Con ansia mortal soñaba en lluvias torrenciales, en avalanchas de agua y barro que arrojaran mi cuerpo a la laguna muerta de la bahía.
En la hondonada cenagosa zumbaba la vida desnuda, potente, pestilencial, esponjada en las burbujas de su propia fermentación.
Con el resto de mis fuerzas trataba de absorber por todos los poros esa energía ciega y elemental.
Sobre mi cuerpo escurrido y flaco se había apostado una sombra que me impedía pensar, respirar, dormir, mover un solo músculo, recordar quién era yo.
En la total inmovilidad de mi cuerpo, mi corazón se movía en contracciones dolorosas con los movimientos de la tierra.
Me acosaba la sensación continua de que una rata, de las muchas que recorrían la zanja, mordisqueaba mis vendas como queriendo liberarme de esa mortaja. Sus colmillos agudos y nacarados se deslizaban muy cerca de mis ojos fulgurando en la oscuridad.
Empezó a roerme el labio partido, la punta de la nariz. No sufría ningún dolor. Sólo una náusea atroz.
Al atardecer siguiente, un gato barcino, enorme y flaco, con ojos de tigre, se acercó, husmeó mi cuerpo y montó guardia a mi lado, inmóvil y sombrío.
Se quedó allí toda la noche. Al amanecer se fue.
7
A través de la grieta fúlgida acudieron a mi mente otras vidas, otras historias, otros recuerdos.
María Regalada, hija y nieta de los sepultureros de Costa Dulce, cuidando las tumbas en el cementerio. Cristóbal Jara, el jefe montonero, escondiéndose en la tumba recién abierta para el juez de paz Clímaco Cabañas, muerto la noche anterior por los guerrilleros en la acción de Ñumí.
Otra vez, el azar y sus encrucijadas.
María Regalada estaba internada en el hospital para tener al hijo que Sergio Miscovski había dejado en sus entrañas.
El ataúd del juez fue descendido sobre el cuerpo vivo de Cristóbal Jara, sin que el sepulturero venido de un pueblo vecino se percatara del doble enterramiento.
De este modo, el jefe de las milicias seccionaleras de la zona apresaba, bajo el cajón de su cadáver, al cabecilla de los guerrilleros, al que venía persiguiendo desde hacía meses.
El acompañamiento se dispersó bajo una lluvia torrencial que duraría días.
Poco después, como cada año, la inundación cubriría las zonas bajas de Manorá.
8
El rumor popular quiso que Cristóbal Jara pudiera zafarse con vida de ese entierro y que fuera después un héroe más entre los camioneros del Chaco que llevaban el agua a los frentes de combate y que permitieron ganar la guerra de la sed.
Apoyado en ese rumor escribí la historia imaginaria y romántica de Cristóbal y Salu'í, que se inspiró en el trágico relato narrado por el gran escritor boliviano Augusto Céspedes, que fue también un héroe en la guerra.
En la posterior reconciliación de los dos pueblos hermanos, Céspedes vino como embajador a Asunción.
Le conocí en las tertulias de la embajada. Hombre admirable. Duro como el hierro. Nacionalista fanático en su país bolivariano, una especie de Tíbet aymara y castizo, más cerrado aún que Paraguay, en sus mesetas y cumbres andinas.
Le pedí autorización para usar el argumento de su relato, uno de los más hermosos de la literatura latinoamericana.
Me miró hondamente, apoyado en su muleta de lisiado de guerra.
– Las historias del sufrimiento humano no tienen dueño -dijo-. Nadie ha escrito algo sobre eso por primera vez.
9
Escribí Misión.
Lo hice morir a Cristóbal Jara ametrallado en el camión que llevaba agua al batallón cercado en un cañadón de Yujra.
No sucedió así. Quedó allí, en el cementerio de Costa Dulce, enterrado vivo bajo la pesada caja del juez Clímaco Cabañas, en la sepultura cubierta de tierra bien apisonada.
Salu'í, la prostituta convertida en enfermera de guerra, enamorada hasta los huesos de Cristóbal Jara, le acompañó y murió con él en la aventura imaginaria del camión aguatero. Desaparecieron devorados por la inmensidad del desierto chaqueño, con otros cien mil combatientes.
Fue así como escritores de dos pueblos hermanos, enfrentados en una absurda guerra instigada y financiada por el petróleo, escribieron un relato con parecido final. El episodio ambivalente podía darse en cualquiera de los dos campos, sin negar en ninguno de ellos la idea de patria ni el heroísmo de los anónimos servidores del agua que luchaban y morían en los frentes de batalla del inmenso desierto.
10
Yo visitaba a Salustiana Rivero en un prostíbulo de Asunción, en la calle General Díaz, cerca del Hospital Militar. La apodaban ya Salú'í, apócope de su nombre, de su oficio, de su armoniosa figulina. Pequeña-salud.
Pero entonces su vida no estaba cumplida aún. Su cuerpo diminuto y ardiente brillaba en su desnudez como una flor oscura, como una estatuilla de greda modelada por los alfareros de Tobatí.
Yo no hacía el amor con ella. Pagaba mi óbolo a madame Paulette, la patrona del burdel, y aguardaba pacientemente mi turno.
Me gustaba mucho conversar con Salú'í. Tenía la sabiduría y la dignidad natural de los seres simples, la calidad profética de la mujer, propagadora de la especie, que conserva la pureza del corazón.
Me enseñó cosas más importantes que hacer el amor en la soledad de dos en compañía.
Amaba su oficio de dadora de placer.
– Yo puedo entregarme a los hombres que me pagan -decía-, porque no he encontrado todavía el hombre a quien yo pueda pagar con mi amor.
Cuando se declaró la guerra, Salú'í entró en el hospital. Se alistó como voluntaria y marchó al frente como caba de sanidad.
11
De la sombra mortecina surgió la silueta alta y desgarbada de Sergio Miscovski, el médico ruso. En un principio, antes de que le sobreviniera la catástrofe de su alma, fue el protector de los pobres del lugar.
Sergio Miscovski fue un tiempo el más pobre entre los pobres. Solitario, austero, poco atado a las palabras. No tenía más patrimonio que su tabuco de paja y adobe, su pipa de arcilla, su perro siberiano, que estaba siempre junto a él y al que le hablaba en ruso cuando iba a visitar a sus enfermos.
En sus ratos libres, María Regalada venía a cocinarle su frugal refrigerio y a limpiarle el tabuco. Él le dejaba de vez en cuando algún dinero sobre la mesa de la cocina.
Nunca cambiaron una sola palabra. El médico ruso tenía siempre la mirada perdida en la lejanía de estepas y recuerdos.
María Regalada estaba habituada al silencio de sus muertos. Le daba igual que estuviera o no el doctor. Ella limpiaba y aseaba el tabuco como lo hacía con las tumbas del cementerio.
12
Un paciente trajo al doctor una talla muy antigua de san Roque y su perro.
Una siesta, mientras el doctor dormitaba en su hamaca, la talla cayó de la mesa donde la había depositado. Saltó la tapa del zócalo. Del hueco de la imagen rodaron varias monedas de oro y plata y se desparramó un sartal de joyas de artesanía.
Vestigio tardío de plata yvyguy, aquellos tesoros privados, escondidos durante la Guerra Grande en los sitios más increíbles, hacía más de un siglo.
Sergio Miscovski exigió a los enfermos más acomodados que le trajeran tallas de santos para pagar las consultas. Una enferma muy rica de Asunción, a quien el doctor curó de una avanzada flebitis, le trajo un altar de las misiones jesuíticas.