Ya para entonces, en un delirio de gritos y lamentaciones, los pasajeros se habían lanzado desde los vagones. Algunos salieron disparando a campo traviesa. Muchos se lanzaron de cabeza a la laguna.
En medio del campo las mujeres se hincaron de rodillas y clamaban al cielo en demanda de auxilio al Dios Santo y Mortal, al Dios de los ejércitos, al Dios de los desamparados y moribundos.
La gente del pueblo llegó a todo correr. Se aglomeró en torno a los destrozos. Era un tole tole infernal.
Todos estaban fuera del tiempo rodeando el presente de lo que estaba pasando.
11
Vino el cura Orrego con sobrepelliz y estola, acompañado por los hermanos de las cofradías, por el sacristán y el monaguillo, haciendo sonar la campanilla.
Empezaron a incensar y asperjar agua bendita por todas partes.
Al ver al cura nos alegramos. Era el remate divino, no previsto, de nuestra aventura. Evidentemente no iba a haber castigos ni culpables terrestres.
En su homilía, el cura habló del castigo de Dios a los pecadores y gente de avería que viajaban en el tren. Un castigo por extensión al mismo tren, propiedad de un país protestante que no hace sino empobrecer al nuestro.
«La serpiente voladora del demonio ha atacado el tren por mandato divino. En nuestro país sólo una vez ha sucedido esto. Es preciso, hermanos míos, que saquemos lección de esta experiencia terrible para que no se vuelva a repetir por tercera vez…»
El cura Orrego sembró la semilla de una leyenda que había de perpetuarse.
12
Leandro, mordiendo una pajita, malicioso, se alejó sin prisa hacia el gentío enloquecido.
Había visto removerse bultos sospechosos en la maciega.
Al irse dijo:
– Vamos a ver ahora, señores, lo que no se puede ver… -anunció con la voz gangosa y en falsete del gringo de la feria.
Sin los ojos y sin la voz de Leandro, la escena se hizo borrosa. La realidad se suspendió en una pesantez desfigurada, soplada por un viento carnal y retumbante.
13
No se veía ya sino una pululación de insectos en torno al destazamiento de la víbora. Más grande ahora que el tren. Un verdadero dragón.
Las cabelleras de las mujeres se erizaban electrizadas. Piojos duros y negros vibraban con reflejos metálicos sobre los cueros cabelludos de la multitud, embadurnados de sangre seca.
14
Volvió Leandro, sombrero de nube retrepado a la coronilla. La misma pajita deshilachada entre los dientes.
– ¿Qué viste? -preguntamos ansiosos.
Sacó otra vez la armónica del bolsillo y se puso a tocar su amada Floripa-mí.
Todos insistimos en coro qué era lo que había visto.
– Nada -dijo frotando la armónica sobre la manga de la blusa-. Algunas parejas están culeando en los yuyales -contó como la cosa más natural del mundo-. Culean sin sacarse la ropa, ni nada.
– ¿Y cómo? -preguntó Telésforo; los ojos abiertos dejaban ver los sesos.
– Y… compañero, sácale el molde… Las mujeres se tumban de espaldas en los yuyales llenos de espinas -dijo Leandro mascando su pajita-. Los hombres las montan y empieza el yerokuá. Igualito que tu papá y tu mamá cuando les entran las ganas. Pero a éstos… ni las ganas… Seguro de miedo nomás…
Leandro se reía de nosotros con una risa esquinada y maliciosa.
Estábamos clavados sobre el pasto, queriendo entender las palabras experimentadas de Leandro. Él ya conocía mujer.
Nadie le iba a preguntar cómo él hacía el porenó con la Susana Fontana, la muchacha más hermosa del pueblo. Eso sí le hubiera enojado de veras y habría repartido a diestro y siniestro coscorrones y acapetés con sus manos grandes como palas de canoa.
15
Me dolía todo el cuerpo por el esfuerzo de pensarme en otro lugar, lejos de allí. Por pensar también que no me había ido de Manorá; que seguía estando allá; que no iba viajando en este tren, el mismo de antes, el mismo de siempre, el tren tortuga que tenía la edad de las tortugas.
Un hombrecito oscuro, ágil, sin edad, iba de un lado a otro, ayudando a los que más lo necesitaban, tratando de calmar a la gente despavorida.
Novena parte
1
Al año siguiente ya tuvimos escuela nueva.
El hombrecito reunió más de cien voluntarios entre los muchachos mayores y construyó el aula.
Con la ayuda de vecinos y las donaciones de comerciantes y estancieros, en los tres meses estuvo terminada.
Era el edificio más hermoso del pueblo.
La gente de Iturbe y de los pueblos vecinos acudía en procesión para admirarlo.
El signore Octavio Doria, descendiente de la noble familia genovesa del almirante Andrea Doria, convertido en modesto maestro de obras de la fábrica (era en realidad un excelente arquitecto), quedó sorprendido y admirado de la capacidad y sabiduría natural del maestro, demostradas en la construcción de ese edificio, impensable en la época, en el modesto pueblo.
¿De dónde había sacado el maestro Gaspar Cristaldo -comentaba Doria con sus amigos- esos detalles del genuino mudejar y los arcos de medio punto en las amplias galerías que rodeaban el edificio?
El signore arquitecto Doria se remitía a la evidencia.
– ¡Es un genio el piccolo tipejo éste! -le alababa con sincera admiración-. Un genio puede aparecer en cualquier parte. Y he aquí que a Iturbe le ha tocado en suerte uno de marca mayor. Un Leonardo da Vinci de medio metro. Ma non un medio metro de Leonardo… -se despepitaba en estruendosa risa el cavaliere ufficiale.
Vicisitudes de la fortuna y un pasado algo turbio, que nadie conocía bien y sobre el cual sólo se tejían conjeturas cada vez más desvaídas, habían traído al signore Doria al Paraguay.
Los ojos negrísimos y el cuerpo de junco de una morena iturbeña lo habían anclado definitivamente en el pueblo.
Y en verdad formaban una pareja soberbia.
Doria gozaba de general estimación por sus dotes de simpatía y hombría de bien. Su opinión elogiosa sobre la capacidad del maestro Cristaldo resultó decisiva para aquellos que no veían en el hombrecito sino un personaje disparatado y maniático.
– Claro -se chanceó uno-. De genio y de loco todos tenemos un poco.
– Vayan a verlo trabajar -decía el cavaliere ufficiale Octavio Doria-. No he visto algo igual en ninguna parte.
2
Las autoridades le felicitaron. Incluso el cura Orrego, que no veía con buenos ojos al extraño hombrecito desde que él mismo había hecho correr la historia de que era un hombre que no había nacido.
Vinieron inspectores del ministerio de Culto e Instrucción Pública. Le trajeron en propias manos su designación como director de la escuela primaria. Algo que ocurría por primera vez en el Paraguay.
Un gran sello de lacre rojo y una cinta de raso del mismo color atestiguaban la jerarquía del nombramiento.
El inspector delegado se dobló por la mitad para imponerle la insignia de la Orden del Magisterio.
No parecía el maestro particularmente impresionado ni conmovido. Más bien se le veía incómodo y molesto. Había bajado al máximo sus antenas de comunicación. Su aspecto era casi lamentable.