9
Manorá, por ejemplo, poco tenía que ver con la azucarera. Sí, mucho, con los cañeros, con los obreros de la fábrica, con la gente de las compañías más pobres.
Otro ejemplo: Manorá no tenía autoridades. Ni cura, ni jefes políticos, ni seccionales. Todo eso que era el orgullo de Iturbe y la causa de sus males.
La aldea de Manorá llevaba su modestia hasta hacerse invisible, parecida en todo a la imagen de su fundador.
Iturbe y Manorá no se distinguían en verdad uno de otro, aunque no eran idénticos ni en el clima ni en el tiempo natural de los días y las estaciones.
El sol, por ejemplo, salía un poco antes en Manorá. Se ponía un poco después.
El tiempo de la caída de un grano de arena.
10
Una telaraña en el alero de un rancho podía juntar Iturbe y Manorá en un mismo temblor por fracciones de segundo.
Cuando la removía el ala de un pájaro, la telaraña temblaba en el mismo tiempo y en el mismo lugar de Iturbe y Manorá. El alero era el mismo, pero estaban lejos el uno del otro.
A la mañana siguiente el maestro hizo un experimento en la escuela con una telaraña de verdad. Puso a Clodoveo Luna en un extremo del corredor y a Consagración Capilla en el otro, a unos cien metros de distancia.
– ¡Listos! -gritó el maestro.
Del bolsillo sacó un colibrí que se puso a aletear en su mano. Volaba inmóvil como una sonrisa amarilla pegada a los labios del maestro. Lo acercó a la telaraña. El vibrátil aleteo rozó la telaraña que se puso a temblar como en un escalofrío.
– ¡Se mueve! -gritó Clodoveo Luna a lo lejos.
– ¡Se mueve! -gritó Consagración Capilla.
Eulogio Carimbatá protestó con sus espinas de siempre sobresaliendo de su cuerpo de pez flaco.
– No vale -dijo-. Ellos son novios. Se pusieron de acuerdo.
El maestro metió el colibrí en el bolsillo. Distribuyó otras dos telarañas, formando cruz con las dos anteriores, el edificio de la escuela por medio.
Mandó a Eustaciano Cabral y a Marisa Ayala a ocupar sus puestos. Ahora no podían verse los cuatro.
– ¿Son novios ustedes? -preguntó el maestro.
– Todavía no… -tartamudeó Marisa.
El maestro sacó otra vez el colibrí del bolsillo. Lo arrimó a la telaraña. El temblor del ala removió los hilos.
– ¡Se mueve!… -gritaron los cuatro al unísono.
La telaraña del tiempo es la misma en todas partes, dijo el maestro Cristaldo. Cuando el ala de un pájaro roza un hilo al otro lado del mundo, todo el tejido del tiempo se mueve. Siente el aleteo de la vida. Percibe el latido del universo.
11
Cuando Manorá empezó a hacerse famosa, las gentes venían en caravanas con ganas de conocer esa aldea que no se sabía muy bien dónde estaba.
No la podían encontrar.
Daban vueltas y vueltas alrededor de Iturbe. Allí, de pronto, se daban de narices y menudencias con el maestro Cristaldo en la escuela, en alguna esquina, en la orilla de la laguna que él había transformado en un estanque de aromas y de salud.
Los que venían de afuera no podían notar que Manorá e Iturbe eran un solo y único pueblo, pero no el mismo.
Preguntaban a los vecinos. Éstos respondían que el pueblo era Iturbe y que no conocían otro con el «apelativo» de Manorá.
12
Había sin embargo entre ellos profundas diferencias. En Manorá ciertamente, pese a su nombre o gracias a él, ya no moría la gente.
Por lo menos mientras vivió el maestro. Él le puso ese nombre como una conjura y un desafío. Sabía que algún día la muerte iba a volver a aparecer por esos lugares. Pero no mientras él viviera allí.
– La muerte no falta nunca cuando llega la hora -decía cuando le preguntaban sobre el motivo del extraño gentilicio manoreño.
El que sabe esperar, vive. Era su lema, su fuerza, su magia.
Lo último que logró fue desterrar la muerte del pueblo. Nadie se dio cuenta de ese prodigio.
Lo que no pudo desterrar fueron las inundaciones.
Morían los que se iban del pueblo. O los que salían para hacer cortos viajes. No regresaban ni vivos ni muertos. El olvido se encargaba de ellos.
13
Cuando hablo de Manorá no es del pueblo de Iturbe, de la antigua Santa Clara que fue su primer nombre, de Itapé, de San Salvador, de Borja, de Maciel o de Caazapá, de la azucarera, de otros pueblos vecinos y de su gente; no es de ellos de los que me estoy acordando.
Hablo de esa aldea que está metida dentro de Iturbe como el carozo del durazno o la ovalada semilla del mango que se queda en hilachas cuando acabamos de rocigar la carne amarilla o rosada.
Daba lo mismo que el pueblo secreto de Manorá estuviese construido en piedra, madera, paja y barro de estaqueo. Al principio, los alumnos creíamos que el maestro Cristaldo, con su costumbre de expresarse en imágenes, hablaba de un pueblo invisible que existía dentro del corazón de los iturbeños.
No era por los ojos, por los oídos, por el tacto o por cualquier otro sentido no conocido como podíamos reconocer la existencia de Manorá.
Sólo podíamos aproximarnos a ese misterio por corazonadas.
El mejor ejemplo de lo que era Manorá lo mostró un día en clase el maestro Cristaldo. Trajo aquella mañana una bola de un material transparente, muy brillante, jaspeado de delgadas capas superpuestas. Dijo que se llamaba cuarzo, un cristal de roca muy apreciado.
Hizo que nos acercáramos a su mesa. En el interior de la bola translúcida vimos una mancha coloreada, como bajo la luz del amanecer.
La mancha se convirtió en la visión de un pueblo. Todos, a un mismo tiempo, gritamos ¡Iturbe!
Estábamos encandilados. El maestro nos observaba. Nos miraba de oído y de memoria. Fijaba sus ojos en cada rostro, en los ojos brillantes de los chicos que dejaban traslucir su emoción.
Dentro de la visión del pueblo amaneció otro muy semejante, parecido a su sombra y reflejo.
Todos, a un tiempo, gritamos: ¡Manorá!
Nos quedamos mudos.
El maestro no decía palabra. Disfrutaba con nuestra sorpresa. Pero también había en su rostro algo como la sombra de una inquietud.
– Así que la bola de cuarzo es el mundo… -dijo burlándose un poco Eulogio Carimbatá-. Dentro de la bola hay dos pueblos que están metidos uno dentro de otro…
14
Nos acercamos más. Entonces vimos que sobre Manorá ya brillaba el sol. Iturbe estaba un poco a oscuras todavía en el despuntar de la aurora. La fábrica y la chimenea parecían boca abajo. Los grandes cañaverales parecían haber remontado y ondeaban entre los rosicleres que pintaban los pompones de las nubes.
Los carros repletos de cañadulce avanzaban chirriando lentamente hacia el ingenio al paso cansino de los bueyes. Las sombras de los conductores montados sobre los atados de caña y de los boyeritos que iban delante de los bueyes se proyectaban, enormes, sobre el campo que había perdido sus orillas. Y todo eso cabía en la pequeña redondez de una bola de cristal oscuro y al mismo tiempo transparente.
La mano arrugada y pequeña del maestro Cristaldo se metió entre las cabezas y se apoderó de la bola de cuarzo.
– Vayan ahora a sus casas, a pensar -nos despidió como ahuyentando moscas…