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Extirpa por fin la pequeña costra. Un golpe de viento se la arranca de las uñas ensangrentadas.

El hombre se desmorona en un montículo de ceniza fósil.

11

Inventé una escritura críptica, acaso un nuevo idioma, para burlar el escrutinio diario que los carceleros hacían de los papeles, efectos y hasta de los trozos de diarios viejos que usábamos en el excusado los reclusos de máxima peligrosidad hacinados en la celda Valle-í.

Yo podía escribir a condición de que cada día leyera lo escrito a los guardianes de turno. Leía para su esparcimiento los pasajes pornográficos más groseros, que esas mentes rudimentarias celebraban con alegría bestial, puesto que estaban escritos para su gusto y regocijo. Era la pequeña revancha que yo me tomaba sobre la realidad del poder a través de la irrealidad de la escritura.

Los guardianes de la policía política disfrutaban con aquellas «tertulias literarias».

Eran los muchachos de oro de la Técnica.

12

Al final es cuando acontece la gran revelación.

La taché cuidadosamente. En el papel. En mi mente. La olvidé. El olvido puede también olvidar que olvida. Las torturas no pudieron arrancarme ese secreto. Simplemente yo no lo sabía.

13

Una novela muda. Ni nombres, ni pronombres, ni verbos, ni adjetivos, ni preposiciones, ni conjunciones adversativas ni copulativas, ni recursos de exposición, nudo y desenlace.

La narración central se va desenvolviendo sobre el escenario irreal de un tren liliputiense, que hace de hilo conductor. La narración, saturada, constelada, de historias paralelas, se bifurca y prolifera al infinito. El último círculo se cierra, desaparece, muere, en el claustro matricial.

Escritura seca, rápida, vertiginosa. Engañosa transparencia. Abstracta, inmaterial. Crea una atmósfera de total opacidad semejante a la noche.

Detrás del vidrio, en la tiniebla, pululan ectoplasmas de vagas y monstruosas figuras humanas. Luego todo se esfuma y desaparece, sin dejar rastros.

Le puse como título el nombre de la costrita seborreica, a cuya naturaleza ha quedado reducida la condición del hombre último.

En esa narración lacónica, escueta, catártica, el tema central es el olvido. El tren de 1850 no es más que un detalle de la decoración inexistente. En ese vacío en penumbra me parecía recordarlo todo. No con palabras sino con imágenes de bordes tornasolados. Fragmentos de un espejo roto, expuestos a los rayos de un rabioso sol.

Pisaba sobre ellos con mis gruesos zapatones de recluso. Los oía crujir y quebrarse en esquirlas cada vez más finas y filosas que se retorcían como los nervios bajo las descargas de la picana en los testículos.

Ahora que voy huyendo en este tren liliputiense, idéntico al otro -o tal vez el mismo-, se me hace que estoy repitiendo esa historia o escribiéndola por primera vez.

Por muchas vueltas que se les dé a las palabras, siempre se escribe la misma historia.

14

Ese texto trató de convertir el olvido en delirio. Pretendió ser la anulación de todo lo que había escrito, de modo que no quedara ningún vestigio de obra alguna escrita por mí.

El intento fracasó en parte. Las huellas bicéfalas no se plasmaron. Acaso por falta de sinceridad llevada a su último límite. O porque faltó que cayera sobre ellas el rocío de sangre del sol del mediodía.

O tal vez cayeron pero no se quisieron mezclar con la mía, aguada por el sereno de la noche.

Estoy tratando de repetir la prueba. Esas anotaciones desaparecerán conmigo muy pronto.

Por mucho que dure, la huida no puede ser interminable.

La lentitud del tren que jadea sobre los herrumbrosos y desiguales rieles con su fatiga de un siglo, no hace sino acelerar el fin.

El mito de la infancia perdida, perverso, astuto, falaz, me tiene prisionero. No puedo huir de él. Soy su rehén. Me entregará atado de pies y manos a mis perseguidores.

15

Sólo quiero preservar los ensueños que me desvelaron, desde mis siete a mis trece años, en aquella misteriosa aldea de Manorá, fundada por el maestro Gaspar Cristaldo en el corazón del pueblo de Iturbe.

Recordarlos, escribir sobre ellos ahora, es como masticar pesares, semejante al lento rumiar de los bueyes bajo el yugo de las carretas que van repletas de inmensos fardos de caña de azúcar rumbo al ingenio.

Séptima parte

1

Cuando se iban las crecidas, Manorá quedaba convertido en un fangal pestilente.

Hay que imaginar un pueblo de barro rojo en las lomas, de barro negro en los fangales, sembrados de animales muertos, de ranchos y árboles descuajados, que los raudales arrastraban en todas direcciones.

En cada creciente muchos niños desaparecían. Los padres los iban buscando con llantitos sin esperanza en los canales donde las riadas habían sido más fuertes.

2

En las crecientes nos quedábamos sin tren. Y sin el paso del tren el pueblo quedaba a su vez como ahogado y muerto, sin memoria del tiempo que pasaba.

No sabíamos qué día era, ni qué hora, ni qué año, ni qué siglo.

Los muchachos del pueblo sentíamos rabia contra el tren cuando no venía.

No podíamos colgarnos de los parachoques cuando repechaba despacio la arribada hacia la estación.

Una vez el tren pasó con la línea de flotación bajo agua. La caldera se ahogó. La locomotora no pudo frenar. El tren retrocedió en la pendiente y arrolló a cuatro de nuestros compañeros.

El tren era nuestro único juguete.

3

Una de estas crecidas trajo al maestro Cristaldo. Nadie se acordaba cómo ni cuándo.

Lo cierto es que él apareció en su canoa y ya no se fue del pueblo en los días de su vida.

En pocos meses construyó él solo, sin ayuda de nadie, su cabaña lacustre en medio de la laguna muerta de Piky.

Y allí se quedó, en medio de los olores nauseabundos del agua podrida.

4

Al principio, el hombrecito, cuya inopinada aparición nadie sabía explicar, produjo cierta confusión en mis padres y en mí mismo.

Fue en realidad una conmoción surgida de lo inexplicable.

El recién llegado era extraordinariamente parecido al viejecito que vivía con nosotros ocupándose de tareas menores. La primera vez que mi madre lo vio, exclamó: «¡Es idéntico a karaí Gaspar!…»

De todos modos, la primera impresión era la de que el recién llegado había salido de nuestro karaí Gaspar. Transmigrado o reencarnado, como se decía entonces.

5

El viejo karaí Gaspar era un resto vivo de la ruina familiar en la ciudad. Con su corazón simple y su mente algo extraviada, se hallaba apegado como una lapa a nuestra casa, a nuestra familia, a nuestro destino.

La confusión aumentó cuando se supo el nombre del arribeño: Gaspar Cristaldo.

Nuestro viejecito se llamaba Gaspar Gavilán.

Era un poco más alto que el recién llegado, pese a la joroba que combaba su espalda. Nuestro karaí Gaspar llevaba poblada y blanca barba.