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Lo único que hizo fue plantar alrededor de la casa una empalizada de amapolas, reforzada con alambradas de púas que prefiguraban un campo de concentración o una trinchera.

Encadenó al portón. Poco a poco se olvidaron de él. La gente no puede vivir sola todo el tiempo, sin tener alguien con quien comunicar sus pesares, sus secretos más íntimos.

El portón se hizo amigo mío.

9

Un chico volvió a ensartarse de cabeza en la roca puntiaguda.

El nuevo accidente renovó la angustia de mis padres. El portón no podía quedar cerrado todo el tiempo. Karaí Gaspar debía meter las vacas por la tarde y sacarlas por la mañana después de ordeñarlas. El anciano poseía una copia de la llave pero no podían confiar en su desmemoriada cabeza.

Padre clausuró definitivamente el portón con doble juego de cadena y candado. A partir de ese momento el portón se sintió poseído por la dignidad de sus funcionas. Un poco neurótico, pero en el fondo de sana y generosa madera, cobró su autoridad plena.

10

Como en una niebla recuerdo aquella malhadada mañana del picnic campestre que organizaron mis padres para celebrar el aniversario de sus bodas y el de mi décimotercer cumpleaños, al que yo falté.

Las fotos que papá y mamá se hicieron sacar por un fotógrafo ambulante, apoyados contra el portón, marcaron aquel día aciago con un fenómeno inexplicable. Dejaron una huella escalofriante que afectó mucho a mis padres, a mis dos hermanas y a mí.

La revelación de los negativos en los que el portón sirvió de fondo, mostró como en una velada sobreimpresión, casi ectoplasmática, mi cuerpo atado con un lazo trenzado para vacunos a los tirantes del portón. La imagen aparecía casi a espaldas de mi padre. Pero solamente en esas tomas del portón. Las fotos sobre otros fondos habían salido limpias y nítidas.

Reclamó mi padre al fotógrafo que borrara esa mancha que nada tenía que ver con las poses tomadas aquella mañana.

Fue algo totalmente imposible de lograr para el pobre hombre. La imagen nebulosa resistía todos los lavados y planchados.

– Esa imagen -se disculpó el fotógrafo-, esa «mancha» como usted dice, don Lucas, no es culpa de mi máquina, ni de los negativos, ni del revelado. Esa imagen está impresa en el portón. Y de allí -agregó el hombre-, ni agua ni lejía que la borre. A menos que usted mande quemar ese portón que parece enpayenado.

Mi padre optó por romper las fotos «embrujadas» Arrojó los fragmentos a la basura. Se olvidó el asunto; al menos dejó de comentarse el asunto en público y en privado.

11

Este incidente actualizó para mí el enigma del portón.

Algo de pulsación humana palpitaba en la materia forestal de ese destartalado portón, destinado a resistir en la intemperie hasta el fin de los tiempos.

Estaba allí plantado por alguien, tal vez por el primer poblador de ese villorrio cubierto de palmeras y de grandes extensiones de caña de azúcar.

El portón marcaba una frontera prohibida. Un límite que no se podía traspasar y desde el cual no había retorno.

Como en todo misterio, insondable o ilusorio, se podía decir que el portón estaba allí desde el tercer día de la Creación.

Eso, claro, no quería decir nada. Pero ese portón estaba allí desde el tercer día de la Creación.

La salvaje soledad había endurecido su madera. Le había salvado el alma, si se puede decir así.

12

Ese portón, de un modo incomprensible, tenía un alma. En aquel tiempo «alma» no era todavía un juego de palabras para mí.

Transmití a mi madre la cuita.

– Todos los seres vivientes alientan una especie de ánima -me respondió-. Más primitiva que la de los seres humanos. Pero un alma al fin. Todos la tienen. Los gatos. Los perros. Las plantas. Las orquídeas gigantes que me traes de los bañados. Tus luciérnagas. Seres animados por un ánima.

Le pregunté si el portón era un ser animado. Sin ninguna hesitación me contestó que todos los objetos en contacto constante con los seres humanos acaban volviéndose seres animados. Toman sus virtudes y sus defectos. Se parecen en imagen a sus dueños.

La respuesta de mi madre explicaba así, por lo menos en parte, el papel que tuvo el portón en nuestra casa. Su relación conmigo durante la infancia. Su obstinación en permanecer allí como un guardián y un vigía.

Un voluntario de tiempos más heroicos. No un mercenario de esta edad miserable.

Ahora, después de tantos años de ausencia, puedo decir que aquel pequeño portón estaba también algo tocado por una especie de locura. Tenía vida propia pero esa vida estaba poseída por la locura.

La locura de servir.

13

Cuando fui traído por mi madre a los pocos meses de edad, la mole rojiza del ingenio de azúcar estaba creciendo lentamente.

El pequeño portón verde ya estaba allí. Eso solía contarme ella. Tuve que vivir y crecer para verlo.

Sin noticias de mi padre hacía más de dos años, mi madre resolvió venir a Iturbe para saber de él y reunir a la familia.

No podía saber que los hombres que se habían enganchado como empleados de la futura administración no eran más que peones a destajo para todo servicio.

Madre bajó del tren y vio a lo lejos la chimenea, la mole a medio construir del ingenio. Se orientó hacia allá, de seguro también trasteada por las ortigas gigantes y las cañas. Llevándome en brazos siguió este mismo terraplén que estaba andando yo ahora, construido por grupos de cuadrilleros.

Se dirigió hacia ellos.

Venía buscando a su esposo. Quería decirle con su presencia que el amor no es cosa que humilla ni que se oculta. Vivir es obligación siempre inmediata y continuada. Quería estar a su lado, poner en sus brazos al pequeño hijo nacido en su ausencia.

La criaturita vibrante gimoteaba asustada del llanto de sus padres, del susto de la cuarentena de esclavos que contemplaban ese recuadro inverosímil, temblando con los colores luctuosos del iris entre el polvo y la luz, entre el cielo y el infierno.

¿De dónde había nacido yo, sino de lo que esa mujer y ese hombre, aún desconocidos para mí, habían cortado de la vida diaria en un tiempo que ya no les pertenecía y que a mí comenzaba apenas a pertenecerme?

14

Los hombres detuvieron el trabajo. Apoyados en sus palas y en sus picos, debieron contemplar sorprendidos, casi alucinados, esa visión de la bella mujer de rubia cabellera y ojos celestes que iba acercándose con el crío en brazos.

Alguien se adelantó hacia ella, negro de sol, de sudor, como quebrado por una agónica fatiga. Un hombre semejante a un leproso, la nariz y las orejas comidas por el terrible parásito de la leishmaniosis. Charles Nicolle no había descubierto aún el terrible parásito.

Lepra o leishmaniosis era lo mismo.

El hombre se cubrió la cara con el rotoso sombrero de paja, preso de terrible turbación.

Mi madre le preguntó si conocía o si tenía noticias de un tal Lucas Rojas, empleado del ingenio.

– ¡María!… -sollozó el hombre sin atrever a acercarse con su rostro de ecce homo.

– ¡Lucas!… -clamó mi madre rompiendo en llanto y abrazándose a él.

No hubo más que esas dos palabras, esos dos nombres, como salidos de ultratumba.

El cuello de encaje de mi madre y el de mi ajuar de criatura quedaron maculados de sangre y de pus.