropa man_chada de blanco de tanto frotarse contra el «staff», una mezcla de yeso y fibras de cáñamo, ubicuas aquella temporada en la Ciudad Blanca, que pretendían imitar alguna piedra blanca inmortal.

– Lo que en realidad estoy buscando en Chicago -llegó por fin a confesar el Archiduque- es algo nuevo e interesante que matar. En casa matamos verracos, osos, ciervos, lo normal, mientras que aquí, en América, o eso me han dicho, hay enormes manadas de bisontes, ja?

– Lamento decir, Su Alteza, que ya no quedan cerca de Chicago -respondió Lew.

– Ah. Pero en la actualidad, trabajando en su famoso distrito de los Mataderos…, sí hay muchos… húngaros, ¿no es verdad?

– Eh, tal vez. Tendría que revisar las cifras -dijo Lew intentando esquivar la mirada directa de su cliente.

– En Austria -explicaba el Archiduque- tenemos bosques de caza y cientos de ojeadores que conducen a los animales hacia los cazado____________________dida de ingresos.to y nobleza… ¿Le parece posible que nos alquilen los Mataderos de Chicago a mí y a mis amigos para un fin de semana de diversión? Por descontado, compensaríamos a los propietarios por cualquier pérrió radiante a Lew, como si retuviera maliciosamente la última frase de un chiste. A Lew empezaron a escocerle las orejas-. Los húngaros ocupan el escalón más bajo de la existencia animal -afirmó Francisco Fernando-; comparado con ellos, el cerdo salvaje muestra refinamienres, quienes, como yo mismo, estamos esperando para abatirlos. -Son