Como los de las mujeres nativas, éstos también eran hijos de padres desconocidos.
Ninguna de ellas quiso revelar el origen de tales nacimientos.
6
Cuando estos muchachos se hicieron hombres el gobierno les dio puestos en el ferrocarril y otorgó pensiones a las madres.
Por mucho tiempo fue fama el que los maquinistas del Ferrocarril Central del Paraguay eran casi todos rubios.
El de nuestra locomotora también lo era. Cabellos lacios de fino oro. Rasgos típicamente británicos. Fumaba en pipa. Anillos de humo se apelotonaban en su cabina y escapaban por el tándem de las leñas.
Conversé un rato con él caminando al costado de la máquina. A una pregunta que le hice sobre la historia de los ingleses, se burló de mí con un brulote en guaraní, el más indecente de todos.
Debí comprenderlo. Nadie se apiada de sí ante los demás por pura vanidad o autocompasión. Nadie descubre sus secretos de familia al primer recién llegado, y menos aún a un palurdo del campo, de ridícula facha y rostro desfigurado.
Este Adonis fundido en el crisol de dos razas se sentía desbordado por la alegría de vivir.
Hombre recio, fino, parecía un dandy de manos toscas, bronceado de sol, dándose aires de rústico patán.
La vida sería siempre para él demasiado poco. Y algo mucho menos que poco la historia de sus antepasados. No dejaría escapar jamás la más ínfima sombra de una confidencia.
Seguí al tren andando por la trocha como los demás.
7
Poco después, el maquinista me llamó con un movimiento de su pipa.
– ¿Quiere usted saber de aquello? -me preguntó casi con sorna, arrojándome a la cara anillos de humo.
No dije nada. Capturé con el índice uno de los ondulantes anillos.
Mientras marchaba pegado a los flancos de la locomotora, contemplaba el vaivén de las bielas.
Empezó hablando de cualquier cosa. Luego me contó la historia despojada de sus excesos, de su grandeza siniestra, reduciéndola a una simple querella de familias mal avenidas.
Lo más grave que había ocurrido no era sino el ojo negro que un caballero irascible le había puesto de un puñetazo a una viuda algo ligera de cascos.
Un relato misérrimo.
El asunto se tornó indigno hasta de ese incoherente relato.
Dijo que todo no había sido más que un cuento urdido por los espías del gobierno.
A las cansadas me reveló que era bisnieto de gente muy principal.
– ¿Usted es un Whytehead? -murmuré descolocado, completamente confuso.
– No -dijo con un guiño divertido-. Soy bisnieto del pastor Mulleady. Vamos, el que bendijo esta locomotora cuando la inauguraron en 1857. Fue una fiesta nacional. Era la segunda versión de la locomotora de Stephenson. La primera en las Indias Occidentales.
Tras una larga y sonriente pausa, agregó:
– Poco después de la inauguración, mi bisabuelo el pastor amaneció colgado de una de las vigas de la capilla. Pesaba más de diez arrobas. No se pudo sospechar de mi bisabuela, su mujer.
8
El bisnieto del pastor se hallaba a gusto en la tierra bárbara. Se había integrado totalmente a ella.
Su voz abaritonada estaba libre de reminiscencias del inglés del siglo xix, pero también de acentos regionales, tanto del español y del guaraní, como de su infame mezcla bilingüe.
El rubio maquinista, maculado de aceite y carbón, era ya un hombre de aquí, aunque su rostro sólo podía estar en un cuadro de la National Gallery. En un retrato de Gainsborough o de Reynolds.
Con voluble humor y muchas interrupciones contó que la viuda del pastor, su bisabuela, se había casado con un teniente de la guardia de los altos hornos, veinte años más joven que ella.
Se interrumpió con una carcajada.
Dijo que desde entonces su familia había seguido sufriendo la plaga de sementales nativos pijoteros.
Se corrigió y dijo:
– De maridos paraguayos. No eran más que arribeños que desembarcaban de sus jangadas por algunas noches. Llegaban y se iban.
– Los arribeños son así -dije.
– Las mujeres inglesas hacían de abejas reinas del colmenar. Los mandaban al muere en seguida.
Tras una pausa agregó:
– Los mestizos paraguayos son muy haraganes. Zánganos de tomo y lomo. Duermen todo el día, mientras disponen de mujer y comida. Tienen mucha energía al pedo. No son más que unos braguetas rotas de buenas pelotas. No sirven más que para eso.
En mi confusión ensayé loas a los británicos en el Paraguay. En particular, a la constancia y paciencia de esas abejas reinas de la rubia Albión.
– No se canse, amigo -me exculpó-. Los gringos son también muy sinvergüenzas y pijoteros. Ahora suba al tren. Estamos por pasar el puente de las bombas en Sapucai.
El puente que la tradición llamaba Los suspiros de las ánimas.
9
El tren hacía rechinar y bambolear el largo puente de madera. Miles de ánimas gemían en las podridas maderas.
Estaban allí hacía más de medio siglo sobre el enorme foso abierto por la explosión del tren cargado de bombas durante el levantamiento agrario del año 12.
El puente no se sostenía sino en la seguridad casi milagrosa de que sólo iba a desmoronarse al día siguiente. Y así un día tras otro.
No hay fe mejor que la seguridad de lo imposible.
10
En mi primer viaje a Asunción, a los diez años de edad, acompañado por Damiana Dávalos, dormimos en ese cráter. Muy apretados por el frío y por las tibias caricias de la joven criada de mi madre.
En ese cráter lunar, la silenciosa y ardiente sabiduría de Damiana Dávalos me inició en la hombría antes aun de que hubiese tomado la Primera Comunión.
Lo cual no era un mal comienzo.
Damiana (a quien yo llamaba Diana) me enseñó que si el amor existe es gracias a Dios pero que si el amor se hace es gracias a dos.
Deduje que Dios no puede todo.
Desde entonces el salado y suave sabor de un sexo de mujer me iba a recordar para siempre aquella fosa inmensa y oscura, llena ahora de espesa vegetación, sobre la cual avanzaba el tren retumbando como sobre un acueducto.
Creí siempre que aquello había sido un sueño de mi pubertad.
El sueño es siempre el recuerdo de algo que no sucedió.
11
Ahora, en mi adultez, en este día de poco y víspera de nada, aquel sueño del cráter es un recuerdo más nítido e indeleble que el sueño de un niño. Un recuerdo molido y destilado por los mismos olores, por los mismos deseos, por el mismo delirio.
Un cráter lunar en el mito de la inocencia perdida.
12
La gorda mujer -porque esta soplona era a pesar de todo el inconmensurable prodigio de una mujer- se persignó durante toda la travesía del puente bisbiseando la letanía de una sola palabra: Dios… Dios… Dios… en una explosión de pequeñas toses que hacían temblar su papada.
Cuando el tren dejó de retumbar en el maderamen canceroso y tembleque, la mujer exhaló una prez y suspiró con los ojos cerrados: ¡Dios te salve María purísima… sin pecado concebida…!
– Las desgracias vienen cuando ya ha pasado lo peor -murmuró como en una jaculatoria final-. Las cosas buenas sólo suceden al día siguiente de lo malo.