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– ¡Quién le manda a usted meterse en cosas que no le incumben!

– Me incumben, sí señor don Lucas. Cómo no… -replicó sin inmutarse el hombrecito, sin detener su marcha- Soy el maestro de su hijo. Mis alumnos me incumben por partida doble. Por los padres y por mí.

– iBastantes cosas innobles le enseña con sus excentricidades! Ahora quiere usted además azuzar su rebeldía, levantarlo contra mi autoridad.

– Jamás lo haría si no se trata de una injusticia.

– ¿Me acusa usted de haber cometido una injusticia con mi hijo?

– Los castigos excesivos por lo general suelen ser injustos y los vuelven más rebeldes -dijo el maestro con un hilo de voz- Crueldad no es saber. Y poder hacer no es hacer poder.

– ¡Este chicuelo díscolo y mentiroso pudo ahogarse en el río!

– Entre perder la vida en el río salvando ahogados y hacerle enloquecer de susto no hay mucha diferencia. Por más díscolo y mentiroso que sea, el chico puede enloquecer si usted lo desloma a rebencazos por cualquier travesura y encima le manda a enfrentar al decapitado de la alcantarilla.

Mi padre se puso lívido y estalló sin poder contenerse.

– ¿Qué cosas está diciendo, viejo mentecato, miserable nonato? ¿Cómo puede hablar de locura o de vida alguien que cree no haber nacido?

– No toque usted, señor don Lucas, misterios que no puede entender. Lleve usted a su hijo. Cuídelo con alma y vida para que sea hombre de provecho.

Yo me quedé atrás para no seguir escuchando la discusión. Todavía oí que el maestro decía «No olvide, don Lucas, que hasta el morir todo es vivir>>

9

El maestro iba erguido en su braza y media de estatura, sin disminuir el ritmo de su marcha. Los pasitos cortos hacían trastabillar las zancadas de mi padre, a quien le costaba mantenerse a la par de su interlocutor.

Dije «¡Qué alto es mi padre! Sobre todo cuando está enojado…» Parecía caminar en puntas de pie.

Noté que mi padre se iba calmando. El tono de su voz se suavizó y me pareció que le estaba pidiendo disculpas al maestro por haberle ofendido.

El maestro marchaba silencioso, impasible, pensando en sus cosas, como si sus pies no tocaran el suelo.

La pelusa rosada del amanecer ponía una especie de tenue luminosidad en el ala de su oscuro y estropajoso sombrero de paño.

Vi a mi padre que se doblaba y torcía para mantenerse a la altura del maestro y no interrumpir el hilo de su hablar. Daba la impresión de que iba caminando de espaldas. Una posición tan forzada era imposible mantener por largo trecho.

Las largas piernas de mi padre se enredaban en extraños pasos de danza. Perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre el polvo del camino.

El maestro se detuvo, serio, afligido.

Tendió la mano de pasita de uva a mi padre. Mi padre se la tomó y se incorporó escupiendo tierra.

La escena pintoresca y absurda me hizo reventar de risa por dentro y logró que me olvidara de las penurias sufridas.

Sólo dije: «Papá y el maestro Cristaldo son iguales de altos.»

Decimotercera parte

1

Seguía al tren, abismado en mis pensamientos.

De un modo extraño, sentía de nuevo, súbitamente, el vago anhelo de retornar al pueblo natal, que a veces solía invadirme en la cárcel con punzante nostalgia…

«Lo haré cuando salga de aquí…», me consolaba sabiendo que eso no sucedería.

La vida son deudas que no se pagan. Son largas cosas que no se cumplen.

Ahora mismo, en este tren de un siglo, luego del largo y moroso recorrido de otro medio siglo por los subsuelos de mi memoria, resurgía, denso, entrañable, insistente, el deseo de retornar a contravida al pueblo de mi niñez.

Junto con este deseo me estaba penetrando cierta amnesia sobre mi situación. Experimentaba la sensación de que una vida otra comenzaba para mí en este viaje. Ya no era un hombre del pueblo peregrino.

Era un viajero que regresaba al lar natal.

Un fugitivo, sí, pero al mismo tiempo un desconocido envuelto en la sombra de un misterio al parecer impenetrable para los demás.

Me estaba acostumbrando a mi nueva identidad. Mi cara, mi aspecto, resistían bien los reactivos de las miradas más linces.

El instinto profesional, infalible, de la ex pantalonera y ahora soplona, que me había cosido los primeros pantalones largos, tampoco me había reconocido, pese a la lupa de sus sospechas, a sus insidiosos interrogatorios, a la telepatía infecciosa de los hechos que suceden en un momento determinado juntando largos intervalos de tiempo.

La pantalonera me hacía las braguetas más largas. El «pijero», decía ella. Me alababa el tamaño de la virilidad naciente.

¡Que Dios le conserve esta gracia, mi hijo!

Usted ve, doña Silveria Zarza, ex pantalonera de Manorá y actual soplona de la policía, le habría querido decir ahora, ve usted que su agüería de aquel tiempo no me ha servido para un carajo.

2

Tras muchas cavilaciones decidí descender furtivamente en Manorá, pasara lo que pasara.

Con ello iba a evitar la horquilla de los puestos policiales de frontera, que ya habrían recibido el alerta de la Técnica en el caso de que hubiesen desmontado el túnel y verificado la identidad de los enterrados, entre los cuales sólo faltaba uno.

He sido siempre un fronterizo, me dije. El hombre del último cuarto de hora. Vida y muerte sobran a mi vida. Y es mejor que el minuto del fin caiga sobre mí en Manorá.

Esa frontera con su nombre me está llamando al lugar de mi muerte.

3

Por otra parte, no se me ocultaba que este deseo de buscar refugio en Manorá no era más que el ensueño de todo desterrado, de todo prisionero, de volver a sus raíces, de recuperar la infancia perdida.

Lo último que le queda al hombre cuando todo lo demás se ha perdido.

Nadie sabe hasta qué punto ese mito es pérfido y malsano.

Nadie sabe la cantidad de tiempo que necesita el hombre errante para encontrarse a sí mismo, antes de que pueda golpear, como un mendigo inoportuno, la puerta del hogar paterno.

Viene en busca de un hogar que ya no existe.

La vida tampoco deja huellas vivas. No es más que el irle pasando a uno cosas en contrarias direcciones.

Las huellas del pie de doble talón del Pytayovai van escamoteando la dirección de la marcha hacia adelante, hacia atrás, hacia el pasado, hacia el futuro. Tiene que hacerlo bajo la sangre del sol del mediodía. Sólo así el fugitivo logra escabullirse de sus perseguidores en el no-tiempo, en el no-lugar.

Si la sangre como leche del fulgor cenital no gotea sobre las huellas de los pies bifrontes, éstas no plasman rastros fósiles.

El fugitivo cae sin remedio en poder de sus perseguidores.

En la dura intemperie del desierto no hay albergues acogedores. No hay más que rastros de sangre que el peregrino recoge. Los mete en su bolsa y los lleva consigo.

4

Ningún hijo pródigo -otra de las falaces parábolas del Nuevo Testamento- ha vuelto jamás al hogar paterno.

El mismo Cristo no será sino un extraño, un intruso, si logró entrar de nuevo en el hogar eterno, después de haberse hecho hombre.

La crucifixión y la muerte no redimieron la condición humana. La sellaron para siempre en su depravación originaria. De donde el hombre, ayudado por Cristo, el primogénito de los muertos, se ha convertido en la bestia más feroz que habita el planeta.