Vivían allí, siempre en presente, en los estados de vida después de la muerte que únicamente los personajes de la imaginación pueden vivir.
Ese limbo era un estante de la memoria colectiva. La mente poderosa del maestro Cristaldo había podido construir uno de esos libros, tan necesarios para los pueblos. Lo tenía guardado en la cueva subterránea situada bajo la laguna.
Él la denominaba mi Taberna de Almas.
Los escueleros sabíamos de este culto que él dedicaba a los personajes que vivían en los libros y cuyas aventuras comenzaban cada vez que alguien abría un libro y comenzaba a leerlo.
Nos llevaba a veces a leernos esos libros, a contarnos sus historias. A imaginar otras, a partir de ellas. A incitarnos a crear limbos que no estuvieran ocultos en cavernas sino abiertos a la comunidad.
– Hay muchos que odian los libros -dijo con un rictus de amargura-. Serían capaces de quemarlos. El jefe político Fidel Enríquez sería el primero en hacerlo. No hay nada que humille tanto a los ignorantes como un libro.
Ninguno de nosotros, ni bajo pena de muerte, hubiera descubierto el secreto del maestro.
Éramos los socios de su sabia vida.
6
El sacristán espió al maestro y descubrió el misterio de esa gente extraña que tenía escondida en la cueva.
Ni corto ni perezoso, don Gumercindo chivateó al cura sobre el hallazgo inopinado de esa grey clandestina que no era la de la Iglesia.
Hubo un gran jaleo en el pueblo.
Con el auxilio del juez y del alcalde, el cura revestido con ornamentos fúnebres encabezó la procesión de las cofradías.
El jefe político Fidel Enríquez, instigador de la muerte de Leandro Longino Santos, le hacía escolta con su escuadrón de gendarmes montados en soberbios alazanes.
El cura Orrego se llegó hasta la «taberna de perdularios» escondida bajo la laguna.
Solemnemente mandó cerrar «ese antro del demonio -dijo en su violento sermón- donde el maestro tenía asilados y acaudillados a truhanes y gente de avería, salidos de libros blasfematorios y sacrílegos…»
– ¡Vade retro, Satanás! -increpó el cura al maestro-. ¡Usted es un maldito negro del demonio!
– Aunque negro soy y no nacido, alma tengo… -replicó mansamente el maestro.
Los personajes se negaron a salir.
Armaron su contraprocesión, dirigidos por el propio Supremo Francia. Éste mandó leer un bando de repudio contra las autoridades abusivas.
El que tocaba el tambor del bando era el sargento músico Efigenio Cristaldo, bisabuelo del maestro Gaspar. Se le veía la gran joroba callosa en el pecho que le había criado el borde filoso del bombo después de haberlo tocado día y noche por más de cincuenta años.
El Supremo Francia exigía más energía y ritmo al viejo tamborero. Se notaba que quería por fin reivindicarse ante el pueblo, él, que había sido en su tiempo el hombre más culto, el más poderoso del Paraguay.
Los ojos llameantes del Dictador Supremo, la coleta renegrida, el brillo de las hebillas de oro de los zapatos de doctor y dictador, asustaron a los manifestantes, que empezaron a desbandarse.
7
La grey huyó en todas direcciones al son de las matracas de Semana Santa que sacristán y monaguillo agitaban en la huida.
La rebelión de los personajes había triunfado. Tuvieron, por esta vez, más suerte que los agricultores y obreros cuyas rebeliones eran invariablemente aplastadas con las tropas y los carros de asalto.
8
Por largo trecho Don Quijote, lanza en ristre montado en su Rocinante, y Sancho Panza, en su asno, con su alforja de pan y queso, acosados por perrillos ladradores, persiguieron a los frustrados invasores.
Detrás del Caballero del Verde Gabán iba la numerosa y aguerrida legión de los Buendía, de Macondo, expertos en guerras y revoluciones.
Sombríos, trágicos, funerales, marchaban los personajes de Santa María, la aldea fundada por el uruguayo Juan Carlos Onetti. Llevaban colgados al pecho, en figura, el bolso con el puñadito de cal y ceniza de su hacedor, que no quiso volver al lar natal, ni siquiera a la ilustre villa mítica que él había fundado. Prefirió convertirse en humo en lueñes tierras.
La Babosa de Areguá, esperpéntica, en enaguas de maldad, arrastraba su trailla de furias, salida del libro de don Gabriel. Los huesos euménídes entrechocaban haciendo más ruido que las matracas del Viernes Santo agitadas por el sacristán y el monaguillo.
Iban, cerrando la marcha, Juan Preciado y Susana San Juan. Les seguía Pedro Páramo, muerto, convertido en un montón de piedras, encerrado en un saco tejido con fibras de cardos y con el largo silencio de los muertos.
Abundio Martínez, el otro hijo natural de don Pedro, cargaba al hombro el pesado burujón de rencor vivo, llevando en la mano el cuchillo todavía tinto en la sangre paterna.
Al pasar junto al borde de la laguna, Abundio arrojó al agua el bolsón de piedras.
Como atravesada por un fierro candente, el agua hirvió por un instante en un borbollón de espumas y vapor.
En esa fumarola, que encrespó por un rato la laguna de Piky, se evaporó el señor de Comala.
Quedó su figura en el libro sin par, que el maestro Cristaldo guardaba entre sus predilectos, escritos por estos pueblos nuevos para que los particulares lean.
9
Volvió a cerrar la cueva con los grandes bloques de piedra que hacían de puerta. El centenar de alumnos, más alegres que unas pascuas, regresamos a la escuela con el maestro a proseguir las clases interrumpidas por el aquelarre autoritario.
Décimoprimera parte
1
A todos los escueleros nos intrigaba la parte en sombras de la vida del maestro.
Nos interesaba, sobre todo, saber qué hacía al anochecer, encerrado en su cabaña lacustre, en invierno y verano. Sólo cuando hacía mucho calor, dejaba entreabierto el ventanuco que daba hacia el copudo tarumá de la orilla.
Nadie se animaba sin embargo a espiar la casa solitaria. El más osado lo habría sentido como una falta de respeto y consideración, como un acto de verdadera profanación.
Yo me atreví a cometerlo.
Escondido entre los setos de amapolas y plantas acuáticas que rodeaban la laguna, como una línea defensiva de su soledad, de su voluntad de recogimiento nocturno, comencé a vichar la casa del maestro.
Los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos bajo la presión de un miedo cerval a lo desconocido.
Lo hice varias veces sin resultado alguno.
2
Al principio me limité a un rodeo tímido y asustado de la laguna en los anocheceres calurosos del verano buscando el punto de mira más adecuado.
Mi curiosidad y mi coraje iban creciendo.
Me fui animando cada vez más. Me acercaba furtivamente a la laguna, trepaba al corpulento tarumá, y me ponía a atisbar el ventanuco siempre cerrado.
Encontré un apostadero óptimo en el hueco que un rayo había excavado hacía mucho tiempo en mitad del tronco, como decir en las propias entrañas del árbol.
El rayo no lo mató. Le dio conciencia de su fortaleza. Siempre verde, cada vez más copudo, hacía allí de centinela de la laguna muerta.
La oquedad oval en el tronco era casi una almena de casafuerte. Servía de casilla de correo al único habitante que moraba en la choza lacustre.