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Por el cambio de luz comprobé que había dormido varias horas. Acaso un día entero. Un día y una noche. No lo sé.

Tercera parte

1

Tengo que retroceder aún. Retroceder siempre. Toda huida es siempre una fuga hacia el pasado. El último refugio del perseguido es la lengua materna, el útero materno, la placenta inmemorial donde se nace y se muere.

En medio de la hirviente oscuridad salpicada de luna, me dio el saludo de entrada el portoncito trasero con sus tres chirridos constipados de orín.

– ¿De dónde vienes? -preguntó, indiscreto como siempre.

– De por ahí… De ver cosas…

Eché una larga meada sobre sus costillas de palo para descargar el azufre que me ardía en los riñones, tras las obscenidades que había visto después del ataque de la enorme víbora contra el pequeño tren.

2

Alcé los ojos y vi el cielo puro y azul. Rodeaba por todas partes a las sierras el Ybytyrusú. Nubéculas de gasa, celajes dorados y verdes, flotaban sobre ellas. La luna apareció de tres cuartos de perfil entre dos cumbres y las revistió de un halo transparente.

– ¿Nadie pudo llegar nunca a las cumbres del Ybytyrusú? -pregunté a mi vez para esquivar el tema.

El portón tardó en responder, intrigado por lo que notaba en mí de extraño.

– Nadie -dijo-. Sus precipicios y abismos están llenos de almas en pena que buscan sus cuerpos destrozados y helados.

– Las sierras sólo desde muy lejos caben en los ojos… No es como tú. A ti te puedo rodear con los brazos -le dije abrazándolo para desagraviarlo del baño de orina.

– La montaña tiene su lugar en el alma. Y es ahí donde está más cerca… -respondió aún ofendido-. Es ahí donde debes verla.

– Yo prefiero verla de lejos. Tapa el horizonte detrás de ella.

– La montaña es un horizonte en lo alto -dijo sentencioso y acatarrado el portón.

– No deja ver el horizonte del Guaira -repliqué.

– La montaña es el horizonte de algo que retrocede sin parar…

3

Las imágenes se movían conmigo en los bandazos del tren. Las ráfagas de polvo entraban por las ventanillas y empañaban esas historias de vida.

Iba a contarle al portón el fabuloso ataque de la gran víbora contra el tren. Preferí quedar callado. Evitar el cuento de nunca acabar. El portón quiere saber siempre todos los detalles, por escabrosos que sean.

Dentro de muy podo tiempo yo debía alejarme de Iturbe (que entonces no se llamaba todavía Manorá). Dentro de mí me escocía ya la anticipada nostalgia de la partida.

Le pedí al portón verde que me retuviera, que no me dejara marchar.

– No quiero dejar esto. No quiero ir a ninguna parte… Quiero quedarme aquí… -me quejé mimoso.

– ¿Qué puede hacer la montaña si no crees en ella? -rechinaron los dientes del portón-. ¿Quién puede ayudarte?

Le puse la mano en el hombro. Empecé a pasar las uñas sobre los arañazos que dejaron en la pintura verde las garras del onza que mató mi padre.

– ¿Qué puedo hacer yo sin moverme de aquí? -chirrió el portón-. Te irás nomás a la ciudad y te convertirás allá en un fifí.

– Bueno, está bien… -dije-. Tienes razón.

Con el portón no se podía conversar mucho tiempo. Se ponía pesado enseguida. Era preguntón y quería dar consejos.

Con los de papá ya tenía bastante.

4

Entré a mi cuarto a horcajadas por la ventana entreabierta procurando hacer el menor ruido posible.

El brillo tierno y fantasmal de la luna menguante iluminaba parte de la habitación. Hacía sus rincones menos oscuros que la noche.

Me acodé en el antepecho. La mancha luminosa y alargada de la Vía Láctea semejaba un emparrado de miríadas de astros azules como el hielo de las cumbres en las serranías.

Alguien todopoderoso escribía también a la luz de esas luciérnagas encerradas en el frasco infinito del cosmos. Eran letras que componían una palabra sola. Resumían todo lo creado y, según doña Rufina, la contadora de cuentos, esas letras decían D-i-o-s.

Doña Rufina era analfabeta. Mal podía leer la palabra escrita en el cielo.

Alguna noche, al levantar la cabeza, yo leería la palabra m-a-r, o a-m-a-r, más sencilla y agradable para todos. O alguna otra palabra misteriosa que yo no podría descifrar.

Lo que doña Rufina sabía contar eran los cuentos de Las mil y una noches, en guaraní. Decía Chezenarda, en lugar de Sheherezada. A saber cómo y cuándo habría aprendido el árabe.

El emparrado de estrellas enfriaba de tal manera el calor crepitante de la noche, que me hizo estornudar. Arrojé un beso con las puntas de los dedos a mis constelaciones predilectas.

La Vía Láctea ondeó levemente con sus racimos de astros removidos por el viento que soplaba desde el fondo del universo.

Caminé de puntillas hasta la mesa. Había allí un ramito de jazmines y madreselva en un vaso con agua. En un plato de barro cocido, de los que hacía mi madre, lucían plateadas una naranja y una chirimoya.

La flor de trigridia, que traje ayer de los pantanos calientes donde desovan los cocodrilos hembras, estaba también sobre la tabla donde yo hago mis deberes durante el día y escribo mis papeles a escondidas por las noches. Estaba puesta ahí como un aviso espinoso de doble faz.

La quise apartar. Me clavaron las espinas de la corona. La dejé caer en el suelo.

Empezó a mirarme como un pedazo de cadáver decapitado. Lo empujé con las patas de la silla, lo metí bajo el catre, y empecé a preparar mi escritorio y mi lámpara de muäs.

5

Mi pensamiento estaba ahora en otra cosa.

Mientras comía la chirimoya y escupía por la ventana las semillitas negras, me acordé de los cuervos que planeaban sobre el gentío enloquecido, sobre el tren descarrilado.

La gran víbora, abierta en canal, barriendo el aire con la cola. El pájaro blanco que subía recto en el aire como una flecha emplumada.

Vi de repente troncos verdes que flotaban como cuerpos hundidos en las aguas oscuras y cenagosas del estero.

Vi el tren pigmeo, destruido. La cabeza rubia del maquinista emergía del montón de leñas que había caído sobre él. Pero estaba vivo y se reía esperando que lo vinieran a sacar del aprieto.

Esto había sucedido muchos años atrás.

Se me superponían los recuerdos. Una aguda pitada quebró por un instante la ensoñación de la infancia.

No fue más que un leve cabeceo del tiempo. Huía en un tren de Liliput hacia la noche sin fin. Pero nadie podía impedirme que esos recuerdos de seis pulgadas de altura, vistos por Gulliver, recobraran su tamaño normal al aproximarse a mí entre el ruido y el polvo.

Quería rehilar el curso del pasado. Pero el pasado no es sino una multitud de momentos presentes devorados por voraces sustancias.

Acuden, se agolpan dentro de uno, al menor llamado. Se enlaberintan entre ellos, salpicados del moho lunar, queriendo formar su leyenda, sin lograr otra cosa que tejer el reverso de lo que no ocurrió.