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– Esos señores que venían en el tren, ¿se bajaron ya?

– ¿Qué señores? -fingió sorpresa, inquiriendo con las cejas fruncidas el sentido de mi pregunta

– Esos señores que venían de Asunción Eran tres Estaban ahí cuando el mono hizo sus chafarrinadas

– No sé de qué me habla, don -se desentendió del asunto con tranquila inocencia

Me recosté contra el duro respaldo y volqué el ala del sombrero sobre los ojos, dispuesto a no dejarme envolver por la cloqueante y húmeda charla

– ¿Y a dónde va, si se puede saber?

Ante mi silencio, insistió

– ¿A dónde va?

– A Encarnación

– ¿Y qué piensa hacer allá? Digo, si se puede saber No quiero ser curiosa ni que usted se amoleste

– Vengo a buscar trabajo -tardé en responder

– La querencia tira, ¿ayepa?

La mujer escupió hacia afuera La lloviznita volvió a entrar por la ventanilla

Me pasé la mano por la cara para enjugar el rocío que apestaba a tabaco

No dijo nada más Juntó las manos y se puso a musitar un rezo inaudible que le hacía temblar todos sus bloques de carne blanda Iba a agregar algo Quedó callada Sabía algo, pero no lo quería soltar

La miré hondamente, como si de esa tosca mole humana pudiera venir una revelación

La revelación vino, pero bastante después

Creí que se había quedado dormida Me estaba estudiando con los ojos cerrados

Quinta parte

1

El tren estaba repechando las lomadas de Paraguarí.

Bajé para desentumecer las piernas. Sobre todo para escapar del acoso de la soplona. Caminé pegado a los flancos de la máquina saltando sobre los carcomidos, resonantes, aletargados durmientes.

Me adelanté a la locomotora.

Vi el escudo engarzado en la nariz de la máquina.

El escudo originario estaba ahí sobre el óvalo de oro. El león parado se erguía asido a una lanza. El gorro frigio y la estrella coronaban el ramo de palma y olivo.

El escudo de la nación era ese huevo negro y chato que refulgía en los bordes. Semirroído y ennegrecido por los cálidos humores silvestres, por el hollín y los vientos de cien años, mostraba, bastante empañado, el orgullo de los viejos tiempos.

Solamente en los bordes el oro bruñido brillaba a los rayos del sol. Irrisorio vestigio de la grandeza pasada.

El huevo de la patria, desovado por una gran gallina negra, estaba allí, aplastado contra la nariz de la locomotora legendaria.

Una patria ecuestre de huevos enormes como los caballos de bronce.

El escudo de oro del patriarca don Carlos custodiaba la locomotora de 1857.

Nadie había osado desmontarlo, robarlo, de ahí. Ni siquiera el caudillo José Gil que tenía empedrada la boca con dientes de oro fundidos con el oro de los lingotes robados al Banco de la República.

El lampo de oro de esa boca fanatizaba a las multitudes hambrientas. Las arrastraba a las feroces batallas por la libertad.

No había necesidad de discursos ni de proclamas. Bastaban los gritos inarticulados, el tableteo de las ametralladoras, el trueno del cañón. El rayo. El relámpago de oro en la boca de los caudillos.

En ese escudo había material al menos para otras veinte jetas colmilludas.

En la inscripción ennegrecida se leía la siguiente leyenda:

Locomotora Paraguay - 1857

Presidente Don Carlos Antonio López

Una fábula de la historia patria. No importaba eso demasiado ahora.

La locomotora rodaba con nosotros como negación de todo lo posible.

2

Cuando empezó a funcionar regularmente, una especie de locura colectiva se abatió de improviso como una peste sobre la colonia de ingenieros y técnicos ingleses instalada en torno a los altos hornos de Ybycuí.

La pequeña ciudad iba creciendo con aires de aldea inglesa, en la que el estilo tudor se mezclaba con el barroco hispano-guaraní.

Los matrimonios convivían en aparente armonía, dados a sus fiestas familiares, fieles a sus costumbres, a su religión anglicana, a su té a la inglesa El Times de Londres les llegaba con dos meses de atraso. Todo iba a pedir de boca.

Un buen día el ingeniero jefe apuñaló a su esposa.

A intervalos regulares, los asesinatos continuaron. No sólo de las esposas. Se les sumaron suicidios y muertes súbitas.

La epidemia se extendió rápidamente.

Era algo semejante a una ceremonia de sacrificio colectivo. Alguien había comenzado a comer hongos alucinógenos, o algo por el estilo. El apetito mortal se extendió.

3

Gente inteligente y refinada, pareció atacada de súbito por la peste de una locura desconocida. Caballeros irreprochables sacrificaban a los suyos a puñal, veneno o cuerda.

La violencia remaba allí en un desencadenamiento inmóvil que de pronto podía aplastar a todos. Los exorcismos del pastor no dieron el menor resultado.

El pastor amaneció un día colgado de una de las vigas de la pequeña capilla.

La floresta apacible se había transformado en una jungla de insectos monstruosos, de ponzoñosas emanaciones, de aguas cenagosas y palúdicas.

La felicidad de esa gente extranjera no era entonces sino la máscara de una obsesión. Ser felices a toda costa en la tierra bárbara, semejante sin embargo a una Arcadia. Los ingleses eran los nuevos árcades en el Paraguay.

Las estrellas brillaban puras sobre la catástrofe.

4

Los magistrados británicos dictaminaron.

La causa evidente del inaudito pandemónium eran el clima, la naturaleza inclemente, emanaciones de ciertas plantas, hongos onirófagos, mosquitos letales, vampiros portadores de pestes malignas, insectos monstruosos, miasmas pestilenciales, árboles tibios de humedad venenosa.

Recordaron algunos episodios semejantes sufridos por los colonos en la India, en Malasia y otros sitios inhóspitos de las posesiones británicas.

El ingeniero jefe quedó con el color de una hoja seca. Estaba mortalmente enfermo. No pudo asistir al juicio. El pelo rubio encaneció de golpe. Le salían gusanos amarillos de las fosas nasales, de los oídos. Perdió el habla. Mejor dicho, dejó de proferir insultos soeces contra el jefe de Estado.

– Nadie sabe de qué negras raíces crece la perversidad de los hombres… ¡Duro con ellos!… -dicen que dijo el presidente López cuando le llevaron la noticia.

No había policía ni ejército. La guardia de los altos hornos entró en acción. Los uxoricidas fueron apresados y repatriados, cargados de grillos.

Los que todavía no lo eran fueron separados de sus mujeres, de sus niños y también repatriados.

Todos sufrían el espanto de contemplar el fondo de la botella.

5

No acabó todo en estos episodios semejantes a fenómenos de brujería.

Sucedió algo aún más extraño. Las esposas sobrevivientes, menos dos o tres, no quisieron volver a Inglaterra. Asumieron su condición de viudas honorarias.

Se convirtieron en campesinas, trabajaron la tierra y se mezclaron con la raza a la que en un comienzo habían despreciado. Aprendieron su idioma, sus costumbres, comían sus comidas. A los pocos años no se distinguían de las mujeres locales, salvo por el color del pelo y de la tez.

Aprendieron de ellas el estoicismo ancestral.

Olvidadas de la tragedia fueron envejeciendo en la suave felicidad de los simples. Algunas volvieron a tener hijos.