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– Oh, en ese caso, quizá… -gruñó Lindsay Noseworth- debería_mos dejarte ahí abajo de inmediato, para que puedas frotarlo, o lo que sea que hagan los aficionados a los amuletos.

– Ten, Lindsay, frótame esto -sugirió Darby Suckling, desde su pues_to ante el panel de control.

A su lado, Miles Blundell miraba atentamente pantallas con dia_les mientras recitaba una especie de mantra aletargado.

– La cifra italiana que parece un cero es la misma que parece nues_tro «cero» americano. La que parece un uno es «uno». La que parece un dos…

– ¡Basta, cretino! -gruñó Darby-, ¡ya nos hacemos una idea!

Miles se volvió sonriente hacia él, con las aletas de la nariz aspi____________________lación, le parecían agradables.torios bajo ellos, y que sólo a él, de todos los miembros de la tripurando el olor ambiguo de cristal fundido que se elevaba de los vomi

– Escuchad. -Desde algún lugar entre la bruma luminosa de allá abajo llegaba la voz de un gondolero, cantando de su amor, pero no por una ragazza con tirabuzones sino por la góndola negra como el carbón sobre la que en ese momento iba remando como en trance-, ¿Lo oís? -Las lágrimas se deslizaban por las convexidades del rostro de Miles-, ¿Oís cómo avanza en modo menor y luego en cada estribillo cambia a modo mayor? ¡Esas terceras de Picardía!

Sus compañeros de tripulación le miraron, luego se miraron entre sí y seguidamente, con un encogimiento de hombros colectivo, que a esas alturas ya era una costumbre, volvieron a las tareas de la nave.

– Ahí -dijo Randolph-, ahí está el Lido. Echemos una mirada al mapa…

Se acercaron a la barrera de arena que separaba la laguna vene__titud (ociana del Adriático, descendieron hasta unas decenas de pies de al quota, como la denominaban los instrumentos italianos) y pronto reconocieron las llamadas Terre Perse, o Tierras Perdidas. Des_de la antigüedad, numerosas islas habitadas se habían hundido bajo las olas, de manera que acabaron formando una considerable comunidad submarina de iglesias, tiendas, tabernas y palazzi donde se dirimían los asuntos pendientes y las búsquedas incomprensibles de generaciones de difuntos venecianos.

– Un poco al este de Sant Ariano y… Ecco! ¿Lo veis? Si no me equivoco, caballeros, es la Isola degli Specchi, o la Isla de los Espejos, nada menos.

– Discúlpeme, Profesor -dijo Lindsay con el ceño fruncido en ges_to de desconcierto-, pero ahí no hay nada más que mar abierto.

– Intentad ver por debajo de la superficie -aconsejó el veterano aero_nauta-. Seguro que tú, Blundell, lo puedes ver, ¿verdad? Sí, claro.

– Esto sí que es nuevo -se mofó Darby Suckling-, Una fábrica de espejos submarina. ¿Cómo vamos a llevar a cabo la misión?

– Con nuestra gracia acostumbrada -respondió cansinamente el Comandante de la aeronave-. Señor Counterfly, permanezca al lado de sus lentes, querremos tantas placas de este pequeño stabilimento como pueda hacer.

– Instantáneas del mar vacío… ¡guau! -la resentida mascotte retor__do la cabeza!cía un dedo junto a su sien-, ¡no me digáis que el viejo no ha perdi

– Por una vez, me sentiría tentado de coincidir con Suckling -aña__que quizá lo expresaría con términos clínicos más precisos.dió sombríamente Lindsay Noseworth, como si hablara para sí-, aun

– Rayos, chicos, rayos -se rió entre dientes el Oficial Científico Counterfly, atareado con sus calibraciones fotográficas-, las maravillas de nuestra era, y que no os quepa duda de que ninguno de ellos será extraño al espectro de esta legendaria luz del sol italiano. Esperad a que volvamos a la sala de revelado y veréis un par de cosas, por Garibaldi que las veréis.

– Ehi, sugo! -gritó Zanni desde el timón, llamando la atención de Randolph sobre una aparición temblorosa en la lejanía, a estribor.

Randolph cogió unos prismáticos de la mesa de mapas.

– Caray, chicos, o eso de ahí delante es la cebolla voladora más gran_de del mundo o es el viejo Bol'shaia Igra otra vez, que viene de visita, sin duda con la intención de aprender un poco de cultura italiana.

Lindsay echó una mirada.

– ¡Ah, esa mezquina chalana zarista! ¿Qué puede traerlos por aquí?

– Nosotros -apuntó Darby.

– Pero nuestras órdenes estaban selladas.

– ¿Y? Alguien debió de desprecintarlas. No me vengáis ahora con que esos Romanovs no pueden pagar a un infiltrado, o incluso a dos.

Siguió un momento de lúgubre silencio en la cubierta, el reco____________________tre los propios chicos -que el más sencillo cálculo elevaría, al menos, a una veintena-, sus verdaderas aprensiones convergían en esos niveles invisibles «de arriba», donde las órdenes, que nunca llegaban firmadas ni atribuidas a nadie, se dictaban y distribuían.dequiera que hubieran ido últimamente, sin importar las medidas de seguridad y el secretismo adoptados en el cielo, tarde o temprano el inexorable Padzhitnov había acabado apareciendo en el horizonte. Fueran cuales fuesen las sospechas mutuas que hubieran florecido ennocimiento de que, más allá de cualquier posible coincidencia, a don

A lo largo de todo el día, los chicos fueron incapaces de reprimir los comentarios sobre la presencia de los rusos y sobre cómo se ha_brían enterado. Aunque esa jornada no hubo ningún encuentro con el Bol'shaia Igra, la sombra de la envoltura bulbiforme y el amenazan_te centelleo de bronce de cañón por debajo se prolongarían hasta los últimos momentos de su escala en tierra.

– No insinuarás que quienquiera que dé las órdenes a Padzhitnov es amigo de confianza de quienquiera que nos dé las nuestras -se que_jaba Lindsay Noseworth.

– Mientras sigamos cumpliendo con lo que se nos ordena -dijo Darby con el ceño fruncido-, no lo sabremos. Es el precio de una obe_diencia ciega, ¿no?

Era una hora avanzada de la tarde. Tras devolver la aeronave pres__bía reunido para cenar en el jardín de una agradabletada al recinto de los A. dell'A. en el continente, la tripulación se ha osteria en San Polo, junto a un canal poco frecuentado o, como llaman los venecia_nos a esa vía fluvial, un río. Las esposas se asomaban a los pequeños bal__pezaban a cerrarse contra la noche. Por las estrechascones para recoger la ropa que se había estado secando durante todo el día. En alguna parte, un acordeón desgarraba corazones. Los postigos em calli parpadeaban sombras. Las góndolas y las barcas de reparto menos elegantes se des_lizaban sobre unas aguas tan pulidas como el suelo de un salón de bai_le. Como un eco en el fresco crepúsculo, atravesando los conductos de viento que formaban los sotopdrteghi y doblando tantas esquinas ocul_tas que los sonidos podrían haber procedido de soñadores por siempre lejanos, uno oía los avisos extrañamente desolados de los gondolieri -«Sa stai, O! Lungo, ehi!»- mezclados con gritos de niños, tenderos, marineros desembarcados, vendedores callejeros, que ya no esperaban una respuesta, pero aun así eran apremiantes, como si intentaran re_tener lo que quedara de la luz del día.

– ¿Qué opción tenemos? -dijo Randolph-, Nadie nos diría quién informó a Padzhitnov. ¿A quién podríamos siquiera preguntar, si to_dos son invisibles?

– A no ser que, por una vez, decidiéramos desobedecer…, entonces se presentarían rápidamente -afirmó Darby.

– Claro -dijo Chick Counterfly-, sólo tardarían lo necesario para aniquilarnos en pleno vuelo.

– Así que… -dijo Randolph sosteniéndose el estómago como si fuera una bola de cristal que moviera reflexivamente-, ¿se trata sólo de miedo? ¿Nos hemos convertido en eso, en una pandilla de conejillos asustados vestidos con uniformes que deberían lucir hombres?